¿Tiene Dios la culpa?
Hay en el mundo muchas personas que creen que de alguna manera Dios es culpable de la situación de la familia humana. Quizás piensen que cuando Dios hizo al primer hombre él sabía lo que sería el resultado y, por ese motivo, el pecado, el sufrimiento, las guerras y la muerte que agobian al género humano son parte de su voluntad. Cuando la muerte se lleva a una persona amada, dicen resignadamente: “Es la voluntad de Dios.” Pero la Biblia muestra claramente que Dios no tiene la culpa.
Habiendo creado la tierra y la vida vegetal y animal sobre ella, Jehová Dios hermoseó en especial una porción de ella en Edén, y en este medio deleitable colocó a Adán y a su bella esposa Eva. Eran perfectos, la cumbre de la creación terrenal de Dios, cuya actividad es toda perfecta. “Después de eso,” relata el registro inspirado, “Dios vió todo lo que había hecho y, ¡mire! era muy bueno.”—Gén. 1:31.
Se hizo toda provisión para suministrar lo que el hombre necesitaba. Rodeado como estaba de estas provisiones amorosas de su Padre celestial, se le dió al hombre la oportunidad de mostrar su aprecio por ellas por medio de la obediencia voluntaria. “Y Jehová Dios también impuso este mandamiento al hombre: ‘De todo árbol del jardín puedes comer hasta que quedes satisfecho. Pero en cuanto al árbol del conocimiento del bien y del mal no debes comer de él, porque en el día que comas de él positivamente morirás.’” (Gén. 2:16, 17) Pero Adán comió de él, y murió. ¿No prueba eso que el hombre era imperfecto? Algunos quizás razonen que el que es perfecto no puede errar.
Es verdad que cuando la Fuerza Aérea de los Estados Unidos lanzó su cohete Pioneer desde Cabo Cañaveral, Florida, el 11 de octubre de 1958, el hecho de que no logró llegar a la luna y girar en una órbita alrededor de ella indicó imperfección. Se había fabricado ese cohete con el propósito específico de llegar a la luna, así que su fracaso demostró imperfección.
No obstante, el hombre no fué hecho como un cohete, equipado con controles electrónicos por medio de los cuales el Todopoderoso lo movería y guiaría en su derrotero. No era un autómata, mecánicamente eficiente pero careciente de sensibilidad. El hombre poseía la dádiva divina del libre albedrío. Por eso, en una fecha posterior Josué pudo decir: “Ahora, si es malo a sus ojos servir a Jehová, escojan para ustedes mismos hoy a quién servirán.” (Jos. 24:15) Si el hombre, dotado de libre albedrío, hubiese sido incapaz de escoger el mal, esa habilidad de escoger hubiera sido incompleta, por lo tanto imperfecta. De modo que, el mismo hecho de que el hombre podía escoger o el bien o el mal arguye, no que él era imperfecto, sino más bien que aun en este respecto él era una creación perfecta. Su pecado resultó de que él abrigara deseos malos.—Sant. 1:13-15.
Otra idea que aún queda en la mente de algunos es que Dios tiene que cargar con la culpa por el pecado del hombre ya que Él colocó en el jardín el árbol del conocimiento del bien y del mal, de esa manera colocando delante del hombre la tentación. Si no hubiese habido ningún árbol, no hubiera habido pecado. De manera que el árbol produjo malos resultados y el Hacedor tiene la culpa, opinan ellos. El razonar así es un error.
Por ejemplo, en una farmacia se puede comprar medicina marcada: “Peligro. Sólo para uso externo.” Al aplicarse correctamente, la medicina produce un efecto saludable; pero si alguien no hace caso de las instrucciones que están escritas claramente y se traga la medicina, puede causar su muerte. ¿Tiene la culpa el farmacéutico? ¿Colocó él la tentación delante del cliente? ¡Por supuesto que no!
Tampoco perjudicó Dios al hombre al plantar el árbol del conocimiento del bien y del mal. Era del todo una cosa buena que le daba al hombre la oportunidad de ejercer su libre albedrío de manera correcta y de ese modo aprender la obediencia. Considerado correctamente, hubiese tenido un efecto saludable; pero cuando el hombre, instado por el Diablo y motivado por su propio deseo malo, pasó por alto la advertencia tan clara de que “en el día que comas de él positivamente morirás,” él mismo se acarreó la sentencia de muerte. ¡Cuán cierta es, entonces, la declaración que se halla en Deuteronomio 32:5: “Ellos han obrado ruinosamente por su propia cuenta; . . . el defecto es de ellos mismos”!
Lo mismo es cierto hoy cuando hogares quedan desbaratados por el divorcio y la delincuencia. Dios no tiene la culpa. El da buen consejo en la Biblia a toda la familia y el seguirlo resulta en una feliz vida familiar.—Col. 3:18-21; Efe. 6:4.
Tampoco fué obra de Dios la destrucción de las aproximadamente 10,000,000 de vidas humanas por las cincuenta y siete naciones que participaron en el combate de la II Guerra Mundial. Al contrario, fué una violación de Su declaración de la santidad de la vida humana. De modo que así sucede en lo que concierne al pecado y la muerte; Dios no tiene la culpa. Las Escrituras aclaran que, no como resultado de lo que Dios ha hecho, sino “por medio de un solo hombre [Adán] el pecado entró en el mundo y la muerte por medio del pecado, y así la muerte se extendió a todos los hombres porque todos habían pecado.”—Gén. 9:4-6; Rom. 5:12.
En Edén fué el Diablo quien tomó la delantera en la rebelión contra Dios, y el hombre lo siguió. Así que hoy día es Satanás el Diablo quien “está desviando a toda la tierra habitada,” y el hombre lo ha seguido al culpar a Dios de toda la angustia y pasar por alto Su Palabra, la Biblia.—Apo. 12:9.
El Todopoderoso Dios es el Autor de “todo don bueno y toda dádiva perfecta.” El amorosamente le dió al primer hombre un comienzo perfecto en un hogar paradisíaco. Cuando el hombre pecó, la bondad de Dios no cesó. Él misericordiosamente hizo provisión para los de la familia humana que todavía habían de nacer para que tuvieran la oportunidad de ganar lo que Adán perdió. Por medio de Su reino, por el cual todos los cristianos oran, él se cerciorará de que sean aniquilados esos malhechores que tienen la culpa de los ayes del hombre, incluso el Diablo mismo. “Pero los mansos mismos poseerán la tierra y ellos de veras hallarán su deleite exquisito en la abundancia de la paz.”—Sant. 1:17; Sal. 37:9-11.