HERENCIA
Conjunto de bienes que, al morir su propietario, pasa a sus herederos; aquello que se tiene por haberlo recibido de los progenitores o de los antecesores. En Israel la herencia consistía principalmente en posesiones de tierra, aunque también abarcaba los bienes muebles. Además, la Biblia habla de la herencia de cosas de naturaleza espiritual. Por ejemplo, a los cristianos ungidos por espíritu se les llama “herederos por cierto de Dios, pero coherederos con Cristo”. Si permanecen fieles, a ellos les espera “la herencia eterna”. (Rom. 8:17; Heb. 9:15.)
PERÍODO PATRIARCAL
Los fieles patriarcas hebreos Abrahán, Isaac y Jacob no poseían tierra alguna, excepto el campo con la cueva que se usó como sepultura y el terreno que Jacob compró cerca de Siquem. (Gén. 23:19, 20; 33:19.) Concerniente a la residencia de Abrahán en Canaán, el mártir cristiano Esteban dijo: “Sin embargo, no le dio ninguna posesión heredable en ella, no, ni lo ancho de un pie; pero prometió dársela como posesión, y después de él a su descendencia, cuando todavía no tenía hijo”. (Hech. 7:5.) Estos hombres legaron como herencia su ganado y sus bienes muebles. El primogénito heredaba dos partes de la propiedad, en comparación con la que se asignaba a los otros hijos. En el caso del patriarca Job, sus hijas recibieron una herencia de entre sus hermanos, aunque no se dice si esta herencia incluía o no cierta posesión de tierra. (Job 42:15.)
Por algún motivo específico, el padre podía transferir el derecho de primogenitura, dando la herencia del primogénito a un hijo más joven. En los casos registrados en la Biblia, el cambio que se produjo no obedeció a capricho o favoritismo, sino que se hizo por dirección divina. (Gén. 25:23; 46:4; 48:13-19; 1 Cró. 5:1, 2.)
El concubinato era legal. De hecho, en la Biblia a la concubina a veces se la designaba como “esposa”, y se decía que era su “esposo” el hombre con el cual vivía. También se utilizan los términos yerno y suegro dentro de sus respectivas relaciones familiares. (Gén. 16:3; Jue. 19:3-5.) Los hijos de las concubinas eran reconocidos como legítimos y por lo tanto tenían una posición hereditaria igual a la de los hijos de la esposa.
Antes de tener hijos, Abrahán habló de su esclavo Eliezer como el que iba a ser heredero de sus bienes, pero Jehová le dijo que tendría un hijo como heredero. (Gén. 15:1-4.)
PERÍODO DE LA LEY
Bajo la Ley no se permitía que un padre nombrase como su primogénito al hijo de la esposa más amada, a expensas del verdadero primogénito nacido de una esposa menos amada. Tenía que darle al primogénito una porción doble—con respecto a los demás hijos—de todo lo que poseía. (Deu. 21:15-17.) Cuando no había hijos varones, la herencia iba a las hijas. (Núm. 27:6-8; Jos. 17:3-6.) Sin embargo, cuando las hijas heredaban tierras se requería de ellas que se casasen únicamente dentro de la familia de la tribu de su padre, a fin de evitar que su herencia circulase de tribu en tribu. (Núm. 36:6-9.) En los casos en los que no hubiese prole, el orden por el cual pasaba la herencia era el siguiente: 1) los hermanos del difunto, 2) los hermanos de su padre y 3) el pariente consanguíneo más cercano. (Núm. 27:9-11.) La esposa no recibía ninguna herencia de su esposo. Cuando no había descendencia, la esposa pasaba a ser la propietaria de la tierra hasta que fuese redimida por el que tenía el derecho de recompra. En tal caso, la esposa era recomprada junto con la propiedad. (Rut 4:1-12.) Bajo la ley del matrimonio de cuñado, el primer hijo que le nacía a la mujer por medio del recomprador llegaba a ser el heredero del esposo fallecido y conservaba su nombre. (Deu. 25:5, 6.)
Tierras hereditarias
Fue Jehová quien dio su herencia a los hijos de Israel y quien especificó a Moisés los límites de la tierra. (Núm. 34:1-12; Jos. 1:4.) Por su parte, Moisés asignó el territorio correspondiente a los hijos de Gad y de Rubén y a la media tribu de Manasés. (Núm. 32:33; Jos. 14:3.) El resto de las tribus recibieron su herencia por sorteo, bajo la dirección de Josué y Eleazar. (Jos. 14:1, 2.) En armonía con la profecía de Jacob en Génesis 49:5, 7, a Simeón y a Leví no se les dio una sección separada de territorio como herencia: el territorio de Simeón se hallaba dentro del de Judá, en el cual tenía algunas ciudades (Jos. 19:1-9), mientras que a Leví se le dieron cuarenta y ocho ciudades a través de todo Israel. En el caso de los levitas, se dijo que Jehová era su herencia, debido a que habían recibido el nombramiento para servicio especial en el santuario. A cambio de su servicio, los levitas recibían el diezmo como su porción o herencia. (Núm. 18:20, 21; 35:6, 7.) Dentro del seno de cada tribu, las familias recibieron su territorio asignado, y a medida que estas aumentaban y los hijos heredaban, la tierra progresivamente se dividía en parcelas más y más pequeñas.
La tierra no podía venderse a perpetuidad, puesto que permanecía como propiedad de la misma familia de generación en generación. En efecto, la venta de la tierra era únicamente su arrendamiento por el valor de las cosechas que produciría, y el precio de compra se computaba dependiendo del número de años que quedasen hasta el próximo Jubileo. Con la llegada de este acontecimiento, todas las posesiones de tierra volverían a su propietario original, a no ser que la tierra ya hubiese sido recomprada antes del Jubileo. (Lev. 25:13, 15, 23, 24.) En esta reglamentación se incluían las casas que estaban en ciudades no amuralladas, pues eran consideradas como parte del campo abierto. En lo que respecta a una casa emplazada dentro de una ciudad amurallada, el derecho de recompra duraba solamente un año (contando desde el tiempo de la venta), y a partir de este momento se convertía en propiedad del comprador. En lo que tenía que ver con las casas en las ciudades levitas, el derecho de recompra se perpetuaba indefinidamente debido a que los levitas no tenían ninguna herencia de tierra. (Lev. 25:29-34.)
La inviolabilidad de la posesión hereditaria se ilustra en el caso de la viña de Nabot: este rehusó vendérsela al rey o cambiársela por otra viña, y la corona no tenía el derecho de apropiársela. (1 Rey. 21:2-6.) Sin embargo, una persona podía dar por entero una parte de su herencia a Jehová para el santuario. Si lo hacía así, no podía ser redimida, sino que permanecía como propiedad del santuario y de su sacerdocio. No obstante, si alguien deseaba santificar parte de su propiedad para uso temporal del santuario, podía hacerlo, y si posteriormente deseaba redimirla, podía recomprarla por medio de añadir una quinta parte de su valoración. Todo esto, sin duda, protegía de pérdidas a la tesorería del santuario, creando también gran respeto por ella y por lo que allí se ofrecía para la adoración de Jehová. En el caso de que no se desease recomprar el campo, sino permitir que fuese vendido por el sacerdote a otro hombre, entonces, al tiempo del Jubileo, sería como un campo dado por entero y no regresaría al propietario original, permaneciendo como propiedad del santuario y su sacerdocio. (Lev. 27:15-21, 27.)
De lo dicho puede verse que los testamentos no tenían razón de ser y que ni siquiera existía dicha expresión en la terminología hebrea, puesto que las leyes de la herencia eliminaban cualquier necesidad de tal documento. El propietario incluso repartía los bienes muebles durante su vida, o eran repartidos según las leyes de la herencia cuando moría. En la ilustración de Jesús del hijo pródigo, el hijo más joven, al solicitarlo, recibió su porción de la propiedad antes de la muerte de su padre. (Luc. 15:12.)
Beneficios de las leyes hereditarias
Las leyes que regulaban las posesiones hereditarias—y el hecho de dividirlas en porciones más pequeñas a medida que la población aumentaba—eran en sí mismas un factor que contribuía a una mayor unidad familiar. En un país como Palestina—donde predominaban las colinas, al igual que Judea—esto era una ventaja, puesto que propiciaba el que los israelitas hiciesen un uso óptimo de la tierra, incluso formando terrazas en las laderas de las colinas, lo que resultaba en revestir la tierra de belleza y vegetación. De esta forma, el olivo, la higuera, la palmera y la vid proveían alimento para una gran población. El que cada hombre fuese propietario de su tierra originaba un gran amor por el terreno sobre el cual vivía, promoviendo la diligencia y, junto con la reglamentación del Jubileo, restauraba a la nación a su condición original teocrática cada quincuagésimo año. De este modo se ayudaba a mantener una economía equilibrada. Sin embargo, y como en otros aspectos de la Ley, con el tiempo los abusos se fueron introduciendo paulatinamente.
Como Jehová le había dicho a Israel, Él era el verdadero Propietario de la tierra. Desde su punto de vista, ellos eran pobladores y residentes forasteros. Por lo tanto podía sacarlos de la tierra en cualquier momento que lo creyese conveniente. (Lev. 25:23.) Por ejemplo, debido a sus numerosas violaciones de la ley de Dios, fueron enviados al exilio durante setenta años bajo el poder de Babilonia, y permanecieron bajo dominación gentil incluso después de su restauración en 537 a. E.C. Finalmente, en el año 70 E.C., los romanos los desarraigaron completamente del país, vendiendo a miles de ellos como esclavos. Hasta sus registros genealógicos se perdieron o fueron destruidos.
HERENCIA CRISTIANA
Jesucristo, como hijo de David, hereda su trono. (Isa. 9:7; Luc. 1:32.) Como Hijo de Dios, hereda la gobernación celestial mediante el pacto que Jehová hizo con él. (Sal. 110:4; Luc. 22:28-30.) Así, Cristo hereda las naciones para hacer añicos a todos los opositores y para gobernar para siempre. (Sal. 2:6-9.)
De los miembros ungidos de la congregación cristiana se dice que tienen una herencia celestial, llegando a compartir la herencia de Jesús por ser sus “hermanos”. (Efe. 1:14; Col. 1:12; 1 Ped. 1:4, 5.) Esto incluye la Tierra. (Mat. 5:5.)
Como Dios redimió a Israel de Egipto, este pueblo llegó a ser su posesión o “herencia” (Deu. 32:9; Sal. 33:12; 74:2; Miq. 7:14), prefigurando, además, a la “nación” del Israel espiritual, a la que Dios considera su “herencia” porque la posee, habiéndola comprado por medio de la sangre de Jesucristo, su Hijo unigénito. (1 Ped. 2:9; 5:2, 3; Hech. 20:28.)
Jesucristo señaló que las personas que dejan cosas valiosas por causa de su nombre y por causa de las buenas nuevas “[heredarán] la vida eterna”. (Mat. 19:29; Mar. 10:29, 30.)