DIVIESO
Forúnculo o hinchazón dolorosa y localizada de la piel que no proviene de herida previa, sino de la infección causada por bacterias que invaden los folículos capilares o las glándulas sudoríparas o sebáceas; en hebreo recibe el nombre de schejín. El divieso comienza con una pequeña hinchazón rojiza, luego supura algo de pus y después una pequeña masa blanda llamada vulgarmente clavo. En una zona afectada pueden desarrollarse varios diviesos. El carbúnculo es más peligroso que el forúnculo y abarca una zona más grande. Puede ocasionar un dolor más intenso e ir acompañado de dolores de cabeza, fiebre y postración. En algunas ocasiones es mortal.
Cuando Jehová envió la sexta plaga sobre Egipto, tanto los egipcios como sus animales fueron plagados con dolorosos “diviesos con ampollas”. (Éx 9:8-11.) Debieron ser hinchazones purulentas, ampollas pustulosas que tal vez cubrían amplias zonas de la piel. Sin embargo, debido a la sucinta descripción bíblica de estas erupciones, es imposible relacionarlas hoy con una infección cutánea específica.
A los israelitas se les advirtió que la desobediencia a Dios resultaría en que se les hiriese “con el divieso de Egipto”. Además se les dijo: “[Se] te herirá con un divieso maligno [heb. bisch·jín·raʽ] sobre ambas rodillas y ambas piernas, del cual no podrás ser sanado, desde la planta de tu pie hasta la coronilla de tu cabeza”. (Dt 28:15, 27, 35.)
La Ley decía que en la zona de la piel donde hubiese sanado un divieso podía aparecer una erupción o roncha leprosa. Se daban casos en los que los síntomas eran de tal naturaleza que inmediatamente se pronunciaba inmundo y leproso al afectado; en otros, se imponía una cuarentena de siete días. Si más tarde se comprobaba que la afección no se extendía, se diagnosticaba que solo era “una inflamación del divieso” y el sacerdote declaraba limpia a la persona. (Le 13:18-23.)
Satanás hirió a Job con “un divieso maligno [heb. bisch·jín·raʽ] desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza”. (Job 2:7.) Hoy se desconoce el nombre médico concreto de la enfermedad que Job padeció, pero debió causarle una gran agonía, pues tuvo que rascarse con una tejuela (Job 2:8); su carne estuvo cubierta de cresas; su piel, de costras (Job 7:5); su aliento se hizo hediondo (Job 19:17); sintió que los dolores le roían, y vio cómo se le ennegrecía y desprendía la piel (Job 30:17, 30).
También el rey Ezequías de Judá padeció de un divieso del que “enfermó de muerte”. Isaías recomendó que le aplicasen una cataplasma de higos secos comprimidos, y con este remedio empezó a revivir poco a poco. (2Re 20:1, 7; Isa 38:1, 21.) No obstante, su recuperación no solo se debió a esta cura, sino a la intervención de Jehová. (2Re 20:5.)