De león rugiente a manso cordero
Relatado por Enrique Torres, hijo
NACÍ en 1941 en el Caribe, en la isla de Puerto Rico, cuya lengua nativa es el español. Mis padres eran católicos de clase humilde, pero ni ellos, ni mis hermanas, ni mi hermano (que murió de niño) ni yo recibimos nunca formación religiosa, ni frecuentamos la iglesia.
En 1949 nos mudamos de Puerto Rico a Estados Unidos, al sector neoyorquino de East Harlem, conocido como El Barrio, donde vivimos hasta 1953. Me costó mucho adaptarme al inglés; la barrera del idioma me hacía sentir inferior.
Malas influencias
Después nos trasladamos a Prospect Heights (Brooklyn). Durante esa etapa mis amistades lograron que me integrara en una pandilla, de la que acabé siendo el jefe. Luego fui líder de otra banda, que se dedicaba a robar automóviles. Más tarde trabajé de cobrador para los corredores de apuestas ilegales. Tras eso, me dediqué a robar en las viviendas; para cuando tenía 15 años ya había dejado la escuela y había sido detenido varias veces.
Como parte de un acuerdo con la fiscalía, cuando cumplí 16 años fui deportado por cinco años a Puerto Rico para vivir con mi abuelo —policía jubilado muy conocido y respetado— y su familia. Pero al año me envió de vuelta a Brooklyn, pues estaba siempre enredado en peleas de borrachos, andaba con gentuza y robaba en las casas.
La influencia de mi padre en mi vida
Al volver de Puerto Rico a Nueva York me enteré de que mi padre estudiaba la Biblia con los testigos de Jehová. Yo, sin embargo, mantuve un rumbo contrario. Seguí viviendo como un perdido y me entregué a la droga y la bebida. Entré en una banda que robaba en las casas y cometía atracos, lo que llevó a que en 1960 me arrestaran y condenaran a tres años de cárcel.
En 1963 obtuve la libertad bajo fianza, pero enseguida volvieron a detenerme por robar en las casas, y cumplí dos años de prisión en Rikers Island, en la ciudad de Nueva York. Salí libre en 1965, pero aquel mismo año me arrestaron por asesinato. Mi carácter se había vuelto feroz como el del león.
Fui sentenciado a veinte años en Dannemora (estado de Nueva York), donde me envolví en la subcultura carcelaria.
Como ya he indicado, mi padre estudió las Escrituras con los testigos de Jehová. Más tarde se bautizó y fue anciano de una congregación de Harlem. En sus frecuentes visitas a las cárceles donde estuve me habló siempre de Dios, Su nombre y Su propósito.
Ahora bien, cuando me hallaba recluido en Dannemora entré a formar parte de un grupo de usureros. Entretanto, en 1971, estalló un motín en la Penitenciaría de Attica (estado de Nueva York). Los disturbios saltaron a los periódicos y a los noticieros de radio y televisión internacionales. Tras el incidente, los guardias de Dannemora procuraron que no les ocurriese igual; para ello nos aislaron en secciones especiales a los reclusos que pudiéramos ser una mala influencia.
Éramos alrededor de dos mil doscientos presos, de los que pusieron en aislamiento a unos doscientos. Además, decidieron someternos a duras palizas a algunos y, como parte del llamado “tratamiento para modificar la conducta”, darnos fármacos en la comida.
Aunque no era mi primer aislamiento por rebeldía, nunca había recibido un trato tan cruel, lo que me afectó gravemente. Los guardias me golpearon de forma brutal mientras estaba esposado y con grilletes. Además, tuve que soportar vez tras vez insultos racistas debido a mi nacionalidad. Ante tales humillaciones, inicié una huelga de hambre, aunque no estricta, que duró igual que el aislamiento: unos tres meses. Acabé con unos 20 kilos menos.
Los funcionarios de la prisión no hacían caso cuando mi padre les preguntaba por qué tenía peor salud. Esto me dejó abatido, de modo que decidí escribir a algunos políticos solicitándoles ayuda contra el trato abusivo que recibía.
Mi padre fue vez tras vez a los periódicos para denunciar las palizas y vejaciones a que nos sometían, así como el empleo de fármacos en la comida de los reclusos de la sección especial. Solo un diario, el Amsterdam News, respondió publicando un artículo sobre las deplorables condiciones carcelarias. Mi padre también visitó varias veces al comisionado de penitenciarías, en Albany (Nueva York), quien siempre le dijo que yo estaba en una sección normal. El informe que envié a diversos políticos sobre la situación en la cárcel cayó en oídos sordos. Quedé más desanimado que nunca, pues me parecía que ya no había nadie a quien pedir ayuda.
Entonces recordé algunas cosas que me había dicho mi padre, y decidí implorar la ayuda de Dios.
Recurro a Dios
Antes de orar, recordé que él había insistido en que no me dirigiera a Jesús, sino a su padre, Jehová. Postrado en el suelo de la celda, le dije cuánto lamentaba mis acciones, que me habían llevado a pasar más de media vida en la cárcel. Le rogué encarecidamente que me ayudara a salir de aquella situación, pues comprendía que él era el único que podía sacarme del atolladero.
No sé cuánto tiempo estaría orando, pero examiné el pasado, me arrepentí y le supliqué perdón. Le prometí que intentaría aprender más acerca de él. Poco después salí de la “mazmorra” del aislamiento a la sección general, de modo que abandoné la huelga de hambre.
Como había prometido aprender más acerca de Jehová, comencé a leer la Traducción del Nuevo Mundo de las Santas Escrituras. Algo que me atrajo de esta versión bíblica fue el color verde de las tapas, tan agradable entre el gris deprimente de los uniformes, celdas, paredes y pasillos. Me sorprendió que, tras los incidentes de Attica, el Departamento de Penitenciarías cambiara aquel color a verde bosque.
Empecé a leer algunos artículos de las revistas La Atalaya y ¡Despertad! que mi padre me había hecho llegar. Me impresionaron mucho las experiencias de tantos testigos de Jehová que, por lealtad a su fe, habían ido a la cárcel y habían sufrido mucho más que yo. Eran inocentes que, sin cometer delito alguno, habían sufrido injustamente por ser fieles a Dios; a diferencia de mí, que recibía mi merecido. La lectura de estas experiencias me conmovió y me animó a aprender más acerca de Jehová y su pueblo.
Finalmente, un año después, comparecí ante la junta que examinaba las solicitudes de libertad condicional. Se analizó mi caso, incluidos los sufrimientos que pasé en la sección especial, y tuve la dicha de obtener la libertad condicional en 1972.
A las dos semanas asistí al Salón del Reino de los Testigos de Jehová del sector hispano de Harlem. Pero aún me sentía indigno de estar con el pueblo de Dios. Y todavía tenía que aprender más acerca de Jehová, su organización y su pueblo. También necesitaba tiempo para reintegrarme en la sociedad después de tantos años de cárcel.
Lamentablemente, no logré librarme de las malas costumbres. Volví a la droga, la delincuencia y a una vida impía, por lo que terminé con quince años más de condena. Pese a todo, creo que Jehová debió de ver algo bueno en mi corazón, pues nunca me dio por perdido. Puedo asegurar que Jehová nunca abandona ni deja por incorregible a quien está dispuesto a aprender acerca de él, aunque sea en prisión.
Estudio la Biblia en la cárcel
En esta ocasión, ya de vuelta en Dannemora, aproveché la oportunidad de estudiar la Biblia semanalmente con un ministro testigo de Jehová. Luego me trasladaron a Mid-Orange, cárcel de mediana seguridad situada al norte del estado de Nueva York. Fue un gran cambio en comparación con Dannemora, que era de máxima seguridad.
Al cabo de dos años en Mid-Orange, participé con interés en un estudio bíblico aprobado por las autoridades penitenciarias. El estudio lo recibía un compañero cuya madre, testigo de Jehová, se había encargado de solicitarlo. Finalmente, al seguir adquiriendo conocimiento, comencé a poner por obra los principios bíblicos, lo que con el tiempo me llevó a progresar espiritualmente.
Solicité la libertad condicional siete veces, y todas me la denegaron por mi “propensión a delinquir”. Pero la octava consintieron en dármela. Salí en libertad tras cumplir ocho de los quince años de condena.
Liberado finalmente de la oscuridad
Una vez libre, volví a descarriarme y caí por un breve período en la droga. También vivía con una mujer en una unión consensual que había comenzado en 1972. No obstante, reanudé el estudio bíblico con los testigos de Jehová en 1983. Entonces comencé a asistir a las reuniones cristianas con regularidad, pero antes abandoné la droga y el tabaco.
No obstante, no obedecía las leyes divinas del matrimonio, pues aún vivía con mi compañera. Como me molestaba la conciencia, traté de persuadirla a aceptar un estudio bíblico y legalizar la relación casándonos, pero ella decía que la Biblia era un libro escrito por el hombre para dominar a la mujer, y que no hacía falta casarse.
Comprendí que no podía seguir en una relación inmoral con una mujer que no respetaba las leyes divinas del matrimonio, de modo que terminé la relación y me mudé a Brooklyn. Sabía que no podía ir a hablar a la gente acerca de Dios y su propósito si no vivía de acuerdo con Sus leyes.
Con la conciencia limpia, libre de todos mis vínculos antibíblicos, y tras estudiar la Biblia durante tres años, dediqué mi vida a hacer la voluntad de Dios, dedicación que simbolicé al bautizarme en una asamblea de distrito de los testigos de Jehová. Nunca he lamentado la promesa que hice de conocer al Dios cuyo nombre siempre mencionaba mi padre. Hasta el día que Jehová traiga todas las bendiciones que promete en su Palabra, siempre me esforzaré al máximo por cumplir la promesa que le hice en los calabozos de la prisión de Dannemora.
Anhelo el Paraíso
Espero con mucha ilusión el momento en que Jehová transforme toda la Tierra en un bello paraíso (Salmo 37:11, 29; Lucas 23:43). También anhelo que se cumpla la promesa de Dios de que los muertos resucitarán para recibir la oportunidad de vivir eternamente en la Tierra (Juan 5:28, 29; Hechos 24:15). Cuando vuelvan de la sepultura, será maravilloso dar la bienvenida a mis seres queridos, entre ellos mi padre, mi hermano menor y otras personas que tuvieron una muerte prematura. A menudo reflexiono en esta esperanza, lo que me llena de alegría. Otra satisfacción que tengo en la actualidad es que mis dos hermanas y algunos de sus hijos han dedicado su vida a Jehová y se han bautizado.
Cuando doy a conocer mi fe y cuento la historia de mi vida, no puedo menos que sentir gozo al leer a las personas las alentadoras palabras de Salmo 72:12-14: “Él librará al pobre que clama por ayuda, también al afligido y a cualquiera que no tiene ayudador. Le tendrá lástima al de condición humilde y al pobre, y las almas de los pobres salvará. De la opresión y de la violencia les redimirá el alma, y la sangre de ellos será preciosa a sus ojos”.
La paciencia que ha demostrado Jehová conmigo me ha reconfortado y me ha permitido aprender a manifestar las cualidades que Jehová desea que tengan sus siervos: no la ferocidad del león, sino la apacibilidad, la bondad y la mansedumbre del cordero. Este cambio es imprescindible, pues como dice la Palabra de Dios, “a los mansos mostrará favor” (Proverbios 3:34).
[Comentario de la página 12]
“Volvieron a detenerme por robar en las casas, y cumplí dos años de prisión en Rikers Island, en la ciudad de Nueva York. Salí libre en 1965, pero aquel mismo año me arrestaron por asesinato. Mi carácter se había vuelto feroz como el del león.”
[Ilustración de la página 13]
El día de mi bautismo