PECADO
Este término se traduce de la palabra hebrea jat·tá’th y la griega ha·mar·tía. En ambas lenguas las formas verbales (heb. ja·tá’; gr. ha·mar·tá·no) significan “errar” en el sentido de errar o no alcanzar una meta, camino, objetivo o blanco exacto. En Jueces 20:16 se utiliza ja·tá’ (en una frase negativa) para describir a los benjamitas como ‘personas que podían tirar piedras con honda a un cabello y no erraban’. Los escritores griegos a menudo utilizaban ha·mar·tá·no con respecto a un lancero que yerra su blanco.
Ambas palabras se utilizaban para referirse a errar o no alcanzar, no simplemente objetivos o metas físicos (Job 5:24), sino también morales o intelectuales. Proverbios 8:35, 36 dice que el que halla sabiduría piadosa halla vida, pero ‘el que no alcanza (heb. ja·tá’) la sabiduría le está haciendo violencia a su alma’, llevándola a la muerte. En las Escrituras tanto el término hebreo como el griego se refieren principalmente al acto de pecar o errar el objetivo por parte de las criaturas inteligentes de Dios con respecto a su Creador.
Desde el punto de vista bíblico, el “pecado” (jat·tá’th; ha·mar·tía) es básicamente algo que no está en armonía o que es contrario a la personalidad, las normas, los caminos y la voluntad de Dios; es algo que perjudica la relación de uno con Dios. Puede ser en palabra (Job 2:10; Sal. 39:1), en hecho (cometiendo actos incorrectos [Lev. 20:20; 2 Cor. 12:21] o dejando de hacer lo que debería hacerse [Núm. 9:13; Sant. 4:17]), o en actitud mental o de corazón. (Pro. 21:4; compárese también con Romanos 3:9-18; 2 Pedro 2:12-15.) Por consiguiente, el pecado empaña el reflejo que hace el hombre de la gloria y la semejanza de Dios; hace al hombre impío, es decir inmundo, impuro, manchado en un sentido espiritual y moral. (Compárese con Isaías 6:5-7; Salmos 51:1, 2; Ezequiel 37:23; véase SANTIDAD.) La falta de fe en Dios es un pecado grave, pues en realidad envuelve falta de confianza o de fe en su capacidad de realizar lo que se propone. (Heb. 3:12, 13, 18, 19.)
LA INTRODUCCIÓN DEL PECADO
El pecado tuvo lugar primero en la región de los espíritus antes de introducirse en la Tierra. Desde tiempos inmemoriales había prevalecido en el universo una completa armonía con Dios. Pero esa armonía fue interrumpida por una criatura espíritu a la que se alude simplemente como el Resistidor, Adversario (heb. Sa·tán; gr. Sa·ta·nás; Job 1:6; Rom. 16:20), el principal Acusador Falso o Calumniador (gr. Di·á·bo·los) de Dios. (Heb. 2:14; Rev. 12:9.) Por consiguiente, el apóstol Juan dice: “El que se ocupa en el pecado se origina del Diablo, porque el Diablo ha estado pecando desde el principio”. (1 Juan 3:8.)
Por la expresión “desde el principio” Juan claramente se refiere al principio de la carrera de oposición de Satanás (tal como en 1 Juan 2:7; 3:11 se utiliza “principio” para referirse al comienzo del discipulado de los cristianos). Las palabras de Juan muestran que, una vez hubo cometido el pecado, Satanás continuó su proceder pecaminoso. Por consiguiente, cualquier persona que “hace del pecado su ocupación o práctica” (The Expositor’s Greek Testament, vol. V, pág. 185) está demostrando ser ‘hijo’ del Adversario, descendiente espiritual que refleja las cualidades de su “padre”. (Juan 8:44; 1 Juan 3:10-12.)
Ya que el cultivar un deseo incorrecto hasta el punto de que se haga fértil precede a que se ‘dé a luz el pecado’ (Sant. 1:14, 15), la criatura espíritu que se volvió opositora ya se había empezado a desviar de la justicia, había experimentado desamor para con Dios, antes de la verdadera manifestación del pecado.
La sublevación en Edén
La voluntad de Dios expresada a Adán y su esposa era principalmente positiva, enumerando cosas que tenían que hacer. (Gén. 1:26-29; 2:15.) Adán recibió un solo mandato negativo: la prohibición de comer (o tocar) el árbol del conocimiento de lo bueno y lo malo. (Gén. 2:16, 17; 3:2, 3.) La prueba de obediencia y devoción que Dios le puso al hombre se destaca por el respeto que mostró a su dignidad. Con ella Dios no le atribuyó nada malo a Adán; no utilizó como prueba la prohibición de cometer, por ejemplo: bestialidad, asesinato, o alguna otra acción similar vil o degradada. Dios no dio a entender que creía que Adán pudiera tener guardadas inclinaciones despreciables. El comer era normal, apropiado, y a Adán se le había dicho que “[comiese] hasta quedar satisfecho” de lo que Dios le había dado. (Gén. 2:16.) Pero Dios ahora probó a Adán por medio de restringirle de comer del fruto de este árbol específico. Con esto Dios hizo que el comerlo simbolizara que el que comía llegaba a disponer de un conocimiento que le permitía decidir por sí mismo lo que era “bueno” y lo que era “malo” para el hombre. Por consiguiente, Dios no le impuso ninguna penalidad a Adán ni le atribuyó nada que desmereciera su dignidad como hijo humano de Dios.
La mujer fue la primera pecadora humana. La tentación a la que fue sometida por parte del adversario de Dios, quien utilizó a una serpiente como medio de comunicación, no consistió en un llamamiento abierto a la inmoralidad de naturaleza sensual. Más bien, hacía gala de ser un llamamiento al deseo de tener una supuesta elevación intelectual y libertad. Después de primero hacer que Eva repitiese la ley de Dios, que sin duda habría recibido por medio de su esposo, el tentador atacó la veracidad y la bondad de Dios. Aseveró que el comer el fruto del árbol prescrito no resultaría en muerte sino en iluminación y aptitud como la de Dios para determinar por uno mismo lo que era bueno o malo. Esa declaración revela que para aquel tiempo el corazón del tentador estaba completamente alejado de su Creador, y sus palabras constituyeron una clara contradicción de lo que Dios había dicho y una calumnia disimulada contra Dios. Él no acusó a Dios de haberse equivocado inconscientemente sino de deliberadamente tergiversar las cosas, diciendo: “Porque Dios sabe […]”. Al analizar los métodos a los cuales se rebajó este espíritu para lograr sus fines, llegando a ser un mentiroso y engañador, un asesino impulsado por su ambición, puede verse la gravedad del pecado y la naturaleza detestable de su desamor, ya que él obviamente conocía las consecuencias fatales de lo que estaba sugiriendo a Eva. (Juan 8:44.)
Como revela el relato, el deseo impropio empezó a obrar en la mujer. En lugar de reaccionar sintiendo completa repugnancia y justa indignación por oír que se ponía en duda la justicia de la ley de Dios, ella llegó a mirar al árbol como algo deseable. Codició lo que correctamente le pertenecía a Jehová Dios como su Soberano: su aptitud y prerrogativa de determinar lo que es bueno o malo para sus criaturas. Por consiguiente, ella ahora estaba empezando a conformarse a los caminos, las normas y la voluntad del opositor, en contradicción con su Creador y con su cabeza divinamente nombrado, su esposo. (1 Cor. 11:3.) Confiando en las palabras del tentador, ella se dejó seducir, comió del fruto y así puso de manifiesto el pecado que había nacido en su corazón y en su mente. (Gén. 3:6; 2 Cor. 11:3; compárese con Santiago 1:14, 15; Mateo 5:27, 28.)
Más tarde, cuando su esposa se lo ofreció, Adán tomó del fruto. El apóstol muestra que el pecado del hombre difirió del de su esposa en el sentido de que Adán no fue engañado por la propaganda del tentador, y por consiguiente no hizo ningún caso de la alegación de que el comer del árbol podía hacerse con impunidad. (1 Tim. 2:14.) Por lo tanto el que Adán comiera tuvo que deberse a su deseo por su esposa, de modo que él ‘escuchó la voz de ella’ más bien que la de su Dios. (Gén. 3:6, 17.) Se conformó a los caminos y a la voluntad de ella y, a través de ella, a los del adversario de Dios. Por lo tanto, él ‘erró el blanco’, no actuó a la imagen y semejanza de Dios, no reflejó la gloria de Dios, y de hecho, insultó a su Padre celestial.
LOS EFECTOS DEL PECADO
El pecado hizo que el hombre ya no estuviera en armonía con su Creador. No solo dañó sus relaciones con Dios, sino también sus relaciones con el resto de la creación de Dios, haciendo daño incluso al propio hombre, a su mente, corazón y cuerpo. Trajo consecuencias sumamente funestas sobre la raza humana.
La conducta de la pareja humana inmediatamente reveló esta falta de armonía. El que cubrieran ciertas partes de su cuerpo, que había sido hecho por Dios, y el que después intentaran esconderse de Él, eran evidencias claras del alejamiento que se había producido dentro de su mente y corazón. (Gén. 3:7, 8.) De manera que el pecado introdujo en ellos sentimientos de culpabilidad, ansiedad, inseguridad y vergüenza. Esto ilustra la idea que el apóstol destacó en Romanos 2:15: la ley de Dios está ‘escrita en el corazón del hombre’; por lo tanto el violar esa ley ahora produjo un trastorno en el interior del hombre, y su conciencia le acusó de haber actuado mal. Por decirlo así, el hombre tenía incorporado un detector de mentiras que hacía imposible que escondiese su condición pecaminosa ante su Creador. Respondiendo a la excusa que el hombre le dio por su cambiada actitud para con su Padre celestial, inmediatamente Dios preguntó: “¿Del árbol del que te mandé que no comieras has comido?”. (Gén. 3:9-11.)
Para ser consecuente consigo mismo, así como para el bien del resto de su familia universal, Jehová Dios no podía aprobar tal proceder pecaminoso ni por parte de sus criaturas humanas ni por parte del hijo espíritu que se había rebelado. Manteniendo su santidad, Dios les impuso a todos ellos, con toda justicia, la sentencia de muerte. La pareja humana fue luego expulsada del jardín de Dios en Edén, y por lo tanto se le cortó el acceso a aquel otro árbol al que Dios había designado como el “árbol de la vida”. (Gén. 3:14-24.)
Los resultados para con la humanidad en conjunto
Romanos 5:12 dice que “por medio de un solo hombre el pecado entró en el mundo y la muerte mediante el pecado, y así la muerte se extendió a todos los hombres porque todos habían pecado”. (Compárese con 1 Juan 1:8-10.) El apóstol continúa diciendo que la muerte había gobernado como rey “desde Adán hasta Moisés, aun sobre los que no habían pecado a la semejanza de la transgresión de Adán”. (Rom. 5:14.) El pecado de Adán se llama correctamente una “transgresión” ya que fue “traspasar” una ley declarada, un mandamiento expreso que Dios le había dado. Además, al tiempo de pecar, Adán gozaba de libre albedrío como humano perfecto, libre de incapacidades, una condición de la que su prole obviamente nunca ha disfrutado. Así, estos factores no parecen encajar con el punto de vista sostenido por algunos de que ‘cuando Adán pecó todos sus descendientes todavía por nacer pecaron con él’. Para que a todos los descendientes de Adán se les considerara responsables de participar en el pecado personal de Adán, se requeriría por su parte que hubieran expresado el deseo de tenerlo como su cabeza de familia. Sin embargo ninguno de ellos en realidad decidió nacer de él; el que las personas nazcan en el linaje de Adán es el resultado de la voluntad de sus padres. (Juan 1:13.) Por consiguiente, la evidencia indica que el pecado pasó de Adán a las generaciones sucesivas debido a la reconocida ley de la herencia. (Sal. 51:5.)
Las palabras de Pablo también señalan a esta conclusión cuando él dice que “así como mediante la desobediencia del solo hombre [Adán] muchos fueron constituidos pecadores, así mismo, también, mediante la obediencia de la sola persona [Cristo Jesús] muchos serán constituidos justos”. (Rom. 5:19.) Todos los que fuesen “constituidos justos” por la obediencia de Cristo no serían constituidos justos en el mismísimo momento en que Cristo presentara su sacrificio de rescate a Dios, sino que vendrían a estar bajo los beneficios de ese sacrificio progresivamente, al ejercer fe en esa provisión y llegar a reconciliarse con Dios. (Juan 3:36; Hech. 3:19.) Así también, todas las generaciones de descendientes de Adán han sido constituidas pecadoras al ser concebidas en el linaje de Adán por sus padres, quienes son pecadores innatos.
El poder y el salario del pecado
“El salario que el pecado paga es muerte” (Rom. 6:23) y por haber nacido del linaje de Adán todos los hombres han llegado a estar bajo la “ley del pecado y de la muerte”. (Rom. 8:2; 1 Cor. 15:21, 22.) El pecado, junto con la muerte, ‘ha reinado’ sobre la humanidad, esclavizándola, sometiéndola a la esclavitud a la que fue vendida por Adán. (Rom. 5:17, 21; 6:6, 17; 7:14; Juan 8:34.) Estas declaraciones muestran que el pecado no solo se considera como la comisión (u omisión) de ciertas acciones sino también como una ley, principio gobernante o fuerza que opera en los humanos, a saber, la inclinación innata que han heredado de Adán para cometer el mal. De modo que su herencia adámica ha producido ‘debilidad de la carne’, imperfección. (Rom. 6:19.) La “ley” del pecado obra continuamente en sus miembros, intentando en realidad controlar su proceder, someterles a su finalidad, la cual nunca es la meta correcta de estar en armonía con Dios. (Rom. 7:15, 17, 18, 20-23; Efe. 2:1-3.)
La enfermedad, el dolor y el proceso de envejecimiento
Ya que entre los humanos la muerte suele ser la consecuencia de la enfermedad o del proceso de envejecimiento, se desprende que estos últimos son concomitantes del pecado. Bajo el pacto de la ley mosaica con Israel, las leyes que gobernaban los sacrificios por el pecado incluían la expiación para los que habían sufrido de la plaga de la lepra. (Lev. 14:2, 19.) Los que tocaban un cadáver humano o entraban en la tienda donde hubiera muerto una persona se hacían inmundos y necesitaban purificación ceremonial. (Núm. 19:11-19; compárese con Números 31:19, 20.) Jesús también asoció la enfermedad con el pecado (Mat. 9:2-7; Juan 5:5-15), aunque mostró que ciertas enfermedades específicas no son necesariamente el resultado de un acto pecaminoso específico. (Juan 9:2, 3.) Otros textos indican los efectos beneficiosos de la justicia (un proceder opuesto al del pecado) en la salud de uno (Pro. 3:7, 8; 4:20-22; 14:30), y cómo durante el reinado de Cristo la muerte—la cual reina con el pecado (Rom. 5:21)—y el dolor serán eliminados. (1 Cor. 15:25, 26; Rev. 21:4.)
EL PECADO Y LA LEY
El apóstol Juan escribe que “todo el que practica pecado también está practicando desafuero, de modo que el pecado es desafuero” (1 Juan 3:4); también dice que “toda injusticia es pecado”. (1 Juan 5:17.) El apóstol Pablo, por otro lado, habla de “todos los que hayan pecado sin ley”. Más adelante declara que “hasta la Ley [dada por medio de Moisés] había pecado en el mundo, pero a nadie se imputa pecado cuando no hay ley. No obstante, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, aun sobre los que no habían pecado a la semejanza de la transgresión de Adán”. (Rom. 2:12; 5:13, 14.) Las palabras de Pablo se deben entender según el contexto; sus primeras declaraciones en esta carta a los Romanos muestran que estaba haciendo una comparación entre los que estaban bajo el pacto de la Ley y los que no lo estaban (y que por consiguiente no estaban bajo su código de leyes), y demostraba que ambos grupos de personas eran pecaminosos. (Rom. 3:9.)
Durante los más de 2.500 años que transcurrieron entre la desviación de Adán y la inauguración del pacto de la Ley (en 1513 a. E.C.), Dios no dio a la humanidad ningún código extenso de leyes ni ninguna ley sistemática que definiera específicamente el pecado en todas sus ramificaciones y formas. Es verdad que Él había dado ciertos decretos, como los que le dio a Noé después del diluvio global (Gén. 9:1-7), y el pacto de la circuncisión celebrado con Abrahán y su casa (que incluía sus esclavos extranjeros). (Gén. 17:9-14.) Pero con respecto a Israel, el salmista pudo decir que Dios “está anunciando su palabra a Jacob, sus disposiciones reglamentarias y sus decisiones judiciales a Israel. No ha hecho así a ninguna otra nación; y en cuanto a sus decisiones judiciales, no las han conocido”. (Sal. 147:19, 20; compárese con Éxodo 19:5, 6; Deuteronomio 4:8; 7:6, 11.) En cuanto al pacto de la Ley dada a Israel se podía decir: “El hombre que ha cumplido la justicia de la Ley vivirá por ella”, pues la adherencia perfecta a esta Ley y la conformidad con ella solo podía lograrla un hombre sin pecado, como fue el caso de Cristo Jesús. (Rom. 10:5; Mat. 5:17; Juan 8:46; Heb. 4:15; 7:26; 1 Ped. 2:22.) No sucedió así con ninguna otra de las leyes dadas entre Adán y el pacto de la Ley.
‘Haciendo por naturaleza las cosas de la ley’
Esto no significó que los hombres que vivieron durante aquel período entre Adán y Moisés estaban libres de pecado debido a que no había ningún código extenso de leyes con el cual medir su conducta. En Romanos 2:14, 15, Pablo escribe: “Porque siempre que los de las naciones que no tienen ley hacen por naturaleza las cosas de la ley, estos, aunque no tienen ley, son una ley para sí mismos. Son los mismísimos que demuestran que la sustancia de la ley está escrita en sus corazones, mientras su conciencia da testimonio con ellos y, entre sus propios pensamientos, están siendo acusados o hasta excusados”. Habiendo sido hecho originalmente a la imagen y semejanza de Dios, el hombre tiene una naturaleza moral que resulta en la facultad de la conciencia. Como Pablo indica, hasta los hombres pecaminosos, imperfectos, tienen una medida de conciencia. (Véase CONCIENCIA.) Puesto que una ley es básicamente una ‘regla de conducta’, esta naturaleza moral opera en sus corazones como si fuera una ley. Sin embargo, por encima de dicha ley de naturaleza moral, hay otra ley heredada, la “ley del pecado”, que guerrea contra las tendencias justas y esclaviza a los que no oponen resistencia a su dominación. (Rom. 6:12; 7:22, 23.)
Esta naturaleza moral y su consiguiente facultad de la conciencia pueden observarse hasta en el caso de Caín, pues aunque Dios no le había dado ninguna ley con respecto al homicidio, la conciencia de Caín le condenó después de haber asesinado a Abel, como se desprende por la manera evasiva en que respondió a la pregunta de Dios. (Gén. 4:8, 9.) José, el hebreo, mostró tener la ‘ley de Dios en su corazón’ cuando respondió a la solicitud seductora de la esposa de Potifar diciendo: “¿Cómo podría yo cometer esta gran maldad y realmente pecar contra Dios?”. Aunque Dios no había condenado específicamente el adulterio, sin embargo José reconoció que estaba mal, que violaba la voluntad de Dios para los humanos expresada en Edén. (Gén. 39:7-9; compárese con Génesis 2:24.)
De esta manera, durante el periodo patriarcal, desde Abrahán hasta el tiempo de los doce hijos de Jacob, las Escrituras muestran a hombres de muchas razas y naciones hablando de “pecado” (jat·tá ’th), como, por ejemplo: pecados contra la persona para la que uno trabaja (Gén. 31:36), contra el gobernante de quien uno es súbdito (Gén. 40:1; 41:9), contra un pariente (Gén. 42:22; 43:9; 50:17) o simplemente contra un compañero. (Gén. 20:9.) En cualquier caso, el que usaba el término “pecado” reconocía cierta relación con la persona contra que la que se cometía (o pudiera cometerse) el pecado, así como una responsabilidad concomitante de respetar y no ir en contra de los intereses de esa persona (o su voluntad y autoridad, si era el caso de un gobernante). Esto era evidencia de que tenían una naturaleza moral. No obstante, con el transcurso del tiempo el dominio del pecado sobre los que no servían a Dios se hizo mayor, por lo que Pablo pudo hablar de las personas de las naciones y decir que “mentalmente se hallan en oscuridad, y alejadas de la vida que pertenece a Dios, […] más allá de todo sentido moral”. (Efe. 4:17-19.)
Cómo hizo la Ley que “abundase” el pecado
Mientras que la medida de conciencia que el hombre tenía le dio cierto sentido natural para distinguir lo correcto de lo incorrecto, al hacer el pacto de la Ley con Israel, Dios identificó específicamente el pecado en sus múltiples aspectos. Debido a la Ley, cualquier descendiente de Abrahán, Isaac y Jacob, quienes fueron amigos de Dios, que pudiera alegar inocencia de pecado ‘su boca se cerraría y todo el mundo llegaría a estar expuesto a castigo ante Dios’. La razón era que la carne imperfecta que heredaron de Adán hacía imposible que fuesen declarados justos delante de Dios por obras de ley, “porque por ley es el conocimiento exacto del pecado”. (Rom. 3:19, 20; Gál. 2:16.) La Ley explicó claramente cuál era el alcance del pecado, de manera que en realidad hizo que el transgredir y el pecar “abundara” en el sentido de que para entonces había ya tantas acciones y hasta actitudes identificadas como pecaminosas. (Rom. 5:20; 7:7, 8; Gál. 3:19; compárese con Salmos 40:12.) Sus sacrificios sirvieron continuamente para recordar su condición pecaminosa a los que estaban bajo la Ley. (Heb. 10:1-4, 11.) De esta manera la Ley actuó como un tutor para conducirles al Cristo, con el fin de que pudieran ser declarados “justos debido a fe”. (Gál. 3:22-25.)
ERRORES, TRANSGRESIONES, OFENSAS
Las Escrituras con frecuencia enlazan “error” (heb. ‘a·wón [“iniquidad” Mod]), “transgresión” (heb. pé·scha‛; gr. pa·rá·ba·sis), “ofensa” (gr. pa·rá·pto·ma), y otros términos semejantes, con “pecado” (heb. jat·tá·’th; gr. ha·mar·tí·a). Todos estos términos relacionados presentan aspectos específicos del pecado, las formas que este adquiere.
Errores, equivocaciones y tontedad
‛A·wón tiene que ver básicamente con errar, actuar de manera torcida o incorrecta. Es incurrir en “iniquidad”, pero en el sentido que esta palabra española también tiene de ‘no equitativo’, ‘desequilibrado en lo relacionado con lo justo y apropiado’. El término hebreo se refiere a un error o mal moral, una distorsión de lo que es correcto. (Job 10:6, 14, 15.) Los que no se someten a la voluntad de Dios obviamente no se guían por su sabiduría y justicia perfecta, por consiguiente es inevitable que yerren. (Compárese con Isaías 59:1-3; Jeremías 14:10; Filipenses 2:15.) Seguramente, debido a que el pecado hace que el hombre esté ‘desequilibrado’, ‘descentrado’, pervirtiendo lo que es recto (Job 33:27; Hab. 1:4), ‛a·wón es el término hebreo que con más frecuencia se enlaza o se usa en paralelo con jat·tá’th (“pecado”, “errar el blanco”). (Éxo. 34:9; Deu. 19:15; Neh. 4:5; Sal. 32:5; 85:2; Isa. 27:9.) Este desequilibrio produce confusión y falta de armonía dentro del hombre y además dificulta sus tratos con Dios y con el resto de la creación de Dios.
El “error” (‛a·wón) puede ser intencionado o no, puede ser una desviación consciente de lo que es justo o un acto inconsciente, una “equivocación” (schegha·gháh), pero sea como sea, la persona ha cometido un error y es culpable delante de Dios. (Lev. 4:13-35; 5:1-6, 14-19; Núm. 15:22-29; Sal. 19:12, 13.) Por supuesto, si el error es intencionado, su importancia es mucho mayor que si se comete por equivocación. (Núm. 15:30, 31; compárese con Lamentaciones 4:6, 13, 22.) El error es contrario a la verdad, y los que pecan voluntariamente pervierten la verdad, proceder que solo les conduce a un pecado más craso. (Compárese con Isaías 5:18-23.) El apóstol Pablo habla del “poder engañoso del pecado”, el cual endurece el corazón humano. (Heb. 3:13-15; compárese con Éxodo 9:27, 34, 35.) El mismo escritor, al citar de Jeremías 31:34, (donde en el hebreo original se habla del “error” y el “pecado” de Israel), escribió ha·mar·tí·a (“pecado”) y a·di·kía (“injusticia”) en Hebreos 8:12, y ha·mar·tí·a y a·no·mí·a (“desafuero”) en Hebreos 10:17.
Proverbios 24:9 dice que “la conducta relajada de la tontedad es pecado”, y los términos hebreos que transmiten la idea de tontedad a menudo se utilizan en conexión con el pecar, pues a veces el pecador arrepentido reconoce: “He obrado tontamente”. (1 Sam. 26:21; 2 Sam. 24:10, 17.) El pecador, si no es disciplinado por Dios, se enreda en sus errores y tontamente se descarría. (Pro. 5:22, 23; compárese con 19:3.)
La transgresión equivale a “traspasar”
El pecado puede tomar la forma de una “transgresión”. La palabra griega pa·rá·ba·sis (“transgresión”) se refiere básicamente a “traspasar”, es decir, ir más allá de ciertos límites, especialmente en lo tocante a quebrantar una ley. Mateo utiliza la forma verbal (pa·ra·bái·no) al registrar la pregunta de los escribas y fariseos en cuanto a por qué los discípulos de Jesús ‘traspasaron la tradición de los hombres de otros tiempos’, así como la pregunta con la que Jesús respondió en cuanto a por qué estos opositores ‘traspasaban el mandamiento de Dios a causa de su tradición’, invalidando así la palabra de Dios. (Mat. 15:1-6.) También puede significar un ‘apartarse’, como cuando Judas “se desvió” de su ministerio y apostolado. (Hech. 1:25.) En algunos textos griegos se utiliza el mismo verbo al referirse a alguien que “se excede y no permanece en la doctrina de Cristo”. (2 Juan 9, BJ.)
En las Escrituras Hebreas hay referencias similares a la acción de pecar por parte de personas que ‘traspasaron’, ‘pasaron por alto’, o ‘pasaron más allá de’ (heb. ‛a·vár) el pacto o las órdenes específicas de Dios. (Núm. 14:41; Deu. 17:2, 3; Jos. 7:11, 15; 1 Sam. 15:24; Isa. 24:5; Jer. 34:18.)
El apóstol Pablo muestra la estrecha relación que tiene el término pa·rá·ba·sis con la violación de una ley establecida al decir que “donde no hay ley, tampoco hay transgresión”. (Rom. 4:15.) Por consiguiente, si no existe ley que le acuse, el pecador no puede ser llamado “transgresor”. De manera consecuente, Pablo y los otros escritores cristianos utilizan pa·rá·ba·sis (y pa·ra·bá·tes, “transgresor”) en el contexto de la Ley. (Compárese con Romanos 2:23-27; Gálatas 2:16, 18; 3:19; Santiago 2:9, 11.) Al haber recibido un mandato directo de Dios, Adán era por lo tanto culpable de “transgresión” de una ley declarada. (Su esposa, aunque fue engañada, también era culpable de transgredir aquella ley [1 Tim. 2:14].) El pacto de la Ley dado a Moisés por medio de ángeles fue añadido al pacto abrahámico “para poner de manifiesto las transgresiones”, de manera que ‘todas las cosas juntas pudieran entregarse a la custodia del pecado’, declarando legalmente culpables de pecado a todos los descendientes de Adán, incluyendo a Israel, y demostrando que obviamente todos necesitaban el perdón y la salvación por medio de fe en Cristo Jesús. (Gál. 3:19-22.) Por lo tanto, si Pablo se hubiera sometido de nuevo a la ley mosaica, se hubiera vuelto a convertir en un “transgresor” con respecto a aquella Ley, sujeto a su condenación, y por lo tanto habría echado “a un lado la bondad inmerecida de Dios” que proporcionaba liberación de aquella condenación. (Gál. 2:18-21; compárese con 3:1-4, 10.)
La palabra hebrea pé·scha‛ conlleva la idea de ‘transgresión’ (Sal. 51:3; Isa. 43:25-27; Jer. 33:8) y de ‘sublevación’, que es desviarse o rechazar la ley o autoridad de otro. (1 Sam. 24:11; Job 13:23, 24; 34:37; Isa. 59:12, 13.) De modo que la transgresión voluntaria, equivale a rebelión contra la gobernación y autoridad paterna de Dios. Coloca la voluntad de la criatura contra la del Creador por lo que esta se subleva contra la soberanía de Dios.
Ofensa
La palabra griega pa·rá·pto·ma significa literalmente “una caída a un lado” y por consiguiente un paso en falso (Rom. 11:11, 12) o desacierto, una “ofensa”. (Efe. 1:7; Col. 2:13.) El pecado de Adán al comer del fruto prohibido era una “transgresión” en el sentido de que traspasó la ley de Dios; fue una “ofensa” en el sentido de que cayó o dio un paso en falso en lugar de mantenerse en pie o andar derecho en armonía con los justos requisitos de Dios y apoyando su autoridad. Los muchos estatutos y requisitos del pacto de la Ley en realidad abrieron el camino para que, debido a la imperfección de los que estaban sujetos a ella, se cometieran muchas de tales ofensas (Rom. 5:20); la nación de Israel e n conjunto cometió e l desacierto de no guardar aquel pacto. (Rom. 11:11, 12.) Como todos los diversos estatutos de aquella Ley eran parte de un solo pacto, la persona que daba un “paso en falso” en un punto llegaba a ser por ello un ofensor y “transgresor” contra el entero pacto y por consiguiente contra todos sus estatutos. (Sant. 2:10, 11.)
“PECADORES”
Como “no hay hombre que no peque” (2 Cró. 6:36), todos los descendientes de Adán pueden llamarse apropiadamente “pecadores” por naturaleza. Pero en las Escrituras el término “pecadores” por lo general aplica de una manera más específica, designando a los que practican el pecado o que tienen una reputación de pecar. Como tales, sus pecados han llegado a ser de conocimiento público. (Luc. 7:37-39.) A los amalequitas que Saúl tenía que destruir por orden de Jehová se les llama “pecadores”. (1 Sam. 15:18.) El salmista oró que Dios no se llevase su alma “junto con los pecadores”, y sus siguientes palabras identificaron a estos como “hombres culpables de sangre, en cuyas manos hay conducta relajada, y cuya diestra está llena de soborno”. (Sal. 26:9, 10; compárese con Proverbios 1:10-19.) Los líderes religiosos condenaron a Jesús por asociarse con “recaudadores de impuestos y pecadores”, y los judíos consideraban a los recaudadores de impuestos como una clase que generalmente era de mala reputación. (Mat. 9:10, 11.) Jesús dijo que tanto ellos como las rameras precederían a los líderes religiosos judíos en entrar en el Reino. (Mat. 21:31, 32.) Zaqueo, recaudador de impuestos y “pecador” a los ojos de muchos, reconoció que había ‘arrancado’ dinero a otros ilegalmente. (Luc. 19:7, 8.)
LA COMPARATIVA GRAVEDAD DEL MAL
Aunque el pecado siempre es pecado, y en cualquier caso podría con justicia hacer que el culpable fuese merecedor del “salario” del pecado, la muerte, las Escrituras muestran que Dios considera que el mal tiene diferentes grados de gravedad. Así, los hombres de Sodoma eran “pecadores en extremo contra Jehová”, y su pecado era “muy grave”. (Gén. 13:13; 18:20; compárese con 2 Timoteo 3:6, 7.) El que los israelitas hicieran un becerro de oro también se llamó un “gran pecado” (Éxo. 32:30, 31), y la adoración de becerros promovida por Jeroboán hizo que los del reino norteño “[pecasen] con un gran pecado”. (2 Rey. 17:16, 21.) El pecado de Judá llegó a ser “semejante al de Sodoma”, lo cual convirtió al reino de Judá en algo aborrecible a los ojos de Dios. (Isa. 1:4, 10; 3:9; Lam. 1:8; 4:6.) Tal proceder de violación de la voluntad de Dios puede hacer que hasta la misma oración de uno llegue a ser un pecado. (Sal. 109:7, 8, 14.) Como el pecado es una afrenta contra la propia persona de Dios, Él no se mantiene indiferente, y cuando aumenta la gravedad del pecado, es comprensible que aumente la indignación y la ira de Dios. (Rom. 1:18; Deu. 29:22-28; Job 42:7; Sal. 21:8, 9.) Sin embargo, su ira no solamente se debe a que el pecado sea una afrenta contra su propia persona, sino que también es provocada por el daño y la injusticia cometidos contra seres humanos y especialmente contra sus siervos fieles. (Isa. 10:1-4; Mal. 2:13-16; 2 Tes. 1:6-10.)
La debilidad y la ignorancia humanas
Jehová toma en consideración la debilidad de los hombres imperfectos que descienden de Adán, de manera que los que le buscan sinceramente pueden decir: “No ha hecho con nosotros aun conforme a nuestros pecados; ni conforme a nuestros errores ha traído sobre nosotros lo que merecemos”. Las Escrituras muestran la misericordia y bondad amorosa tan maravillosas que Dios ha desplegado en sus pacientes tratos con los seres humanos. (Sal. 103:2, 3, 10-18.) Él también toma en cuenta que la ignorancia es un factor que contribuye a los pecados (1 Tim. 1:13; compárese con Lucas 12:47, 48), siempre que tal ignorancia no sea deliberada. Los que deliberadamente rechazan el conocimiento y la sabiduría que Dios ofrece, ‘complaciéndose en la injusticia’, no son excusados. (2 Tes. 2:9-12; Pro. 1:22-33; Ose. 4:6-8.) Hay quienes se han extraviado temporalmente de la verdad, pero que con ayuda vuelven (Sant. 5:19, 20), mientras que otros ‘cierran sus ojos a la luz y olvidan el anterior limpiamiento de sus pecados’. (2 Ped. 1:9.)
El conocimiento y el pecado imperdonable
De modo que el conocimiento trae mayor responsabilidad. El pecado de Pilato no fue tan grande como el de los líderes religiosos judíos que entregaron a Jesús al gobernador, ni como el de Judas, que traicionó a su Señor. (Juan 19:11; 17:12.) Jesús les dijo a los fariseos de su día que si ellos fuesen ciegos, no tendrían pecado, probablemente queriendo decir que sus pecados podrían ser perdonados por Dios sobre la base de su ignorancia; sin embargo, debido a que negaron estar en ignorancia ‘su pecado permaneció’. (Juan 9:39-41.) Tanto ellos como otros no tuvieron “excusa de su pecado”, porque fueron testigos de las palabras y de las obras poderosas de Jesús como resultado del espíritu de Dios sobre él. (Juan 15:22-24; Luc. 4:18.) Los que (fuera por palabra o por su proceder) voluntariosamente y a sabiendas blasfemaran contra el espíritu de Dios así manifestado, serían culpables “de pecado eterno” sin ninguna posibilidad de perdón. (Mat. 12:31, 32; Mar. 3:28-30; compárense con Juan 15:26; 16:7, 8.) Este podría ser el caso de algunos que llegaron a ser cristianos y luego deliberadamente se apartaron de la adoración pura de Dios. Hebreos 10:26, 27 dice que “si voluntariosamente practicamos el pecado después de haber recibido el conocimiento exacto de la verdad, no queda ya sacrificio alguno por los pecados, sino que hay cierta horrenda expectación de juicio y hay un celo ardiente que va a consumir a los que están en oposición”.
En 1 Juan 5:16, 17, al hablar de un “pecado que sí incurre en muerte” en contraste con uno que no, Juan se refiere al pecado voluntarioso, consciente. (Compárese con Números 15:30.) Cuando hay evidencia de que alguien ha pecado de manera voluntariosa y consciente, el cristiano no debería orar por esa persona. Naturalmente, Dios es el juez final en cuanto a la actitud de corazón del pecador, pero en tales casos el cristiano no se arriesga a que su oración sea en vano o a que desagrade a Dios. (Compárese con Jeremías 7:16; Mateo 5:44; Hechos 7:60.)
El contraste entre un solo pecado y la práctica de pecar
Juan también hace una distinción entre el cometer un solo pecado y la práctica de pecar. Esto se desprende al comparar 1 Juan 2:1 y 3:4-8 tal como se vierte en la Traducción del Nuevo Mundo. En cuanto a lo correcto de la traducción “todo el que practica pecado [poi·ón ten ha·mar·tí·an]” (1 Juan 3:4), Word Pictures in the New Testament (vol. VI, pág. 221), de Robertson, dice: “El participio presente activo (poion) significa el hábito de pecar”. En cuanto al versículo 6, donde aparece la frase oukj ha·mar·tá·nei en el texto griego, la misma autoridad comenta (pág. 222): “El presente de indicativo activo en acción continua de hamartano: ‘no sigue pecando’”. Por consiguiente, es posible que en cierto tiempo el cristiano fiel incurra o caiga en pecado debido a debilidad o a ser descarriado, pero “no se ocupa en el pecado”, es decir no sigue andando en ese camino. (1 Juan 3:9, 10; compárese con 1 Corintios 15:33, 34; 1 Timoteo 5:20.)
Participando en los pecados de otros
Uno puede llegar a ser culpable de pecado ante Dios por su asociación voluntaria con malhechores y por aprobar su maldad. (Compárese con Salmos 50:18, 21.) Por eso, los que permanecen en la simbólica ciudad “Babilonia la Grande” también “[reciben] parte de sus plagas”. (Rev. 18:2, 4-8.) Un cristiano que se asocie o que siquiera dirija un saludo al que abandona la enseñanza del Cristo llega a ser “partícipe en sus obras inicuas”. (2 Juan 9-11; compárese con Tito 3:10, 11.)
Timoteo fue advertido por Pablo de que no fuera “partícipe de los pecados ajenos”. (1 Tiro. 5:22.) Las palabras precedentes de Pablo en cuanto a ‘nunca imponer las manos apresuradamente a ningún hombre’ han de referirse a la autoridad que había recibido Timoteo de nombrar “ancianos” o “superintendentes” en las congregaciones. No tenía que nombrar a un hombre recién convertido, pues podría hincharse de orgullo; si Timoteo no prestaba atención a este consejo sería hasta cierto grado responsable de cualquier mal que tal persona pudiera cometer. (1 Tiro. 3:6.)
Toda una nación podría llegar a ser culpable de pecado ante Dios sobre la base de los principios supracitados. (Pro. 14:34.)
PECADOS CONTRA LOS HOMBRES Y CONTRA DIOS Y CRISTO
Ya que solo Dios es la norma de lo que es justo y bueno, los pecados cometidos contra otros humanos no significan que el pecador no se conforma a la ‘imagen y semejanza’ de tales personas, sino que no respeta o cuida de los intereses apropiados y legítimos de ellas, cometiendo así una ofensa contra dichas personas y causándoles daño injusto. (Jue. 11:12, 13, 27; 1 Sam. 19:4, 5; 20:1; 26:21; Jer. 37:18; 2 Cor. 11:7.) Jesús estableció los principios guiadores que una persona debería seguir cuando se cometiera algún pecado grave contra ella. (Mat. 18:15-17.) Aunque un hermano pecase contra otro setenta y siete veces o siete veces en un solo día, tal ofensor tendría que ser perdonado si al ser reprendido, mostrase arrepentimiento. (Mat. 18:21, 22; Luc. 17:3, 4; compárese con 1 Pedro 4:8.) Pedro habla de sirvientes de casa que son abofeteados por pecados que han cometido contra su dueño. (1 Ped. 2:18-20.) Uno puede pecar contra la autoridad constituida al no mostrarle el debido respeto. Pablo se declaró a sí mismo inocente de cualquier pecado “contra la Ley de los judíos [o] contra el templo [o] contra César”. (Hech. 25:8.)
No obstante, los pecados contra humanos también son pecados contra el Creador, a quien los hombres tienen que rendir cuentas. (Rom. 14:10, 12; Efe. 6:5-9; Heb. 13:17.) Cuando Dios detuvo al rey filisteo Abimélec impidiendo que tuviese relaciones con Sara, le dijo: “Estaba deteniéndote de pecar contra mí”. (Gén. 20:1-7.) De igual manera José reconoció que el adulterio era un pecado contra el Creador del hombre y la mujer, Aquel que constituyó la unión marital (Gén. 39:7-9), y lo mismo reconoció el rey David. (2 Sam. 12:13; Sal. 51:4.) Pecados tales como el robo, el defraudar o malversar los caudales ajenos están clasificados en la Ley como ‘comportamiento infiel para con Jehová’. (Lev. 6:2-4; Núm. 5:6-8.) Tanto los que endurecían su corazón y eran “como un puño” para con sus hermanos pobres como los que retenían el salario de los hombres, debían encararse a la censura divina. (Deu. 15:7-10; 24:14, 15; compárese con Proverbios 14:31; Amós 5:12.) Samuel declaró que era ‘inconcebible, por su parte, pecar contra Jehová cesando de orar’ a favor de sus compañeros israelitas y cuando estos se lo solicitaban. (1 Sam. 12:19-23.)
Por consiguiente, aunque en realidad todos los pecados son pecados contra Dios, Jehová considera que algunos pecados están más directamente en contra de su propia persona, pecados tales como la idolatría (Éxo. 20:2-5; 2 Rey. 22:17), la falta de fe (Rom. 14:22, 23; Heb. 10:37, 38; 12:1), la falta de respeto por las cosas sagradas (Núm. 18:22, 23) y todas las formas de adoración falsa. (Ose. 8:11-14.) Sin duda esta es la razón por la que el sacerdote Elí les dijo a sus hijos, quienes no mostraban respeto por el tabernáculo y el servicio de Dios, que “si peca un hombre contra un hombre, Dios decidirá como árbitro por él [compárese con 1 Reyes 8:31, 32]; pero si es contra Jehová contra quien peca un hombre, ¿quién hay que pueda orar por él?”. (1 Sam. 2:22-25; compárese con los versículos. 12-17.)
Pecando contra el propio cuerpo de uno
Al advertir en contra de la fornicación, Pablo declara que “todo otro pecado que el hombre cometa está fuera de su cuerpo, pero el que practica la fornicación peca contra su propio cuerpo”. (1 Cor. 6:18.) En sentido amplio, la fornicación incluye el adulterio. (Véase FORNICACIÓN.) El contexto muestra que Pablo había estado haciendo hincapié en que los cristianos tenían que estar unidos con su Señor y Cabeza, Cristo Jesús. (Vss. 13-15.) El fornicador, incorrecta y pecaminosamente, llega a ser una carne con la otra persona (a menudo una ramera). (Vss. 16-18.) Como ningún otro pecado puede separar el cuerpo del cristiano de estar en unión con Cristo y hacerlo “uno” con otro, seguramente esta es la razón por la que todos los otros pecados se consideran como ‘fuera del cuerpo de uno’. Además, la fornicación también puede resultar en daño incurable al propio cuerpo físico del fornicador.
PECADOS POR PARTE DE ÁNGELES
Como los hijos espíritus de Dios también tienen que reflejar la gloria de Dios y alabarle, cumpliendo su voluntad (Sal. 148:1, 2; 103:20, 21), ellos pueden pecar en el mismo sentido básico que los humanos. Segunda de Pedro 2:4 muestra que algunos de los hijos espíritus de Dios pecaron, y Dios los “entregó a hoyos de densa oscuridad para que fueran reservados para juicio”. Primera de Pedro 3:19, 20 se refiere a la misma situación al hablar de “los espíritus en prisión, que en un tiempo habían sido desobedientes cuando la paciencia de Dios estaba esperando en los días de Noé”. Y Judas 6 indica que el ‘errar el blanco’ o pecar de tales criaturas espíritus consistió en que “no guardaron su posición original, sino que abandonaron su propio y debido lugar de habitación”, y ese propio lugar de habitación lógicamente se refería a los cielos donde Dios está presente.
Ya que el sacrificio de Jesucristo no contiene ninguna provisión para cubrir los pecados de criaturas espíritus, no hay razón para creer que los pecados de aquellos ángeles desobedientes fuesen perdonables. (Heb. 2:14-17.) Como Adán, ellos eran criaturas perfectas sin ninguna debilidad innata que pudiera considerarse un factor atenuante al juzgar su maldad. (Véanse ARREPENTIMIENTO; PERDÓN; RECONCILIACIÓN; RESCATE.)
EVITAR EL PECADO
El amor a Dios y el amor al prójimo es un medio principal para evitar el pecado, el cual es desafuero, pues el amor es una cualidad sobresaliente de Dios; Él hizo del amor la base de su Ley a Israel. (Mat. 22:37-40; Rom. 13:8-11.) De esta manera, el cristiano puede estar, no alejado de Dios, sino en una unión gozosa con Él y su Hijo. (1 Juan 1:3; 3:1-11, 24; 4:16.) Tales personas están bajo la guía del espíritu santo de Dios y pueden “[vivir] en cuanto al espíritu desde el punto de vista de Dios”, desistiendo de los pecados (1 Ped. 4:1-6) y produciendo el fruto justo del espíritu de Dios en lugar del fruto inicuo de la carne pecaminosa. (Gál. 5:16-26.) Por lo tanto pueden conseguir libertad del dominio del pecado. (Rom. 6:12-22.)
Teniendo fe en la recompensa segura que Dios dará a los que obren con justicia (Heb. 11:1, 6), uno puede resistir el llamamiento del pecado para participar en su disfrute temporal. (Heb. 11:24-26.) Conociendo la regla infalible: “Cualquier cosa que el hombre esté sembrando, esto también segará”, y en vista de que “de Dios uno no se puede mofar”, la persona está protegida del engaño del pecado. (Gál. 6:7, 8.) Se da cuenta de que los pecados no pueden permanecer escondidos para siempre (1 Tim. 5:24) y que “aunque un pecador esté haciendo lo malo cien veces y continuando largo tiempo según le plazca”, sin embargo, “les resultará bien a los que temen al Dios verdadero”, pero no al inicuo que no está en el temor de Dios. (Ecl. 8:11-13; compárese con Números 32:23; Proverbios 23:17, 18.) Cualesquier riquezas materiales que los inicuos puedan haber conseguido, no pueden comprar la protección de Dios (Sof. 1:17, 18), y, de hecho, con el tiempo, la prosperidad del pecador resultará ser “algo que está atesorado para el justo”. (Pro. 13:21, 22; Ecl. 2:26.) Los que buscan la justicia por medio de la fe pueden evitar llevar la “carga pesada”, la pérdida de paz mental y de corazón, la debilidad de la enfermedad espiritual, que el pecado trae. (Sal. 38:3-6, 18; 41:4.)
El conocimiento de la Palabra de Dios es la base para tal fe y el medio de fortificarla. (Sal. 119:11; compárese con 106:7.) La persona que actúa apresuradamente sin primero buscar conocimiento en cuanto a su proceder, ‘errará en el blanco’, es decir, pecará. (Pro. 19:2.) El darse cuenta de que “un solo pecador puede destruir mucho bien”, hace que la persona justa intente actuar con sabiduría verdadera. (Compárese con Eclesiastés 9:18; 10:1-4.) El proceder sabio es evitar las malas asociaciones con personas que practican la adoración falsa o que tienen tendencias inmorales, pues estas asociaciones entrampan a uno en el pecado y echan a perder los hábitos útiles. (Éxo. 23:33; Neh. 13:25, 26; Sal. 26:9-11; Pro. 1:10-19; Ecl. 7:26; 1 Cor. 15:33, 34.)
Por supuesto, hay muchas cosas que pueden hacerse o dejarse de hacer, o bien llevarse a cabo de diversas maneras, sin que haya ningún pecado envuelto. (Compárese con 1 Corintios 7:27, 28.) Dios no dio al hombre una multitud de instrucciones que rigieran hasta el mínimo detalle de su vida. El hombre tenía que usar su inteligencia y además tenía amplio margen para desarrollar su propia personalidad y manifestar sus preferencias personales. El pacto de la Ley contenía muchos estatutos; sin embargo ni siquiera estos le robaron al hombre la libertad de expresar su personalidad. El cristianismo, en el que tanto se recalca el amor a Dios y al prójimo, permite igualmente a los hombres la más amplia libertad posible que las personas de corazón justo pudieran desear. (Compárese con Mateo 22:37-40; Romanos 8:21.)