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  • Mi primer maratón
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¡Despertad! 1981
g81 8/5 págs. 27-28

Mi primer maratón

Al llegar a la marca de las 23 millas me pregunté: “¿Qué estoy haciendo aquí? ¡Debo estar loco!”

EMPECÉ por acompañar a un amigo en una carrera. No me gustó. Hacía frío y los músculos me dolían. ¡Entonces fue gustándome! Me sentía con las fuerzas renovadas, dormía más profundamente, perdí peso, podía respirar con mayor facilidad y la espalda ya no me dolía.

Estuve corriendo a intervalos por aproximadamente un año; entonces empecé a pensar en el maratón de Nueva York. ¿Podría llegar yo a la meta? Sabía que sería duro. Supongo que eso fue lo que lo hizo un desafío. Con cada kilómetro que corría, se me hacía más fácil. Finalmente, cierto día, dos meses y medio antes del acontecimiento, corrí 35 kilómetros, y entonces me di cuenta de que podía lograrlo. Me inscribí en el maratón.

El día de la carrera me levanté a las 5:30 de la mañana, tuve un desayuno de panqueques que me proporcionara carbohidratos, hice ejercicios estirando las extremidades, y salí con mi esposa hacia el lugar de la carrera.

Durante los primeros cinco kilómetros miré alrededor a otros corredores. Había jóvenes, viejos, algunos vestidos de modo extravagante, otros con pantalones vaqueros acortados. Había dos o tres hileras de personas a cada lado de las calles. Algunas personas gritaban palabras de estímulo, otras exhibían carteles que decían: “¡Estamos orgullosos de ti, papá!” o “¡Tú puedes, Roberto!” Un padre y su hijo de 10 años corrían juntos. “¿Qué lo ha llevado a entrar en la carrera?,” pregunté al padre. “Quise hacer algo en compañía de mi hijo,” me contestó. Ambos terminaron juntos después de cuatro horas.

Al llegar a la marca de 11 millas (18 kilómetros) me hallé corriendo con facilidad... como si se hubiese tratado de una simple carrera de un domingo. Hacia el frente veía cabezas que subían y bajaban, y detrás lo mismo: un mar de cabezas que subían y bajaban. Me resonaba en los oídos el golpeteo de miles de zapatos. Me sentía como parte de un ejército especial que estuviera invadiendo la ciudad de Nueva York.

Durante casi todo el recorrido iba pensando en lo que había leído sobre el correr largas distancias. Había que mantenerse relajado, respirar bien, no extralimitarse, fijarse en las señales que daba el cuerpo, tener cuidado con las superficies desiguales y los hoyos, beber agua antes de la carrera, y cada cinco kilómetros durante el recorrido. ¿Cómo se ayuda al que queda agotado por el calor? ¿Cómo se sabe si uno está próximo a ser víctima de esa condición? Alcancé a un hombre que había pasado por alto dos estaciones de agua... el calor lo agotó, experimentó calambres y no pudo terminar la carrera.

Al alcanzar la marca de 20 millas (32 kilómetros), a muchos les pareció que habían llegado al límite. Se sentían como si ya no pudieran seguir corriendo, tenían los músculos rígidos, y les parecía que iban a sufrir calambres. De entonces en adelante todo dependía de la fuerza de voluntad. A mí me sobrevino el sentimiento de que había llegado al límite cuando di la vuelta para entrar en el Parque Central, en la marca de las 23 millas (37 kilómetros). Me puse a pensar: “¿Qué estoy haciendo aquí? ¡Debo estar loco!” Cada colina baja me parecía una montaña.

Me puse a buscar la carita de mi esposa... al verla, sabría que la meta estaba cerca. Una ambulancia venía de la dirección opuesta, y pensé: “Yo podría haber sido el que está en ella.” Entonces alguien me gritó: “¡Sigue, que puedes!,” y me arrojó media naranja. A lo largo del trayecto las personas se habían alineado en las calles en dos o tres hileras, pero ahora la gente formaba un corredor con cinco y seis hileras de gente a cada lado, y nos vitoreaba como si ya hubiésemos ganado.

Llegué a la meta una hora después del que llegó primero en el maratón, pero pude completar la carrera, y rebosé de un sentimiento de logro. Cuando alcancé la meta me dieron algo de beber, anotaron en los registros el tiempo que me tomó hacer el recorrido y me dieron una medalla como muestra de que había finalizado la carrera. Mi esposa estaba allí para recibirme con un beso y un fuerte abrazo, y tenía ropa limpia para mí.

En casa aquella noche, quedé echado en cama sonriendo en la oscuridad, con la vista fija en el cielo raso. ¡Había corrido hasta el final el más grande maratón del mundo y me sentía maravillosamente bien!

No obstante, hay otra carrera que hace que me sienta aún mejor. El apóstol Pablo habló de ella cuando dijo: “¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, mas uno solo recibe el premio? ¡Corred de manera que lo consigáis! Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible. Así pues, y corro, no como a la ventura; y ejerzo el pugilato, no como dando golpes en el vacío.”—1 Cor. 9:24-26, Biblia de Jerusalén.

Tal vez yo pase una o dos horas a la semana corriendo al trote, pero como ministro dedico más de 50 horas a la semana a una carrera que es como la que Pablo menciona. Un maratón requiere que uno tenga aguante por tres o cuatro horas; la carrera del cristiano dura toda la vida. Dijo Pablo: “Corramos con aguante la carrera que está puesta delante de nosotros.” En otra ocasión, advierte: “Teniendo la palabra de vida asida con fuerza, para que tenga yo motivo para alborozarme en el día de Cristo, de que no corrí en vano, ni trabajé duro en vano.”—Heb. 12:1; Fili. 2:16.

El entrenamiento corporal me proporciona cierto grado de beneficio, pero siempre lo mantengo en posición subordinada, pues reconozco que el entrenamiento en la devoción piadosa es de mucho más beneficio, puesto que conduce a la vida eterna. (1 Tim. 4:8) Quisiera que todos los corredores se dieran cuenta de esto.—Contribuido.

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