Un “paramédico” relata su historia
CIERTO domingo por la mañana los “paramédicos” del cuerpo de bomberos de Huntington Beach, California, recibieron una llamada. Desde el otro lado de la línea telefónica, una voz desesperada gritó: “¡Vengan pronto! ¡Mi esposo se está muriendo!”. Cuando mi compañero y yo llegamos al hogar, vimos salpicaduras de sangre en cada habitación, y un hombre estaba tendido en el suelo agarrándose el cuello. Con cada latido del corazón, la sangre arterial le salía a chorros. Había ocurrido lo siguiente: Él había estado afuera bebiendo; al llegar a casa, le dio una paliza a su esposa, y ella le cortó el cuello con un cuchillo de carnicero que tenía una hoja de veintitrés centímetros. Le había cortado una de las arterias carótidas, que llevan sangre al cerebro. Con el pánico, él había ido corriendo por todo el apartamento.
Ahora estaba postrado en el suelo retorciéndose. Estaba convencido de que se estaba muriendo. Detuve la hemorragia mediante ponerle grapas en el cuello, comencé a darle alimentación intravenosa por los brazos, y así se fue reemplazando el volumen de la sangre con un sustitutivo de sangre llamado lactato de Ringer, que ensancha el volumen de la sangre. Entonces lo llevamos de prisa al hospital. Puesto que era domingo, había pocas personas para ayudar al cirujano en la sala de operaciones, de modo que yo le serví de asistente. Se le sacó a la víctima una vena de la pierna y se empalmó esta vena a la arteria carótida. Así, se le salvó la vida.
Durante mis años de servicio como paramédico, el rescatar a personas de una muerte inminente me ha proporcionado gran satisfacción. Pero lo más satisfaciente o remunerador fue el hecho de que estos sucesos dramáticos me hicieron entrar en razón en cuanto a otra obra salvavidas. Se trataba de una obra mucho más importante que la que yo estaba haciendo y tenía que ver con la vida de millones de personas, incluso la mía.
Mi relato empieza cuando yo tenía cinco años de edad. Mi padre se había hecho testigo de Jehová. Empezó a entrenar a mis dos hermanos y a mí para que fuéramos Testigos. Pero a los 16 años de edad me volví muy rebelde. La vida de Testigo era demasiado restrictiva para mí. Por eso, justamente antes de cumplir 17 años de edad, dije a mi padre que ya no quería seguir asistiendo a las reuniones ni predicar de casa en casa.
Bueno, él se sentó conmigo y, usando la Biblia, me explicó que, para él, lo más importante en la vida era amar a Jehová. Me dijo que, si yo iba a seguir viviendo bajo su techo, era preciso que yo asistiera a las reuniones y continuara participando en la predicación. Yo no podía comprender cómo alguien podía amar a este Dios Jehová por encima de su familia. De modo que dejé la casa de mi padre y fui a vivir con un amigo de la escuela secundaria.
Después de graduarme de la escuela secundaria, me esforcé principalmente por adquirir algunas de las cosas que me parecían realmente importantes. Además, seguí saliendo con una joven a quien había conocido en la escuela secundaria. A los 19 años de edad no solo creía que lo sabía todo, sino que también me parecía que estaba plenamente preparado para casarme. Por lo tanto, me casé con Pam, quien fue mi novia desde la escuela secundaria. Hemos permanecido casados por los pasados 15 años y tenemos dos hijitas. A medida que fui adquiriendo madurez, me di cuenta de que la vida no tenía que ver tan solo con el presente. ¿A qué condiciones se enfrentarían, dentro de 5 o 10 años, estas dos jovencitas a quienes yo había engendrado? ¿Qué les ofrecería este sistema de cosas? ¿Y qué podría ofrecerles yo?
Dejé el trabajo que tenía en un taller de máquinas, el cual requería que trabajara largas horas y no ofrecía oportunidad alguna para adelanto y emprendí la profesión de bombero. Trabajaba turnos de 24 horas, de modo que pasaba días enteros en casa. ¡Ahora tenía más tiempo disponible del que necesitaba!
Razoné así: ‘Simplemente usaré aquellos días suplementarios para ganar más dinero y adquirir más cosas’. Por lo tanto, conseguí un segundo empleo, éste en la construcción. Trabajaba turnos de 24 horas como bombero, y entonces iba a trabajar un día completo en la construcción. Regresaba a casa después de haber estado ausente unas 34 horas. Como era de esperar, se desarrolló tirantez en las relaciones familiares.
Fue para ese tiempo que el cuerpo de bomberos de Huntington Beach inició un programa para entrenar paramédicos. Me matriculé en éste y durante los siguientes ocho meses recibí un entrenamiento intensivo en la Universidad de California, en el Centro Médico de Irvine. Todo lo que aprendíamos en aquellos cursos de 16 horas diarias se relacionaba con la medicina de emergencia. Médicos llamados traumatólogos, que habían recibido una formación especial, nos instruyeron en cuanto a cómo tratar con situaciones de vida o muerte, no en una sala de operaciones esterilizada de un hospital, sino en casas consumidas por fuego, en automóviles destrozados, en callejones sucios, en bares llenos de humo, en solares vacantes o en cualesquier otros lugares. Por incontables horas, permanecí al lado de cirujanos en salas de operaciones de emergencia y les observé llevar a cabo intervenciones quirúrgicas de corazón abierto o de pulmón abierto, o les vi recomponer cuerpos destrozados.
Durante este período de entrenamiento me di cuenta de lo frágil que es la vida. Reflexioné sobre lo que mi padre me había enseñado acerca de Dios, el Creador. En muchas ocasiones, recordé también las palabras del salmista David, quien dijo con admiración temerosa: “De manera que inspira temor estoy hecho maravillosamente” (Salmo 139:14). Empecé a darme cuenta de la sabiduría divina y del diseño de Sus creaciones, y esto no solo en el caso del cuerpo humano, sino también en el de los animales, las plantas, la Tierra y los miles de millones de galaxias con sus billones de estrellas.
Y entonces, a medida que llegué a estar consciente de estas cosas, recordé muchas de las palabras de mi padre. Recordé que, años después de haberme ido de casa, hubo ocasiones en que él me hacía falta. Él siempre estaba disponible, lleno de amor y bondad. Nunca me dio por perdido. Siempre se ocupaba de que me llegaran las revistas La Atalaya y ¡Despertad! adondequiera que yo iba. Sobre todo, recuerdo haber aprendido la siguiente lección: Nunca se dé por vencido en lo que tiene que ver con sus hijos... ¡nunca! Uno nunca sabe... puede ser que algo les conmueva, como sucedió en el caso del hijo pródigo de la parábola de Jesús y como sucedió en mi caso, y tal vez vuelvan y sirvan a Jehová. (Lucas 15:11-24.)
Después de completar el curso de estudios de ocho meses para llegar a ser paramédico, hice un viaje de vacaciones de dos meses con mi familia. Durante aquellos dos meses se sanaron algunas de las heridas que habían resultado de las relaciones tirantes dentro del círculo familiar. De hecho, volví a enamorarme de mi esposa. Me di cuenta de que la había desatendido y de que no había mejor recompensa para un hombre que el tener una esposa amorosa que le dé su apoyo. También llegué a comprender que lo mejor que uno puede hacer para sus hijos es darles de uno mismo.
Después que regresamos de las vacaciones, dije a mi esposa que me parecía que necesitábamos tener un estudio bíblico de familia. Le dije que me gustaría que un testigo de Jehová lo condujera. Bueno, a Pam le habían enseñado a odiar a los testigos de Jehová. Por eso quedé sorprendido y encantado al ver que ella accedió de buena gana a tener el estudio. Empezamos a estudiar y un año después, en 1974, nos bautizamos.
Ya he mencionado que, durante el período de entrenamiento, llegué a darme cuenta de lo frágil que es la vida, pero al ejercer las funciones de paramédico quedé impresionado cuando vi lo tenazmente que el cuerpo se apega a la vida y lucha por sanar heridas sumamente horribles.
Un caso que ilustra esto es el de la puñalada que se describe al principio de este relato. Como ya se ha dicho, la víctima de la puñalada no murió, pero sí perdió parcialmente el habla como también el uso del brazo derecho y de la pierna derecha. Esto se debió a que el abastecimiento de sangre que debía ir al cerebro disminuyó. Visité a la víctima mientras estuvo recuperándose. Yo solía hacer esto en el caso de las personas a quienes había ayudado. Tales visitas me proporcionaban la oportunidad de testificarles acerca de la esperanza que tenemos respecto al Reino de Dios. Expliqué al herido que actualmente solo se estaba restableciendo de manera temporera, y que era posible que se restableciera de manera permanente aquí sobre la Tierra bajo el dominio del Reino. Mi esposa y yo estudiamos la Biblia con este matrimonio por cuatro meses. Con el tiempo se separaron, pero lo último que supimos acerca de él fue que seguía estudiando con los Testigos.
En otra ocasión, respondí a una llamada que tenía que ver con alguien que estaba ahogándose. Cuando mi compañero y yo llegamos a donde se nos había pedido acudir, encontramos que un vecino acababa de sacar a una niña de siete años de edad del fondo de una piscina. A la niña no le latía el corazón y ella tampoco respiraba. En la profesión médica esta condición se llama muerte aparente. Ella aún no estaba biológicamente muerta. Todavía tenía la chispa de vida. Le suministramos alimentación intravenosa y drogas cardíacas, y procuramos estimular el corazón con electrochoques a fin de que comenzara a latir de nuevo.
Para este tiempo, los padres habían llegado. Ambos se pusieron histéricos y fue necesario sujetarlos. Tratamos a la niña al lado de la piscina por 22 minutos sin que le latiera el corazón y sin que ella respirara por su cuenta. Siempre que tratamos un caso mantenemos comunicación por teléfono con un médico que se encuentra en un hospital central, y en este caso el médico nos dijo que nos diéramos por vencidos y lleváramos a la niña al hospital. Pero nos parecía que estábamos a punto de reavivarla, de modo que él nos dio permiso para que siguiéramos tratándola por un poco más de tiempo.
Seguimos aplicando el método de resucitación cardiopulmonar. Atravesé la cavidad pectoral con una inyección hasta llegar al corazón. ¡Pudimos oír un leve latido del corazón! Seguimos respirando por ella, pero a medida que el corazón iba latiendo con mayor fuerza, ella empezó a respirar a solas. La niña sobrevivió. Llegó a sufrir cierto grado de daño cerebral que le dejó con las piernas débiles, pero debido a que era joven respondió muy bien al tratamiento de rehabilitación y ahora, después de siete años, está en excelentes condiciones.
Un día, mientras iba de casa en casa con el mensaje del Reino, una señora se enojó mucho conmigo. Me dijo que me fuera y me siguió hasta la calle, discutiendo a medida que me seguía. Al llegar a la calle, me volví y le pregunté: “¿No es éste el hogar donde, hace seis meses, un bebé dejó de respirar y lo creían muerto?” Ella me miró completamente sorprendida. En voz baja me preguntó: “¿Cómo sabe usted eso?”
“Yo soy el paramédico que le salvó la vida.”
No hice esto para que ella se sintiera mal, sino para darle a conocer que los testigos de Jehová servimos a la comunidad, y que no somos como ella nos acusó de ser, simplemente personas fastidiosas que no dejan tranquila a la gente los fines de semana. Ella me invitó a entrar. Hablamos por unos 20 minutos acerca de la obra de los testigos de Jehová y el motivo por el cual llamamos a las puertas de las personas. Le dejé una Atalaya y una ¡Despertad!
Ocurrió algo parecido mientras mi esposa iba de casa en casa con el mensaje del Reino. Se acercó a un señor de mayor edad, y éste le dijo bruscamente: “¡No quiero eso! ¡Sálgase de aquí!” En ese momento yo estaba hablando con otra persona en otro hogar, pero cuando Pam y yo nos encontramos y regresábamos juntos, ella me dijo lo que había sucedido. Pasamos por la casa del señor. Él estaba afuera. Lo reconocí. Su esposa había sufrido una severa apoplejía y casi había muerto. Yo fui el paramédico que respondió a su llamada. Así, me acerqué a él, con mi esposa a mi lado y le pregunté: “¿Cómo está su esposa?” También le presenté a mi esposa. Quería que él supiera que la persona a quien él había tratado bruscamente era mi esposa, y que yo también estaba envuelto en la obra de educación bíblica. Esto le hizo reflexionar. Él le pidió disculpas a Pam.
En otra ocasión, llegué a una puerta y una señora contestó. Le dije mi nombre y me puse a hablarle. “¡Espere un minuto!”, dijo ella, interrumpiéndome. “¡Usted de veras es Larry Marshburn! ¡Me acuerdo de usted! ¡Usted sacó a mi esposo de un avión que se estaba quemando!” Pasó a decir: “Usted fue tan amable conmigo, y me aseguró que mi esposo no moriría y que quedaría bien”. Él no murió, pero sí sufrió quemaduras graves. Ella había recordado mi nombre. Tuvimos una visita agradable y le dejé literatura bíblica.
Tales situaciones surgieron repetidas veces, y no solo al ir de casa en casa. En el mercado, o en la calle, había quienes me decían: “Usted trató a mi hijita”, o “usted salvó a mi madre”, y así por el estilo. Éste era un gran galardón.
Pero no todas las llamadas a las que respondí fueron remuneradoras. En un caso, una señora me agarró el brazo y me dijo: “Voy a morir”. Ella sí murió, una muerte aparente. Mi compañero y yo nos pusimos a utilizar el método de resucitación cardiopulmonar. Cada vez que hacíamos que el corazón le latiera de nuevo, el latido volvía a cesar. La tratamos por tres horas, y finalmente la reanimamos. Las primeras palabras que me dijo fueron: “Debería haberme dejado morir”. “¡Oh no!”, gruñí yo. Se trataba de una señora de mayor edad que estaba enferma y cansada de vivir. La llevamos al hospital. Tenía el corazón tan dañado que le pusieron un marcapasos. Lo último que supe fue que seguía viviendo.
Al responder a otra llamada, me encontré con tres bomberos de una estación de bomberos cercana, los cuales habían llegado al hogar antes que yo. Estaban sentados en la sala y tenían los ojos lagrimosos. Uno de ellos me hizo una señal en dirección a la cocina. Un matrimonio de mayor edad estaba tendido en el suelo; ambos estaban muertos. El hombre había sido paralítico, pues no tenía piernas. Se trataba de un acto deliberado de asesinato y suicidio. La mujer, su esposa, se había echado en el suelo, con la cabeza sobre una almohada, dando las espaldas a su esposo, y él le había pegado un tiro en la parte trasera de la cabeza. Luego él se había echado al lado de ella, la había abrazado, y entonces él mismo se había pegado un tiro en la cabeza. En las notas que dejaron para sus hijos, los esposos daban a conocer que se amaban mutuamente, pero que los problemas económicos y de salud habían llegado a ser demasiado para ellos, y que los dos se habían cansado de vivir. Habían resuelto morir juntos. Ésta fue una tragedia muy conmovedora. Por eso no era extraño que los bomberos tuvieran los ojos lagrimosos.
Durante mis cinco años de servicio como paramédico (ahora doy discursos por todos los Estados Unidos sobre la prevención de incendios, pero todavía sirvo de paramédico unas cuantas veces al mes), vi morir a 70 u 80 personas. La mayor parte de ellas se aferraban a la vida, se agarraban a ella desesperadamente. Vi esto muy a menudo.
Hasta ahora, al cerrar los ojos puedo ver a aquel joven que quedó entrampado en un automóvil que se había volcado e incendiado. Entré por la ventana arrastrándome y simplemente lo agarré, él estaba aterrorizado, y me rogaba que lo salvara. Yo sabía que él iba a morir. Sabía algo que él no sabía... él tenía la mitad inferior del cuerpo destrozada a tal grado que era irreparable. No podíamos sacarlo de entre los restos. Simplemente le sujeté la cabeza y seguí hablándole hasta que murió.
Al desempeñar mi trabajo, veo muchísimos casos de abuso de drogas. Recuerdo haber respondido a una llamada tras otra de personas que habían usado la droga fenilciclidina clorhidrato... PCP (abreviatura en inglés que significa píldora de fenilciclidina), droga a la cual comúnmente se le llama “polvo de ángel”. Ésta afecta la mente y resulta en arrebatos muy breves y esporádicos durante los cuales la persona que ha tomado la droga despliega fuerza increíble.
En cierta ocasión, a la una de la mañana, nos llamó la madre de un joven. Ella no podía hacer que él respondiera a ninguna de las medidas que ella tomó. Cuando llegamos al hogar, él estaba sentado en un sofá en la sala. Tenía una estatura de más de un metro y medio, era muy delgado, y pesaba como sesenta kilos. Dos oficiales de policía estaban presentes pidiendo información a la madre.
Mi compañero y yo tratamos de comunicarnos con él, pero él estaba “ido”, estaba alucinando. No movía los ojos ni pestañeaba, y tenía los brazos y las piernas estirados rígidamente. Los había tenido así por 30 minutos. Siéntese usted en una silla y trate de mantener los brazos y las piernas estirados por tres minutos, y entonces recuerde esto: ¡Él lo hizo por un período que era 10 veces más largo! Empezamos por medirle los signos vitales... la tensión arterial, el latido del corazón, la respiración y así por el estilo. Su condición parecía estable y él aparentemente no estaba en ningún verdadero peligro. Así, decidimos transportarlo al hospital. En ese momento aún no sabíamos qué droga había tomado, pero uno de los oficiales de policía sospechaba que fuera PCP.
Para ese tiempo la ambulancia había llegado y estaban presentes seis personas del personal de emergencia. Cuando nos pusimos a levantarlo para colocarlo en la camilla, él estalló y se puso en acción. Literalmente nos tiró a nosotros seis de encima de él. Recuerdo que estuve sobre sus espaldas con el brazo alrededor de su cuello, ¡y él simplemente estiró el brazo hacia atrás, me agarró de la camisa, literalmente me levantó por encima de su cabeza y me lanzó al suelo! Tengo casi dos metros de alto y peso 85 kilos, ¡pero él me lanzó como si yo hubiese sido una bolsa de azúcar de dos kilos! Finalmente los seis logramos agarrarlo, ponerle las esposas y amarrarlo a la camilla. Él no murió. Por lo general, la droga PCP no causa la muerte, pero según dice cierto farmacólogo que ha hecho un estudio especial de la droga, si se usa continuamente, puede “freír” el cerebro... según él lo expresó. Cuando alguien llega a ese extremo, no puede hablar ni pensar por sí mismo.
En otra ocasión, la policía nos llamó a mi compañero y a mí desde una playa, donde se estaba llevando a cabo una fiesta estrepitosa. La policía trataba de contener a un hombre que había tomado PCP. Con nuestra ayuda, la policía finalmente logró ponerle las esposas. Las esposas que usa la policía están bien hechas, pues una fuerte cadena de acero conecta las dos esposas. Bueno, ¡aquel joven se puso tan furioso que rompió la cadena que conectaba las dos esposas! Los dos oficiales de policía, junto con el otro paramédico y yo, tuvimos que hacer todo lo posible por tumbar al hombre. De hecho, uno de los oficiales finalmente tuvo que usar su garrote para subyugar al hombre. Entonces, le pusieron dos pares de esposas, y lo llevamos al hospital.
Estos dos ejemplos ilustran vívidamente el hecho de que la droga PCP imparte fuerzas tan fenomenales que es imposible creerlo a menos que uno lo vea. Y aun cuando uno lo ve, todavía es increíble.
La heroína es otra droga que encontramos repetidas veces. Ésta deprime el sistema nervioso central y hace cesar la respiración. Acudí a una llamada que tenía que ver con un hombre que había sufrido un colapso debido a haber usado la heroína. Estaba rodeado de otras personas que también estaban bajo la influencia de la heroína. Él aún tenía la aguja metida en el brazo. Había dejado de respirar y estaba amoratado. Le suministré alimentación intravenosa y mi compañero le colocó un tubo dentro de la garganta para que pudiéramos respirar por él. Empezó a ponerse de color rosado y le suministramos un poco de “narcan”, que en inglés es una abreviatura para “antagonista de narcóticos”. Casi inmediatamente, esta sustancia contrarresta los efectos de la heroína. (Sin embargo, no hay droga que pueda contrarrestar los efectos de la droga PCP.) El hombre se reanimó en cuestión de segundos. Cuando los demás adictos vieron eso, se pusieron a amenazarnos, pues querían quitarnos el “narcan”. Querían tenerlo para poder usar la heroína de manera menos arriesgada.
No hay palabras que puedan hacer entender a los jóvenes el daño que las drogas causan a la mente y al cuerpo, aun 5 o 10 años después que dejan de usarlas. Rehúsan creer esto porque no quieren creerlo. Si yo pudiera llevarlos conmigo por tan solo un día a la sala de los enfermos mentales del Centro Médico de UCI y dejar que vean a personas que han estado envueltas en el abuso de las drogas por muchos años —pacientes paranoicos y catatónicos— tal vez se les abrieran los ojos. He visto a personas que han tenido más de 1.000 experiencias con la droga LSD, y éstas prácticamente ya no son seres humanos. Han perdido la mente. Son casi vegetales.
El ser paramédico y también testigo de Jehová es una combinación única. Como paramédico, ayudo a personas heridas a que se restablezcan, y hasta les hago volver de la muerte aparente. Es un trabajo satisfaciente. El enseñar a las personas las verdades acerca del Reino de Jehová en manos de Cristo y sanarlas en sentido espiritual, y hasta hacer que vuelvan a la vida desde el punto de vista espiritual, produce aún más satisfacción. El bien que hago como paramédico es temporero; el bien que hago en sentido espiritual puede llegar a ser eterno en una Tierra paradisíaca. Al trabajar como “paramédico”, veo mucho sufrimiento; en la obra que efectúo como Testigo puedo mostrar cómo dicho sufrimiento será reemplazado por salud permanente, felicidad y vida eterna. Me duele el corazón cuando veo tanto lamento y dolor y muerte, pero se me llena de gozo cuando recuerdo la siguiente promesa de Jehová:
“La tienda de Dios está con la humanidad, y él residirá con ellos, y ellos serán sus pueblos. Y Dios mismo estará con ellos. Y él limpiará toda lágrima de sus ojos, y la muerte no será más, ni existirá ya más lamento ni clamor ni dolor. Las cosas anteriores han pasado”. (Revelación 21:3, 4.)
¡Cuán feliz estoy de que recobré el buen sentido, como el hijo pródigo, y regresé a mi Padre celestial, Jehová Dios!—Como lo relató Larry Marshburn.
[Comentario en la página 6]
Durante este período de entrenamiento me di cuenta de lo frágil que es la vida
[Comentario en la página 7]
Atravesé la cavidad pectoral con una inyección hasta llegar al corazón. ¡Pudimos oír un leve latido del corazón!
[Comentario en la página 8]
“¿No es éste el hogar donde, hace seis meses, un bebé dejó de respirar y lo creían muerto?”
[Comentario en la página 8]
Simplemente le sujeté la cabeza y seguí hablándole hasta que murió
[Comentario en la página 9]
Me agarró de la camisa, literalmente me levantó por encima de su cabeza y me lanzó al suelo
[Comentario en la página 10]
¡Rompió la cadena que conectaba las dos esposas!
[Ilustración en la página 11]
Como paramédico, veo mucho sufrimiento; como Testigo puedo mostrar cómo se pondrá fin a dicho sufrimiento