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¡Despertad! 1993
g93 22/1 págs. 22-25

Los Juegos Olímpicos de Barcelona: el precio de la gloria

Por el corresponsal de ¡Despertad! en España

EL 25 de julio de 1992, la solitaria figura de un arquero destacaba bajo el destello lumínico de los focos. Tensó el arco y lanzó con ajustada precisión la flecha en llamas que rasgaría el cielo oscuro de la noche y rozaría en su descenso la gigantesca antorcha que se alzaba en un extremo del estadio. La llamarada olímpica relumbró. Los Juegos Olímpicos de Barcelona habían comenzado.

Unos 11.000 deportistas procedentes de 172 países habían venido a competir por las 1.691 medallas olímpicas. Intentaron alcanzar las más altas cotas —el “más rápido, más lejos, más fuerte” del lema olímpico—, y algunos lo consiguieron. Se calcula que unos 3.500 millones de telespectadores siguieron de cerca sus triunfos y decepciones.

Aunque el tiempo que un deportista pasa ante el público es relativamente corto, un triunfo olímpico puede depararle riquezas y gloria. Las Olimpiadas de Barcelona no fueron una excepción. Algunos deportistas reconocidos ya estaban ganando millones de dólares con la publicidad de ropa y calzado deportivo, lentes de sol y hasta equipos electrónicos.

La clave de la gloria olímpica: dedicación

Si bien muchos deportistas —sobre todo gimnastas y nadadores— parecían ejecutar su especialidad con gran facilidad, alcanzar tal destreza ha requerido años de arduo entrenamiento. Algunos comenzaron a entrenar a los cinco años de edad, y si quieren saborear las mieles del éxito, han de dar a los deportes absoluta prioridad.

El nadador español Martín López Zubero, que ganó los 200 metros espalda, dijo, tal vez exagerando algo: “He pasado una tercera parte de mi existencia dentro del agua”. Su programa de entrenamiento comienza a las cinco de la mañana y, según sus cálculos, ha debido nadar unos 8.000 kilómetros en poco más de un año.

El entrenamiento entraña sufrimiento, no solo abnegación. Jackie Joyner-Kersee, medalla de oro en heptatlón en Seúl y Barcelona, comentó: “La competición tiene su encanto, el entrenamiento, no. [...] Pregúntele a cualquier atleta; siempre nos hacemos daño. Le exijo a mi cuerpo que supere siete pruebas diferentes. Pedirle que no haya dolor sería pedirle demasiado”. Los gimnastas, sobre todo, tienen que ser maestros del aguante, entrenar sin cejar dos veces al día a pesar del dolor de una torcedura de muñeca o de tobillo, una contracción muscular o de ligamentos o hasta fisuras por sobreesfuerzo. Al fin y al cabo, es de esta clase de entrega de donde salen los ganadores y se crea el espectáculo.

El oro y el brillo olímpico

No cabe duda, el espectáculo olímpico puede ser impresionante. Genera en la muchedumbre comentarios emocionantes y es escenario de grandes proezas deportivas. Barcelona no fue una excepción.

Vitali Scherbo, un gimnasta bielorruso, ganó seis de las ocho medallas de oro posibles en gimnasia masculina, estableciendo así un récord en esta disciplina deportiva. El gimnasta chino Xiaosahuang Li realizó un increíble triple salto mortal en el ejercicio de suelo. El estadounidense Carl Lewis entró en la historia olímpica al ganar por tercera vez consecutiva en salto de longitud. Por otra parte, la japonesa Yuko Arimori, medalla de plata en el maratón femenino, recibió una cerrada ovación por su ejemplo de cortesía. Pese a terminar exhausta la carrera, dio la vuelta al estadio saludando al público con leves reverencias, al estilo japonés, y luego saludó del mismo modo a la vencedora.

Las grandes compañías multinacionales no han desaprovechado las posibilidades comerciales de las Olimpiadas. Con el fin de sacar partido de la gloria olímpica, han pagado enormes sumas de dinero como patrocinadoras de los Juegos o de equipos olímpicos nacionales.

A la gloria por los fármacos

El entrenamiento tenaz y las aptitudes naturales, si bien importantes, no son la única clave del éxito olímpico. No son pocos los deportistas que recurren a las drogas para alcanzar el máximo rendimiento. Puede tratarse de esteroides anabolizantes o de hormonas humanas del crecimiento, que se administran para aumentar la masa muscular (muy populares en el levantamiento de pesos y el atletismo); o de betabloqueantes, usados para disminuir el ritmo cardíaco (se emplean para mejorar el rendimiento en tiro con arco y armas de fuego), o de la eritropoyetina, cuya finalidad es incrementar artificialmente la cantidad de glóbulos rojos (de uso en el ciclismo y en las carreras de fondo).

Aunque los atletas son conscientes del riesgo, la presión para emplear fármacos prohibidos es enorme. A este respecto, la atleta alemana Gaby Bussmann —compañera de equipo de Birgit Dressel, quien murió en 1987 por la ingestión de 20 fármacos diferentes— explicó: “Hay disciplinas olímpicas para las que es muy difícil clasificarse sin doparse”.

Los propios preparadores de los deportistas suelen tomar parte en el dopaje y puede que hasta lo recomienden. El entrenador Winfried Heinicke, de la antigua Alemania del Este, admitió: “Les dije que si querían ir a las Olimpiadas, tenían que tomar [fármacos]”. Es evidente que un número importante de atletas creen que la victoria es más importante que la honradez, e incluso que la salud. Según una encuesta reciente realizada entre deportistas de elite, el 52% de ellos estarían dispuestos a utilizar una hipotética droga milagrosa que les garantizara el triunfo, si con ello pudiesen disfrutar de cinco años de gloria en la cumbre, aunque después les ocasionara la muerte.

Al velocista inglés Jason Livingston se le tuvo que enviar a su país desde Barcelona por habérsele detectado un esteroide anabolizante en un análisis. El plusmarquista mundial de los 400 metros lisos, el estadounidense Harry Reynolds, no pudo participar en los Juegos Olímpicos. En 1990 dio positivo en un control antidopaje y fue sancionado con dos años de suspensión, lo que le supuso no solo perder una posible medalla olímpica, sino también un millón de dólares en publicidad para patrocinadores deportivos.

Sin embargo, a la mayoría de los atletas que se dopan no se les descubre. A pesar de los casi 2.000 controles antidopaje que se efectuaron en los Juegos de Barcelona, los deportistas poco honrados podían evitar la detección utilizando una droga que no dejara rastro en las pruebas de orina. “La avaricia por la victoria y el dinero han descubierto un mundo dudoso, donde se hace difícil separar la ética del engaño”, comentó el periódico español El País.

Por supuesto, muchos medallistas vencieron gracias a largos años de sacrificios, y no debido a las drogas. Pero ¿valen la pena tantos sacrificios?

Una gloria perdurable

La atleta Gail Devers, que venció contra pronóstico en la prueba de los 100 metros femeninos, estaba exultante tras la victoria. “Si alguien cree que los sueños se hacen realidad, esa soy yo”, dijo Devers. Menos de dos años antes, casi ni podía caminar, y hasta se hablaba de que habría que amputarle ambos pies debido a ciertas complicaciones en el tratamiento contra la enfermedad de Graves que padecía. En términos parecidos se expresó el nadador Pablo Morales, quien tras haberse retirado de la natación, volvió a entrenarse solo un año antes de los Juegos y alcanzó la medalla de oro en los 100 metros mariposa. Dijo: “Por fin llegó mi momento, un sueño hecho realidad”.

Sin embargo, es inevitable que haya deportistas que nunca lleguen a ser campeones. Bien es verdad que muchos dicen que “lo importante es participar en los Juegos Olímpicos, no ganar”, pero algunos contaban con ganar y regresan a casa con sus sueños rotos. El levantador de peso Ibragim Samadov se había propuesto ganar la medalla de oro en su modalidad, pero tuvo que conformarse con el tercer lugar. “Con el oro podía enfocar mi vida, iniciar unos estudios, ayudar a mi familia. Ahora no sé qué hacer”, se lamentó Samadov. Pero hasta los campeones pasan por una etapa traumática en su vida cuando su rendimiento entra en declive.

La tenista Anna Dmitrieva, de la anterior Unión Soviética, dijo a este respecto: “El engranaje deportivo [soviético] no se preocupó por la persona. Su concepto era: ‘Si te vas, encontraremos otras diez como tú’”. Algo parecido dijo Henry Carr, doble medallista de oro en las Olimpiadas de Tokio en 1964: “Aunque uno llegue a ser el mejor, es un engaño. ¿Por qué? Porque no es perdurable ni satisface de verdad. Las estrellas pronto se ven reemplazadas y por lo general pasan al olvido”.

La efímera gloria olímpica no se puede comparar con el premio de la vida eterna que Dios ha prometido a los que le sirven. Para alcanzarlo se requiere buena formación espiritual, no entrenamiento atlético. Pablo dijo a Timoteo: “El entrenamiento corporal [literalmente: “de gimnasta”] es provechoso para poco; pero la devoción piadosa es provechosa para todas las cosas, puesto que encierra promesa de la vida de ahora y de la que ha de venir”. (1 Timoteo 4:8.)

Los Juegos Olímpicos propugnan el entrenamiento corporal, cuyos beneficios son, en el mejor de los casos, tan solo de valor temporal. Ponen de manifiesto ante el mundo lo que un deportista puede conseguir con dedicación y abnegación. Estas cualidades también son necesarias para ganar la carrera cristiana, una carrera que, a diferencia de los deportes olímpicos, resultará en bendiciones perdurables para todo el que la finalice. Por lo tanto, los cristianos hacen bien en imitar, no a los atletas olímpicos, sino a Jesucristo, esforzándose por ‘terminar su entrenamiento’ a fin de ‘correr la carrera con aguante’. (1 Pedro 5:10; Hebreos 12:1.)

[Fotografías en la página 23]

Salto olímpico de trampolín. Barcelona al fondo

[Reconocimiento]

Fotos: Sipa Sport

[Fotografía en la página 24]

Ejercicio en las barras paralelas

[Reconocimiento]

Fotos: Sipa Sport

[Fotografía en la página 25]

Final de los 100 metros lisos; en el extremo derecho, la ganadora de la medalla de oro

[Reconocimiento]

Fotos: Sipa Sport

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