Guárdese del codiciar
¿QUIERE usted vivir por largo tiempo y disfrutar de una vida de felicidad? Entonces una de las cosas que tiene que hacer es guardarse de codiciar las posesiones de otras personas.
Hay muchas cosas que le es lícito a uno desear poseer, como un cónyuge, un automóvil o una casa. Pero uno nunca debe desear estas cosas si pertenecen a otra persona; no se deben codiciar las posesiones de otro. Igualmente está bien el que uno trate de mejorar, que trate de adelantar, pero no echando a fuerzas de su posición a otro individuo.—1 Tim. 3:1.
El codiciar se ha definido como “anhelar desmedidamente algo que pertenece a otro; como el codiciar el terreno de un vecino debido a su vista excelente.” La codicia es una forma de voracidad que es especialmente censurable debido a que la persona codiciosa no solo quiere cosas para sí misma, sino que cifra su corazón en cosas que legítimamente pertenecen a otra persona. La codicia no puede menos que producir dificultad. No sin buena razón advirtió Jesucristo: “Guárdense de toda suerte de codicia.”—Luc. 12:15.
La Biblia no solo advierte contra la codicia, sino que también contiene ejemplos que muestran el daño que resulta de codiciar. En el tiempo de Josué, el sucesor de Moisés, Acán, junto con toda su familia, sufrieron un fin penoso por haber codiciado él algunas de las riquezas de la ciudad de Jericó que estaban dedicadas a Jehová Dios. (Jos. 7:16-26) Siglos más tarde, el inicuo rey Acab selló su ruina en virtud de codiciar la viña que pertenecía a Nabot. Nabot había rehusado venderla, de modo que la esposa de Acab, Jezabel, se la obtuvo haciendo que Nabot fuera acusado falsamente y muerto violentamente.—1 Rey. 21:4-16.
Plenamente consciente de lo profundamente impregnada que está en el corazón del hombre caído la codicia y del daño que puede causar, el Creador, Jehová Dios, la prohibió en el décimo de los Diez Mandamientos: “Tampoco debes desear la esposa de tu semejante. Tampoco debes egoístamente desear con vehemencia la casa de tu semejante, su campo o . . . cosa alguna que pertenezca a tu semejante.” (Deu. 5:21) Pudiera decirse que este mismísimo mandamiento en sí señala al Decálogo o Diez Mandamientos como legislatura que contiene mucho más que sabiduría humana. ¿Por qué? Pues, ¿qué legisladores humanos habrían pensado en hacer una ley que, aunque le sería absolutamente imposible al hombre hacer que se cumpliera, prohíbe el modo de pensar incorrecto y llega a la raíz de tantos de los problemas de la humanidad? Hace a cada hombre su propio policía moral, por decirlo así, poniéndolo en guardia contra esta básica tendencia egoísta.
Revela lo impregnada que está la codicia en la naturaleza humana, es decir, en la naturaleza humana caída, pecaminosa, el hecho de que un niño parece ser instintivamente codicioso. Toda cosa deseable que ve, inmediatamente quiere agarrarla para sí. Hay que entrenarlo, disciplinarlo, para hacerle reconocer que hay tal cosa como tenencia privada. Hay que enseñarle a respetar los derechos y posesiones de otros.—Pro. 22:15.
El apóstol Pablo advirtió que ‘la codicia es idolatría.’ ¿Por qué puede decirse que el codiciar las posesiones de otro lo hace a uno idólatra? Porque uno se hace el ídolo de sí mismo. Es semejante al caso de aquellos cuyo “dios es su vientre.” Uno hace de sus deseos vehementes la cosa más predominante de su vida.—Col. 3:5; Fili. 3:19.
En estos días parece que la codicia se ha desenfrenado en países como los Estados Unidos, como se puede ver por el saqueo asociado con los motines que tuvieron lugar inmediatamente después del asesinato del Dr. King. Pues se informa que en Washington, D.C., los motines allí se caracterizaron por un “extraño ambiente de carnaval” a medida que alegres saqueadores “entraban y salían precipitadamente de escaparates hechos añicos llevándose su botín a plena vista de la ley.” Dijo uno de los saqueadores: “Caballero, estamos consiguiendo lo que queremos.” No se trata de que estos saqueadores fueran personas necesitadas, pues una investigación de los saqueadores de Detroit el año pasado mostró que, de 115 arrestados por la policía, 105 tenían buenos trabajos y autos de último modelo. Tampoco podría llamarse el saqueo únicamente una protesta racial, porque entre los saqueadores había personas blancas, y tiendas de dueños negros también fueron saqueadas por personas de color.
Puesto que la inclinación del corazón del hombre es hacia la codicia desde su juventud, ¿cómo podemos guardarnos de ella? Ante todo, recordándonos continuamente que toda codicia desagrada a nuestro Hacedor, Jehová Dios, e incurre en su ira. El temer desagradarle nos ayudará a evitar lo que es malo.—Gén. 8:21; Pro. 8:13.
En segundo lugar, nos ayudará a guardarnos de la codicia el tomar a pechos el consejo bíblico: “Tienes que amar a tu prójimo como a ti mismo,” y, “Así como quieren que los hombres les hagan a ustedes, hagan de igual manera a ellos.” Usted no querría que otro codiciara a su cónyuge, ni ninguna de sus posesiones, ¿no es verdad? Entonces no codicie lo de él o lo de ella. El codiciar resulta en dificultades con nuestro prójimo, así como hizo notar el discípulo Santiago: “¿De qué fuente son las guerras y de qué fuente son las peleas entre ustedes? . . . Ustedes desean, y sin embargo no tienen. Siguen asesinando y codiciando.” Sí, el codiciar lo hace a uno enemigo de aquel cuyas posesiones codicia, y a algunos les ha costado cara esta enemistad.—Mar. 12:31; Luc. 6:31; Sant. 4:1, 2.
Además, el aprender la lección de estar contentos con lo que tenemos nos ayudará a guardarnos de codiciar. Sabiamente la Biblia aconseja que la devoción piadosa junto con el contentamiento es grande ganancia, y que, teniendo alimento y abrigo, debemos estar contentos con estas cosas. El reconocer el hecho sencillo de que a más posesiones les acompañan más cargas y mayor temor de perderlas puede servir de mucho para ayudarnos a estar contentos con lo que tenemos.—Ecl. 5:11, 12; 1 Tim. 6:6-8.
El apóstol Pablo les puso un buen ejemplo a todos los cristianos tocante a esto. Escribió que en ningún tiempo había codiciado las posesiones de otros. En cambio, se sacrificó por sus semejantes. Sin duda una razón por la que pudo hacer esto fue que había aprendido a estar contento en cualquier condición que se hallara. ¡Felices son todos los que tratan de imitarlo en cuanto a esto!—Fili. 4:12; 1 Tes. 2:5-12.