Siguiendo tras mi propósito en la vida
Según lo relató Jack D. Powers
LA PRIMERA vez que supe de los testigos de Jehová fue el 4 de julio de 1939, en la Calle Market de San Francisco, al observar sus manifestantes de información, y el segundo fue algunos meses después en un bar en Sacramento donde leí la revista Consolación, llamada hoy ¡Despertad! Esto derrumbó mi viejo mundo. Estaba airado por lo que creí que era una propaganda fascista y, al mismo tiempo, adolorido por la profunda herida que me hizo la espada del espíritu que desenmascaró a mi iglesia anterior como la parte principal del sistema de Satanás. Solamente después de pasar una noche sin dormir pensando en los días de mi niñez como monaguillo en la iglesia católica de San Víctor en el distrito aurífero de Cripple Creek en Colorado, mis días escolares en la Escuela Abadía para Varones Católicos en Canon City y el tiempo que pasé como miembro del club católico Newman quedé finalmente convencido de que los testigos de Jehová publicaban la verdad. También pensé en aquel Viernes Santo cuando mis rodillas ardían ante una de las estaciones de la cruz y en que el cura párroco rehusó contestar mis preguntas en cuanto a por qué adorábamos tales ídolos.
Sí, todos estos recuerdos confirmaron que mi iglesia era más diabólica que piadosa. Ya había visto la inutilidad de la religión protestante cuando fui de viaje de vacaciones con un ministro episcopal. Cuando visitamos a un condiscípulo suyo que había llegado a ser obispo episcopal quedamos escandalizados por su habla sobre bienes raíces y bebida de cócteles. ¡Qué sorpresa me fue años después enterarme de que mi viejo amigo había dejado su puesto y se ganaba la vida como panadero! Ahora reconoce que los testigos de Jehová hablan la verdad.
Pasaron unos meses después de las primeras dos veces que tuve que ver con los Testigos, y continué tras lo que creía que era mi propósito en la vida-ser aquilatador y químico de oro y plata. Mientras estaba en una mina al norte de California en Feather River, en 1940, llegué al grado de casi dudar de la existencia de Dios al contemplar la vacuidad espiritual entre los mineros. Me sentía como debe haberse sentido Lot en los días de las corrompidas Sodoma y Gomorra. Decidí entonces cambiar mi propósito en la vida, de modo que presenté mi renuncia. No sabía adónde iba, pero me dirigí al sur para abandonarlo todo. Cuando me detuve para descansar en Los Angeles, un hombre de buena voluntad que aun no había llegado a ser testigo de Jehová comenzó a edificar mi fe y reedificar lo que se había derruido.
Desde ese momento los acontecimientos sucedieron velozmente. Ese mismo día adquirí una Biblia, y el domingo siguiente concurrí a un estudio de La Atalaya acompañado por el hombre de buena voluntad y sus amigos. Ese estudio me convenció que por primera vez en la vida había encontrado gente que verdaderamente creía en Dios. El solo mirar sus rostros al contestar, algunos leyendo y otros hablando directamente pero todos haciendo declaración pública de su fe, me hizo regocijar el corazón.
Un hermano atento había tomado nuestra dirección, y no pasó mucho tiempo antes que una hermana de edad nos visitara. Quedé tan impresionado por la grabación del Juez Rutherford que nos invitó a oír, que pregunté si yo podría ir y tocar algunos de esos discos para otra gente. Dijo que una buena ocasión para que comenzara a testificar sería en la asamblea local que los Testigos estaban por celebrar. ¡Qué asamblea! Escuché atentamente todos los discursos, y entre sesiones mantuve a los Testigos con quienes estaba sentado ocupados contestándome mis muchas preguntas bíblicas. Contestaron cada una. Jamás olvidaré su paciencia y bondad.
Siguió una asamblea en Long Beach que estuvo conectada telefónicamente con Detroit. ¡Cómo disfruté de ella! No perdí ni un solo estudio de La Atalaya después de eso, y comencé a concurrir a las reuniones de servicio. Razoné que si jamás había faltado a misa mientras estuve en la Iglesia Católica, por qué habría de faltar a una reunión ahora que había hallado la verdad.
Salía al campo casi todos los días. Todo lo que hice fue estudiar y predicar hasta que repentinamente se me acabó el dinero. ¿Qué haría ahora? No quería regresar al viejo derrotero. La mina al norte seguía insistiéndome que regresara, ofreciéndome un puesto mejor con un aumento de sueldo. Pero aceptarlo querría decir abandonar la testificación. Mi primera alternativa fue aceptar un trabajo nocturno que me dejaba tiempo libre durante el día para predicar y estudiar. Esto me hizo perder reuniones, de modo que no lo retuve por mucho tiempo. Después de probar dos o tres trabajos distintos que no resultaron porque demandaban demasiado tiempo, encontré un empleo bien remunerado y que me dejaba bastante tiempo, pero era solamente temporario.
Finalmente comencé a considerar la posibilidad de tener como meta en la vida el precursorado. Observé que el Informador continuamente daba énfasis al servicio de precursor. Fue el siervo de zona quien me estimuló. Dijo que Jehová mantenía a los que trabajaban para él. El siervo de zona me aconsejó pagar mis deudas y comenzar a trabajar como precursor. Me dijo que confiara en Jehová.
BENDECIDO COMO PRECURSOR
En mi corazón me resolví a hacer esto mismo. Esa misma noche en una llamada telefónica de larga distancia desde Santa María se me pidió que me presentara a trabajar la mañana siguiente. Tomé esto como un indicio procedente de Jehová y viajé en auto toda esa noche. No era la clase de trabajo que hubiera escogido, pero abría el camino para entrar en la obra de precursor.
En mi primer domingo en la ciudad di con los publicadores locales en una esquina. Era una ciudad donde la necesidad era grande y trabajaban precursores allí. Cada minuto libre que tenía del campo donde trabajaba lo empleaba con este grupo diligente de fieles precursores. Pedí ser puesto en el turno de noche en el trabajo para poder ocupar el día en el servicio del campo, dedicando las horas de precursor. Pero el asistir a las reuniones se hizo un problema. Pregunté al superintendente del campo si podía tomar una hora del período de la cena para asistir al estudio de La Atalaya los domingos por la tarde. Dijo que podía hacerlo y también me permitió usar su automóvil para ahorrar tiempo yendo y viniendo de la reunión. En poco tiempo tuve más que suficiente dinero para pagar mis deudas.
Fijé la fecha de la convención de San Luis como la fecha para renunciar. Cuando llegó, entré al despacho del ingeniero jefe y le dije que renunciaba. No podía entender cómo alguien podía dejar un empleo tan bueno. Ofreció aumentarme el sueldo si me quedaba, pues necesitaban hombres que pudieran hacer mi trabajo. Parecía como si Satanás mismo estuviera haciendo las ofertas, pero yo estaba resuelto a seguir el propósito que me había fijado. Dejé mi empleo y concurrí a la asamblea de 1941. ¡Qué bendición! Estaba en primer lugar en la fila para inscribirme como precursor en la asamblea.
En 1941 me encontré asignado como precursor especial a San Fernando, entonces un territorio aislado. Allí conocí al hermano Federico Anderson y a su esposa, que fueron mis compañeros durante el siguiente año. Aprendí mucho de estos veteranos en el servicio de Jehová.
No tenía dónde vivir y poco dinero para alquilar un lugar, pero un hermano que estaba totalmente lisiado en un hospital debido a una tunda que le había propinado una chusma me prestó su carro-casa. Lo estacioné en el gallinero de un hombre de buena voluntad.
El sol de San Fernando era cálido, pero yo estaba determinado a alcanzar la meta que me había fijado en la vida. Finalmente se nos dio una asignación en Reno, Nevada. Nuevamente Jehová cuidó de que sus obreros recibieran lo que necesitaban. Personas recientemente interesadas nos suministraron algunas frazadas gruesas y ropa de invierno para ese clima más frío. En Reno viví con un hermano anciano muy bondadoso que era deshollinador. Pasamos juntos un invierno agradable, pero bajo el calor de la persecución. La policía nos molestaba continuamente. Casi cada dos días iba a parar a la comisaría.
La oposición más violenta vino una noche helada en la esquina principal de Reno. Dos periodistas locales trataron de golpearme mientras su perro me mordía una pierna. Para empeorar las cosas, la calle se llenó de curiosos que me llamaron espía japonés. Hasta un policía comenzó a propinarme puntapiés. En el momento crítico cuando creí que todo estaba perdido, apareció un coche patrullero sonando su sirena. Aquellos policías dispersaron la chusma y se llevaron a los periodistas a la cárcel. Me permitieron reanudar la predicación. Después de eso muchas personas me felicitaron por mi perseverancia y aceptaron mis revistas. Mientras tanto recibimos tres invitaciones para concurrir a la primera clase de la Escuela de Galaad, lo cual quiso decir obra misional extranjera.
GALAAD Y EL SERVICIO EXTRANJERO
Aunque era un graduado de universidad con título en ingeniería, el curso en Galaad me mantuvo ocupado. ¡Pero qué día fue la graduación! Me produjo mucho más satisfacción que cualquier día de graduación en las escuelas mundanas. El hermano Knorr nos dijo que comenzábamos a vivir una nueva clase de vida, y tendríamos que ser fieles hasta el fin. Desde ese día he visto a muchos de mis condiscípulos y me regocijo de que continúan siguiendo tras su propósito en la vida.
No todos nosotros partimos inmediatamente para nuestras asignaciones extranjeras después de la graduación en 1943. Fui asignado como siervo para los hermanos en el estado de Ohío. Después de unos seis meses me llamaron a Betel para prepararme para mi asignación extranjera en la Argentina. Otro año pasó antes de partir, ¡pero qué año bendito! Durante ese período se me permitió permanecer en Betel y trabajar en la imprenta. Aprendí mucho.
Una mañana el hermano Knorr comentó durante la discusión del texto diario que el único poder capaz de impedir que alguien entrase en un país extranjero sería el espíritu de Jehová, puesto que él es Aquel que ordenó que las buenas nuevas fueran predicadas a todas las naciones. Esto parecía indicar que Jehová estaba abriendo el camino. Después de recibir mi pasaporte quedé, al principio, decepcionado porque el gobierno argentino rehusó otorgarme la visación. Posteriormente se cambió mi asignación al Uruguay.
Después de obtener la visación uruguaya partí de inmediato de Nueva York en compañía de Alberto Mann, un condiscípulo que se dirigía a Chile. Todavía recuerdo el día en que llegamos a la América del Sur por Colombia. Fue en 1945. Las mujeres que llevaban cargas pesadas sobre las cabezas, los automóviles que tocaban sonoramente sus bocinas, y las puertas y ventanas con gruesos barrotes y candados fueron vistas que no se olvidan fácilmente. Nuestra escala en Panamá con los Harvey también queda vívida en mi recuerdo. Los hermanos Knorr y Franz habían de llegar a la Ciudad de Panamá la semana siguiente. Tuvimos el privilegio de ayudar a los Harvey a prepararse para esta visita preparando territorios, tratando de alquilar sillas, dibujando carteles, y cosas por el estilo, todo en una lengua extraña.
El 1 de mayo de 1945, llegué a mi asignación misional en Montevideo, Uruguay. En lugar de hallar publicadores que estuvieran aislados, encontré que uno de mis condiscípulos había llegado antes que yo. También varios precursores alemanes habían sido enviados allí desde Alemania durante la persecución de Hitler. Me esperaban con un buen desayuno, una habitación limpia y territorio. Llegué a las siete de la madrugada y empleé ocho horas en el servicio del campo el primer día.
Aunque era difícil trabajar solo todo el día en un territorio extranjero, Jehová me sostuvo con muchas experiencias benditas. Nuestro primer discurso público fue una de éstas. La presentamos en nuestra propia casa, usando dos habitaciones. Más de veinte personas a quienes había encontrado en el campo vinieron al primer discurso. Algunos se hicieron publicadores y todavía están activos. Tanta gente quería estudiar que no podía cuidar de todos.
Después de trabajar en Montevideo algunos meses fui asignado como siervo de circuito para visitar a las personas interesadas que estaban aisladas en el interior del país. Fue entonces que aprecié lo que Pablo le dijo a Timoteo de no beber agua por causa de su estómago, porque me vi afectado por un caso crónico de diarreas. Cuando me había debilitado tanto que no creí poder continuar, se me asignó a trabajar en la oficina de sucursal. Aunque jamás me repuse totalmente, recobré suficientemente mis fuerzas para poder seguir tras mi propósito en la vida.
Puedo decir que son ciertas las palabras de Jesús de que si una persona abandona hermanos y hermanas en este mundo por su causa, obtendrá muchos más. He llegado a conocer centenares de hermanos y hermanas espirituales. Para seguir tras mi propósito en la vida siguiendo el camino de la verdad tuve que dejar a mi padre y hermanas, a quienes no les agradaba. Me casé con una de las primeras misioneras que vino al Uruguay, y ha sido una compañera muy trabajadora y fiel.
Al mirar hacia atrás por los años, estoy sinceramente agradecido a Jehová por preservarme en su servicio. Por esa razón jamás he rehusado una asignación, no he dejado mi lugar en la organización ni he dejado de adelantar la obra del servicio del campo. ¡Qué privilegio es dedicar todo el tiempo y esfuerzo de uno a servir a Jehová!