Hallé la verdadera riqueza en Australia
TRANSCURRÍA el mes de abril de 1971. Después de pasar siete años en Australia, acababa de regresar a Grecia para visitar a mi familia. Al atardecer me hallaba sentado plácidamente en un café de la plaza del pueblo de Karies, cuando llegaron el sacerdote y el alcalde y se sentaron frente a mí. Estaba claro que buscaban discutir conmigo.
Sin apenas mediar un saludo, el sacerdote me acusó de haber emigrado a Australia con el único propósito de ganar dinero. Decir que me desconcertó sería poco. Tan calmadamente como pude, le respondí que en Australia había obtenido una riqueza mucho más valiosa que el dinero.
Mi respuesta le sorprendió y pidió una explicación. Le contesté que, entre otras cosas, había aprendido que Dios tiene un nombre. “Y eso es algo que usted olvidó enseñarme”, dije mirándole fijamente a los ojos. Antes de que pudiera responder, le pregunté: “¿Podría decirme a qué nombre se refirió Jesús al enseñarnos a orar en la oración modelo: ‘Santificado sea tu nombre’?”. (Mateo 6:9.)
En poco tiempo se propagó por la plaza del pueblo la noticia de la discusión, y en diez minutos se habían reunido unas doscientas personas. El sacerdote empezó a sentirse incómodo. No contestaba a mi pregunta acerca del nombre de Dios y sus respuestas a otras preguntas bíblicas eran incoherentes. Mostraba su desazón al llamar constantemente al camarero para que le sirviera más ouzo, una bebida alcohólica griega.
Pasaron dos horas muy interesantes. Mi padre llegó a buscarme, pero cuando vio lo que estaba ocurriendo, se sentó en silencio en una esquina y se puso a observar la escena. La enérgica discusión se prolongó hasta las 11.30 de la noche, momento en que el embriagado sacerdote se puso a gritar encolerizado. Entonces sugerí a la muchedumbre que, en vista de la hora, deberíamos irnos cada uno a nuestra casa.
¿Qué provocó este enfrentamiento? ¿Por qué intentaron discutir conmigo el sacerdote y el alcalde? Conocer un poco de mis antecedentes y mi crianza en esta parte de Grecia los ayudará a entenderlo.
Las primeras tribulaciones
Nací en el pueblo de Karies, en el Peloponeso, en diciembre de 1940. Éramos muy pobres, y cuando no iba a la escuela, trabajaba con mi madre en los arrozales de sol a sol, con el agua hasta las rodillas. Una vez que terminé la escuela elemental, a la edad de 13 años, mis padres dispusieron que trabajara como aprendiz. A fin de que aprendiera fontanería e instalación de ventanas, mis padres le entregaron a mi patrón 500 kilogramos de trigo y 20 de aceite vegetal, lo que representaba casi el total de sus ingresos de todo un año.
La vida de un aprendiz, a kilómetros de casa y trabajando muchas veces desde el alba hasta la medianoche, no era fácil. A veces pensaba en volver a mi hogar, pero no podía hacerles algo semejante a mis padres. Habían hecho un gran sacrificio por mí, por eso nunca les conté mis problemas. Me decía: ‘Tienes que continuar sin importar lo difícil que sea’.
A lo largo de aquellos años visité de vez en cuando a mis padres. A los 18 años de edad terminé mi aprendizaje y decidí irme a Atenas, la capital, donde las perspectivas de encontrar un trabajo eran mejores. Hallé un empleo y alquilé una habitación. Todos los días, al volver a casa después del trabajo, cocinaba, limpiaba la habitación y pasaba el poco tiempo libre que me quedaba aprendiendo inglés, alemán e italiano.
El habla y la conducta inmoral de otros jóvenes me disgustaba, así que no me relacionaba con ellos. Esto, no obstante, hacía que me sintiera muy solo. Cuando cumplí los 21 años, me llamaron para el servicio militar, tiempo que aproveché para seguir estudiando idiomas. Al dejar el ejército, en marzo de 1964, emigré a Australia y me establecí en Melbourne.
Búsqueda religiosa en un nuevo país
Al poco tiempo de llegar encontré un trabajo y conocí a una inmigrante griega llamada Alexandra, con la que me casé seis meses después. Varios años más tarde, en 1969, una testigo de Jehová anciana llamó a nuestra puerta y nos ofreció La Atalaya y ¡Despertad! Las revistas me parecieron interesantes, así que las puse en un lugar seguro y le dije a mi esposa que no las tirara. Un año después otros dos Testigos nos visitaron y me ofrecieron un estudio gratuito de la Biblia. Lo acepté, y aprendí en las Escrituras justo lo que había estado buscando para llenar el vacío espiritual que sentía.
Tan pronto como mi vecina se enteró de que estudiaba con los Testigos, me habló de los evangelistas y me dijo que eran una religión mejor. Como resultado, comencé a estudiar con un anciano de la Iglesia Evangelista. Poco después empecé a asistir a las reuniones tanto de los evangelistas como de los Testigos, pues estaba resuelto a hallar la religión verdadera.
Al mismo tiempo, para ser justo con mi crianza griega, comencé a profundizar más en la religión ortodoxa. Un día fui a tres iglesias ortodoxas griegas. Cuando expliqué el propósito de mi visita en la primera de ellas, el sacerdote me condujo poco a poco hacia la salida. Mientras lo hacía, me explicaba que éramos griegos y que por lo tanto era impropio que nos relacionáramos con los Testigos y con los evangelistas.
Su actitud me sorprendió, pero pensé: ‘Quizás este sacerdote en particular no sea un buen representante de la Iglesia’. Para mi asombro, el sacerdote de la segunda iglesia reaccionó de la misma manera. No obstante, me dijo que los sábados por la tarde un teólogo dirigía una clase de estudio bíblico en su iglesia. Cuando probé en la tercera iglesia, mi desilusión aumentó.
Pese a todo, decidí asistir a la clase de estudio bíblico de la segunda iglesia, así que el sábado siguiente me presenté. Disfruté de la lectura del libro bíblico de Hechos. Al leer la porción en la que Cornelio se arrodilla ante Pedro, el sacerdote interrumpió la lectura y señaló que Pedro había actuado correctamente al rehusar el acto de adoración de Cornelio. (Hechos 10:24-26.) En ese momento levanté la mano y dije que tenía una pregunta.
—Sí, ¿qué es lo que desea saber?
—Pues bien, si el apóstol Pedro rehusó ser adorado, ¿por qué tenemos su icono y lo adoramos?
Se hizo un silencio sepulcral por varios segundos. Entonces, como si alguien hubiera dejado caer una bomba, comenzaron a soliviantarse los ánimos. Empezaron a gritar: “¿De dónde ha salido usted?”. Durante dos horas tuvo lugar una acalorada discusión, con muchos gritos. Finalmente, al marcharme, me dieron un libro para que me lo llevara a casa.
Cuando lo abrí, las primeras palabras que leí fueron: “Somos griegos y nuestra religión ha derramado sangre para preservar nuestra tradición”. Sabía que Dios no pertenecía únicamente al pueblo griego, así que corté de inmediato todos mis lazos con la Iglesia Ortodoxa Griega. Desde ese instante continué mi estudio sólo con los Testigos. En abril de 1970 simbolicé mi dedicación a Jehová por bautismo en agua y seis meses después se bautizó mi esposa.
Contactos con el sacerdote del pueblo
A finales de ese año, el sacerdote de mi pueblo natal de Grecia me envió una carta en la que me pedía que contribuyera económicamente para las reparaciones de la iglesia. En vez de mandarle dinero, le envié el libro La verdad que lleva a vida eterna junto con una carta en la que le explicaba que ahora era testigo de Jehová y creía haber hallado la verdad. Al recibir mi carta, anunció en la iglesia que un emigrante en Australia se había rebelado.
Después de su anuncio, las madres con hijos en Australia comenzaron a preguntarle al sacerdote si el rebelde era su hijo. También mi madre fue a su casa y le suplicó que le dijera si se trataba del suyo. Él le respondió: “Desgraciadamente, es su hijo”. Más tarde mi madre me confesó que hubiera preferido que el sacerdote la hubiera matado antes que oírle decir esto de mí.
De vuelta a Grecia
Después de nuestro bautismo, mi esposa y yo abrigábamos el deseo de regresar a Grecia y hablar a nuestras respectivas familias y amigos acerca de las buenas cosas que habíamos aprendido en la Biblia. Por eso, volvimos en abril de 1971, acompañados de nuestra hija de 5 años, Dimitria, para pasar unas largas vacaciones en la ciudad de Kiparissia, a unos 30 kilómetros de mi pueblo natal de Karies. Nuestros boletos de avión de ida y vuelta nos permitían permanecer por seis meses.
En nuestra segunda noche en casa, mi madre rompió a llorar y me dijo entre sollozos que había tomado el camino equivocado y había acarreado desgracia al nombre de la familia. Llorando y suspirando me imploró que dejara mi proceder “erróneo”. Luego se desmayó y cayó en mis brazos. Al día siguiente traté de razonar con ella, explicándole que lo único que había hecho era aumentar mi conocimiento del Dios del que ella tan amorosamente nos había hablado desde la infancia. La noche siguiente tuve el memorable encuentro con el sacerdote y el alcalde del pueblo que narré antes.
Mis dos hermanos más jóvenes, que vivían en Atenas, habían venido a pasar la Pascua. Los dos me rehuían como si tuviera lepra. Sin embargo, cierto día el mayor de los dos comenzó a escucharme. Después de varias horas de diálogo me dijo que concordaba con todo lo que le había mostrado en la Biblia. Desde ese momento me defendió ante el resto de la familia.
Tras eso fui a Atenas con frecuencia para visitar a mi hermano. Cada vez que iba, él invitaba a otras familias para que fueran a escuchar las buenas nuevas. Me alegró mucho el que tanto él como su esposa y otras tres familias con quienes dirigieron estudios bíblicos llegaran a simbolizar su dedicación a Dios mediante el bautismo en agua.
Las semanas pasaron rápidamente, y poco antes de que se cumplieran los seis meses, nos visitó un Testigo que servía en una congregación a unos 70 kilómetros de nuestro pueblo. Señaló la necesidad de ayuda en la obra de predicar en la zona y me preguntó si había pensado en quedarme de forma permanente. Esa noche hablé con mi esposa sobre la posibilidad de quedarnos.
Los dos concordamos en que sería difícil. Pero era obvio que la gente estaba muy necesitada de oír la verdad bíblica. Finalmente, decidimos quedarnos al menos por uno o dos años más. Mi esposa regresaría a Australia para vender la casa y el automóvil y traerse cuantas pertenencias pudiera. A la mañana siguiente, una vez tomada nuestra decisión, fuimos a la ciudad a alquilar una casa. También matriculamos a nuestra hija en la escuela elemental de la localidad.
Estalla la oposición
En breve se declaró una verdadera guerra contra nosotros. La oposición vino de la policía, el director de la escuela y los profesores. En la escuela Dimitria no se persignaba. Las autoridades escolares llamaron a un policía para intentar asustarla y que cediera, pero ella se mantuvo firme. Me llamaron para que fuera a hablar con el director. Me mostró una carta del arzobispo en la que me ordenaba que recogiera a Dimitria y me marchara. No obstante, después de una larga charla, se le permitió quedarse en la escuela.
Algún tiempo después me enteré de que en Kiparissia vivía un matrimonio que había asistido a una asamblea de los testigos de Jehová, y logramos reavivar su interés. Mi esposa y yo también invitamos a otros Testigos de un pueblo cercano a que asistieran a los estudios bíblicos que dirigíamos en nuestro hogar. Al poco tiempo la policía vino y nos llevó a todos a la comisaría para interrogarnos. Se me acusó de utilizar mi casa como lugar de culto sin autorización legal. Pero como no nos metieron en la cárcel, seguimos adelante con nuestras reuniones.
Aunque se me había ofrecido un trabajo, en cuanto el obispo lo supo amenazó a mi patrón con cerrarle el negocio a menos que me despidiera. Por entonces salió a la venta un negocio de fontanería, y pudimos comprarlo. Casi al momento se presentaron dos sacerdotes y nos amenazaron con cerrar el negocio. Unas pocas semanas más tarde el arzobispo ordenó la excomunión de nuestra familia. En aquellos días, a cualquiera que se le excomulgaba de la Iglesia Ortodoxa Griega se le trataba como a un paria. Un policía permanecía delante de nuestra tienda para desanimar a cualquiera que quisiera entrar. Aunque no teníamos ningún cliente, mantuvimos nuestra determinación de abrir la tienda todos los días. Nuestra situación pronto se convirtió en la comidilla de la ciudad.
Detenido y procesado
Un sábado, otra persona y yo fuimos en motocicleta a predicar a una ciudad cercana. La policía nos detuvo y nos llevó a la comisaría, donde nos mantuvo bajo arresto durante todo el fin de semana. El lunes por la mañana nos trasladaron en tren de vuelta a Kiparissia. La noticia de nuestro arresto se extendió, así que se congregó una multitud en la estación del pueblo para vernos llegar con la escolta policial.
Después de ficharnos, nos llevaron ante el fiscal. Comenzó diciendo que leería los cargos que se habían reunido en nuestra contra después de haber interrogado la policía a los aldeanos. Su primera acusación fue: “Nos dijeron que Jesucristo fue hecho Rey en el año 1914”.
—¿De dónde han sacado esa extraña idea? —preguntó el fiscal con cierta hostilidad.
Di un paso adelante, tomé la Biblia que tenía sobre su mesa, la abrí en el capítulo 24 de Mateo y le sugerí que lo leyera. Dudó por un momento, pero al final asió la Biblia y comenzó a leer. Después de unos minutos dijo muy intranquilo: “Oiga, si esto es verdad, debería dejarlo todo e irme a un monasterio”.
—No —le respondí calmadamente—. Debería aprender la verdad bíblica y ayudar a otros a que también la encuentren.
Llegaron unos cuantos abogados, y también pudimos dar testimonio a algunos de ellos durante el día. Pero, curiosamente, esta actividad resultó en que nos imputaran un nuevo cargo: proselitismo.
A lo largo de ese año tuvimos tres juicios. Finalmente se nos absolvió de todos los cargos. La victoria pareció romper el hielo en cuanto a la actitud de la gente hacia nosotros. Desde ese momento comenzaron a abordarnos con mayor libertad y a escuchar lo que les decíamos acerca del Reino de Dios.
Con el tiempo, el pequeño grupo de estudio de nuestra casa en Kiparissia se convirtió en una congregación. Se asignó a un anciano cristiano a nuestra nueva congregación y fui nombrado siervo ministerial. En poco tiempo quince Testigos activos asistían regularmente a las reuniones en nuestro hogar.
De regreso a Australia
Después de dos años y tres meses decidimos regresar a Australia. El tiempo había pasado rápidamente. Mi hija Dimitria se ha mantenido en la fe y ahora está casada con un siervo ministerial de una congregación de Melbourne. En la actualidad sirvo de anciano en una congregación de habla griega de Melbourne, a la que también asisten mi esposa y nuestra hija Martha, de 15 años.
La pequeña congregación que dejamos en Kiparissia ha crecido muchísimo, y gran cantidad de personas deseables han abierto su corazón a las verdades bíblicas. Durante el verano de 1991 pasé unas semanas en Grecia y pronuncié en Kiparissia una conferencia pública sobre la Biblia, a la que asistieron 70 personas. Felizmente, María, mi hermana menor, ha llegado a ser una sierva de Jehová a pesar de la oposición familiar.
Estoy muy agradecido de haber recibido la oportunidad de obtener una verdadera riqueza en Australia: conocimiento y entendimiento de nuestro Creador, Jehová Dios, y de su Reino. Mi vida ahora tiene verdadero propósito, y mi familia y yo esperamos que en un futuro cercano podamos ver las bendiciones del gobierno celestial de Dios por toda la Tierra.—Relatado por George Katsikaronis.
[Fotografías en la página 23]
Kiparissia, el lugar donde viví tras regresar de Australia
Con mi esposa, Alexandra