Con los ojos y el corazón fijos en el premio
RELATADO POR EDITH MICHAEL
A principios de los años treinta nos visitó una testigo de Jehová en nuestra casa, a las afueras de San Luis (Misuri, E.U.A.). Justo en ese momento se rompió la cuerda de tender la ropa, y las prendas que mamá había dejado blancas y relucientes cayeron en el fango. A fin de que la señora se marchara, mamá aceptó los libros que le ofreció. Luego los puso en una estantería y se olvidó de ellos por completo.
AQUELLOS eran años de crisis económica, y papá se había quedado sin empleo. Cierto día preguntó si había en casa algo para leer, y mamá le señaló los libros. Se puso a leerlos, y al cabo de un rato exclamó: “¡Mamá, esta es la verdad!”.
“Bah, no es más que una religión que quiere dinero como todas las demás”, repuso ella. No obstante, papá insistió en que se sentara y buscara los textos bíblicos con él. Una vez que lo hizo, también ella se convenció. Después empezaron a buscar a los Testigos, y se enteraron de que se reunían en un salón alquilado cerca del centro de San Luis, un local donde también se celebraban bailes y otras funciones.
Papá y mamá me llevaron, pues yo solo tenía unos tres años, y encontraron el salón, pero en ese momento había un baile. Papá averiguó el horario de las reuniones, y regresamos posteriormente. También empezamos a asistir a un estudio bíblico que se celebraba semanalmente cerca de casa, en el hogar de la mujer que nos había visitado por primera vez. “¿Por qué no traen también a los muchachos?”, preguntó ella. A mamá le daba vergüenza decir que no tenían zapatos. Cuando por fin lo dijo, le dieron unos zapatos, y mis hermanos empezaron a asistir a las reuniones con nosotros.
Dieron a mamá un territorio para que predicara cerca de nuestro hogar, así que empezó a participar en el ministerio de casa en casa. Yo la acompañaba, escondiéndome detrás de ella. Antes de que mamá aprendiera a conducir, caminábamos más de un kilómetro para tomar un autobús que nos llevaba a las reuniones a San Luis. Jamás nos las perdimos, ni siquiera cuando helaba o nevaba.
En 1934 mis padres se bautizaron. Yo también deseaba bautizarme, y seguí insistiendo hasta que mamá le pidió a un Testigo de edad avanzada que hablara conmigo sobre el tema. Me hizo muchas preguntas de modo que las comprendiera. Después dijo a mis padres que no debían impedirme el bautismo, pues hacerlo podría perjudicar mi crecimiento espiritual. Así que me bauticé al verano siguiente, cuando aún tenía seis años.
Me encantaba el folleto Hogar y Felicidad, del que nunca me separaba; incluso lo colocaba debajo de la almohada cuando me iba a dormir. Le pedía constantemente a mi madre que me lo leyera, hasta que me lo aprendí de memoria. En la contraportada aparecía una niña en el Paraíso junto a un león. Yo solía decir que era esa niña. Aquel dibujo me ayudó a fijar la vista en el premio de la vida en el nuevo mundo de Dios.
Era muy tímida, pero siempre daba comentarios en el Estudio de La Atalaya de la congregación, aunque fuera temblando.
Lamentablemente, papá dejó de relacionarse con los Testigos, pues temía perder su empleo. Mis hermanos hicieron lo mismo.
El ministerio de tiempo completo
Mamá cedía el patio para que los precursores, o ministros de tiempo completo, estacionaran su casa rodante. Yo solía acompañarlos en el ministerio cuando salía de la escuela. No tardé en tener el deseo de servir de precursora, pero papá se opuso, pues creía que debía recibir más educación seglar. Finalmente, mamá lo convenció para que me dejara ser precursora. Así que en junio de 1943 comencé el ministerio de tiempo completo a la edad de 14 años. Para ayudar con los gastos de la casa, trabajaba de media jornada y a veces de jornada completa. Pese a todo, alcanzaba la meta mensual de ciento cincuenta horas en la predicación.
Con el tiempo encontré una compañera, Dorothy Craden, que había empezado a servir de precursora en enero de 1943, a la edad de 17 años. Había sido católica ferviente, pero después de estudiar la Biblia seis meses, se bautizó. Por muchos años fuimos una fuente mutua de ánimo y fortaleza. Llegamos a querernos más que hermanas.
A partir de 1945 servimos juntas de precursoras en poblaciones pequeñas de Misuri donde no había congregaciones. En Bowling Green arreglamos un salón de reuniones; mamá vino a ayudarnos. Después, todas las semanas visitábamos la totalidad de las casas de la localidad para invitar a la gente al discurso público que organizábamos, presentado por hermanos que venían de San Luis. La asistencia era de cuarenta o cincuenta personas cada semana. Más tarde hicimos lo mismo en Luisiana, donde alquilamos un templo masónico. Para costear el alquiler de los locales, poníamos cajas de contribuciones, y todas las semanas se cubrían los gastos.
Luego fuimos a Mexico (Misuri), donde alquilamos un local con un escaparate que daba a la calle. Lo arreglamos para que lo usara la pequeña congregación del lugar. Allí vivimos en habitaciones contiguas al mismo edificio. También colaboramos en organizar discursos públicos en aquel lugar. Después nos mudamos a la capital del estado, Jefferson City, donde cada mañana laborable hablábamos con los funcionarios públicos en sus oficinas. Vivíamos en una habitación que estaba encima del Salón del Reino con Stella Willie, que fue para nosotras como una madre.
De allí nos trasladamos las tres a las ciudades de Festus y Crystal City, que estaban cerca una de otra. Vivimos detrás de la casa de una familia interesada en lo que antes había sido un gallinero. Como no había varones bautizados, nosotras dirigíamos todas las reuniones. Trabajábamos de media jornada vendiendo cosméticos. Teníamos pocas cosas materiales. De hecho, no podíamos permitirnos el lujo de reparar los agujeros de los zapatos, así que todas las mañanas les metíamos un pedazo de cartón nuevo y por las noches lavábamos el único vestido que poseíamos cada una.
A principios de 1948, cuando solo contaba 19 años, nos invitaron a Dorothy y a mí a la clase número 12 de la Escuela Bíblica de Galaad de la Watchtower para misioneros. Terminado el curso de cinco meses, los cien estudiantes nos graduamos el 6 de febrero de 1949. Fue una ocasión muy feliz. Mis padres se habían mudado a California, así que mamá hizo un largo viaje para estar presente.
A nuestra asignación
Veintiocho de los graduados fuimos asignados a Italia, y a seis, entre ellos Dorothy y yo, se nos asignó a Milán. El 4 de marzo de 1949 partimos de Nueva York en el barco italiano Vulcania. El viaje duró once días, y la mayoría de nosotros estuvimos mareados a causa del mar encrespado. El hermano Benanti nos fue a recoger al puerto de Génova y nos llevó en tren hasta Milán.
Cuando llegamos a la casa misional de Milán, encontramos unas flores que una joven italiana había puesto en nuestras habitaciones. Años después, esta muchacha, Maria Merafina, fue a Galaad, regresó a Italia y servimos juntas en una casa misional.
A la mañana siguiente de llegar a Milán, vimos por la ventana del cuarto de baño que en la calle que pasaba por detrás de nuestra casa había un gran edificio de apartamentos bombardeado. Un bombardero americano había dejado caer por accidente una bomba, que causó la muerte de las 80 familias que vivían allí. En otra ocasión, las bombas no dieron en el blanco planeado, una fábrica, sino en una escuela, lo que provocó la muerte de 500 niños. De modo que los americanos no eran muy bien vistos por allí.
La gente estaba harta de la guerra. Muchos decían que en caso de comenzar otro conflicto no irían a los refugios, sino que se quedarían en casa, abrirían la llave del gas y allí morirían. Les asegurábamos que no estábamos allí como representantes de Estados Unidos ni de ningún otro gobierno humano, sino del Reino de Dios, que acabaría con todas las guerras y el sufrimiento que ocasionan.
En Milán, una ciudad muy grande, la única congregación que había, compuesta de unas veinte personas, se reunía en la casa misional. Todavía no se habían organizado los territorios para predicar, de modo que comenzamos a dar el testimonio en un gran edificio de apartamentos. En la primera puerta conocimos al señor Giandinotti, que aceptó una de nuestras publicaciones porque quería que su esposa dejara la Iglesia. La señora Giandinotti, una mujer sincera, tenía muchas preguntas. “Me alegraré de que aprendan italiano —dijo— para que puedan enseñarme la Biblia.”
Su apartamento tenía un techo muy alto y una luz muy tenue, así que por la noche colocaba la silla encima de la mesa para leer la Biblia cerca de la luz. “Si estudio la Biblia con ustedes, ¿puedo seguir yendo a la iglesia?”, preguntó. Le dijimos que eso tenía que decidirlo ella. Los domingos por la mañana iba a misa y por la tarde a nuestra reunión. Entonces, cierto día dijo: “No iré más a la iglesia”.
—¿Por qué no? —le preguntamos.
—Porque no enseñan la Biblia, y yo he hallado la verdad estudiando la Biblia con ustedes. —Se bautizó y estudió con muchas mujeres que iban a misa todos los días. Tiempo después nos confesó que si le hubiéramos dicho que no podía ir a la iglesia, habría dejado de estudiar y probablemente nunca habría aprendido la verdad.
Nuevas asignaciones
Con el tiempo, Dorothy, otros cuatro misioneros y yo fuimos asignados a la ciudad italiana de Trieste, que en aquel entonces estaba ocupada por tropas británicas y americanas. Solo había unos diez Testigos, pero la cantidad aumentó. Predicamos en Trieste unos tres años; cuando nos fuimos, había cuarenta publicadores del Reino, diez de los cuales eran precursores.
Nuestra siguiente asignación fue la ciudad de Verona, donde no había ninguna congregación. Pero la Iglesia presionó a las autoridades a tal grado que nos vimos obligadas a marcharnos. A Dorothy y a mí nos asignaron a Roma, donde alquilamos una habitación amueblada y trabajamos en un territorio muy próximo al Vaticano. De allí Dorothy se fue al Líbano para casarse con John Chimiklis. Habíamos estado juntas más de doce años; la eché mucho de menos.
En 1955 se abrió una nueva casa misional en otra zona de Roma, en una calle llamada Nueva Vía Apia. Una de las cuatro hermanas de la casa era Maria Merafina, la chica que había puesto flores en nuestras habitaciones la noche que llegamos a Milán. En esta zona de la ciudad se formó una nueva congregación. Después de la asamblea internacional de Roma celebrada en aquel verano, tuve el privilegio de asistir a la asamblea de Nuremberg (Alemania). ¡Qué emocionante fue conocer a hermanos que habían aguantado tanto bajo el régimen de Hitler!
De vuelta a Estados Unidos
En 1956, debido a problemas de salud, regresé a Estados Unidos con permiso por enfermedad. Pero jamás desvié la vista del premio de servir a Jehová ahora y eternamente en su nuevo mundo. Hice planes para volver a Italia, pero conocí a Orville Michael, que servía en la sede mundial de los testigos de Jehová, en Brooklyn (Nueva York), y nos casamos después de la asamblea internacional de 1958 celebrada en Nueva York.
Al poco tiempo nos mudamos a Front Royal (Virginia), donde tuvimos el placer de servir en una pequeña congregación. Vivíamos en un reducido apartamento que había detrás del Salón del Reino. Finalmente, en marzo de 1960 tuvimos que regresar a Brooklyn en busca de trabajo seglar para pagar algunas facturas. Trabajamos limpiando bancos por la noche con la idea de seguir en el servicio de tiempo completo.
Mientras estábamos en Brooklyn, mi padre murió y mi suegra sufrió una apoplejía leve. De modo que decidimos mudarnos a Oregón para estar cerca de nuestras madres. Ambos encontramos trabajo de media jornada y seguimos sirviendo de precursores allí. En el otoño de 1964 atravesamos el país en automóvil acompañados de nuestras respectivas madres para asistir a la reunión anual de la Sociedad Watch Tower Bible and Tract en Pittsburgh (Pennsylvania).
Mientras visitábamos Rhode Island, un superintendente de circuito, Arlen Meier, y su esposa, nos animaron a mudarnos a la capital del estado, Providence, donde había más necesidad de publicadores del Reino. Nuestras madres nos instaron a aceptar esta nueva asignación, así que una vez que volvimos a Oregón, vendimos la mayor parte de las posesiones que teníamos en casa y nos mudamos.
De nuevo a la Escuela de Galaad
En el verano de 1965 asistimos a una asamblea en el Estadio Yanqui. Allí solicitamos ir a Galaad como matrimonio. Más o menos un mes después, nos llevamos la sorpresa de recibir las solicitudes, que tenían que entregarse en treinta días. Me preocupaba que me asignaran a un país distante, pues mi madre no andaba bien de salud. Pero ella me animó: “Envía esas solicitudes —me dijo—. Sabes que siempre debes aceptar todo privilegio de servicio que Jehová te ofrezca”.
Aquellas palabras zanjaron la cuestión. Llenamos las solicitudes y las enviamos. Fue una agradable sorpresa que nos invitaran a la clase 42, que empezó el 25 de abril de 1966. En aquel entonces la sede de la Escuela de Galaad estaba en Brooklyn (Nueva York). El 11 de septiembre de 1966, menos de cinco meses más tarde, nos graduamos 106 estudiantes.
Nos asignan a Argentina
Dos días después de la graduación, ya estábamos de camino a Argentina en las líneas aéreas peruanas. Cuando llegamos a Buenos Aires, Charles Eisenhower, el superintendente de la sucursal, fue a buscarnos al aeropuerto, nos ayudó con los trámites de la aduana y nos llevó a la sucursal. Disponíamos de un día para deshacer las maletas y organizarnos; después comenzarían nuestras clases de español. El primer mes estudiamos el idioma once horas al día. El segundo mes lo estudiamos a razón de cuatro horas diarias y empezamos a participar en el ministerio del campo.
Estuvimos cinco meses en Buenos Aires, y posteriormente nos asignaron a Rosario, una ciudad grande del norte que estaba a unas cuatro horas en tren. Tras servir allí por quince meses, nos enviaron a Santiago del Estero, una ciudad localizada aún más al norte, en una calurosa provincia desértica. Mientras estábamos allí, en enero de 1973, falleció mi madre. No la había visto en cuatro años. Lo que me ayudó a sobrellevar el dolor fue la esperanza segura de la resurrección, así como la certeza de que yo estaba sirviendo donde ella quería que estuviera. (Juan 5:28, 29; Hechos 24:15.)
Los habitantes de Santiago del Estero eran amigables, y se comenzaban estudios bíblicos fácilmente. Cuando llegamos, en 1968, unas veinte o treinta personas asistían a las reuniones, pero ocho años más tarde había más de cien en nuestra congregación. Además, había dos nuevas congregaciones en poblaciones cercanas, que tenían entre veinticinco y cincuenta publicadores.
De vuelta a Estados Unidos
Debido a ciertos trastornos de salud, en 1976 volvimos a Estados Unidos, donde nos asignaron a servir de precursores especiales en Fayetteville (Carolina del Norte). Allí había muchos hispanohablantes, originarios de América Central y del Sur, República Dominicana, Puerto Rico e incluso España. Conseguimos muchos estudios bíblicos, y con el tiempo se formó una congregación de habla española. Estuvimos casi ocho años en aquella asignación.
No obstante, teníamos que estar más cerca de mi suegra, que era bastante mayor y estaba imposibilitada. Vivía en Portland (Oregón), así que recibimos una nueva asignación en la congregación hispana de Vancouver (Washington), que no está lejos de Portland. La congregación era pequeña cuando llegamos, en diciembre de 1983, pero ahora asisten muchas personas nuevas.
En junio de 1996 cumplí cincuenta y tres años de servicio de tiempo completo y mi esposo cumplió cincuenta y cinco el 1 de enero del mismo año. Durante estos años he tenido el privilegio de ayudar a cientos de personas a conocer la verdad de la Palabra de Dios y dedicar su vida a Jehová. Muchos de estos hermanos sirven ahora de ancianos y ministros de tiempo completo.
A veces me preguntan si lamento no haber tenido hijos. Lo cierto es que Jehová me ha bendecido con muchos hijos y nietos espirituales. Sí, mi vida ha sido plena y gratificante en el servicio de Jehová, como la de la hija de Jefté, que pasó su vida sirviendo en el templo y nunca tuvo hijos debido a su gran privilegio de servicio. (Jueces 11:38-40.)
Todavía recuerdo el día en que me dediqué a Jehová siendo apenas una niña. La imagen que tengo del Paraíso sigue siendo igual de vívida ahora que en aquel entonces. Mis ojos y mi corazón continúan fijos en el premio de la vida eterna en el nuevo mundo de Dios. Sí, mi deseo es servir a Jehová bajo la gobernación de su Reino, no solo por cincuenta años, sino para siempre.
[Ilustración de la página 25]
Mi esposo y yo
[Ilustraciones de la página 23]
Dorothy Craden, con las manos sobre mis hombros, y otros precursores en 1943
En Roma (Italia) con otras misioneras en 1953