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    ¡Despertad! 1971 |   8 de mayo
    • ¿Podrá olvidarlo Lima?

      Por el corresponsal de “¡Despertad!” en el Perú

      ¡EL 9 de enero de 1570! Esa fue una fecha que trajo el terror a la vida del Perú colonial, el recuerdo del cual todavía produce un escalofrío de temor. Extraño como parezca, fue bajo un cielo caluroso y soleado que una nave que enarbolaba los colores de Felipe II, rey de España, entró en la bahía en Callao y ancló en medio de barcazas y bergantines de muchas tierras lejanas. Mientras la tripulación se ocupaba en amarrar el aparejo, los pasajeros zarparon a la costa en un bote pequeño.

      Uno de esos pasajeros, un español, Serván de Cerezuela, llevaba bajo el brazo una cartera oficial, cuyo contenido causaría rápida sensación entre los colonos. Era un documento real, firmado y sellado casi un año antes, un documento que desataría sobre los habitantes una campaña de trescientos años de intimidación y continua aprensión. La autoridad del temible “Santo Oficio,” mejor conocido como la Inquisición Española, se había extendido ahora hasta el Perú.

      Con razón los habitantes europeos del Perú observaron este desenvolvimiento con gran ansiedad. ¿No habían presenciado las operaciones del “Santo Oficio” en sus propios países? Todos los recuerdos y rumores de horribles tormentos mutiladores y muertes dolorosas sin duda se apiñaron en su mente.

      La Inquisición

      Esta pavorosa arma de temor, la Inquisición, fue forjada a principios del siglo decimotercero. Su propósito: el buscar y castigar a los herejes e incrédulos. Comenzó a cobrar forma definida en 1232, cuando el papa Gregorio IX nombró jueces permanentes, que más tarde serían conocidos como “inquisidores.” Todo el que vivía en los llamados países “cristianos” sería obligado a ser leal a la única Iglesia. No habría de permitirse disensión alguna, ni el ejercicio de juicio privado, ni que se pusieran en tela de juicio las doctrinas de la Iglesia.

      Los representantes eclesiásticos insistían en que sus investigaciones, incluso el tormento, se llevaban a cabo por amor a las víctimas. Y en cuanto a la responsabilidad de quemar a un sinnúmero de personas en la hoguera, declaraban que aquellas ejecuciones no las llevaba a cabo la Iglesia, sino la autoridad seglar.

      Pero podemos determinar mejor el asunto en cuanto a la verdadera responsabilidad por una multitud de muertes horribles refiriéndonos a la Catholic Encyclopedia, adonde aparece esta admisión: “Difícilmente se puede dudar la naturaleza eclesiástica predominante del [“Santo Oficio”]. . . . Los papas, por lo tanto, obligaban a las autoridades civiles bajo pena de excomunión a que ejecutaran las sentencias legales que condenaban a los herejes impenitentes a la hoguera.” (Tomo 8, págs. 34, 37) Más tarde, el tormento, que había sido autorizado en 1252 por el papa Inocencio IV, fue confiado a los inquisidores mismos, por razones de secreto.

      Los extremos a que llegaban los inquisidores, supuestamente cristianos, para sacar confesiones o evidencia incriminante de sus víctimas hielan la sangre. A menudo eran monjes escogidos de entre las filas de la Orden de Santo Domingo, hombres cuya vida contranatural sin familia y cuyo fanatismo los había endurecido al grado de no tener compasión alguna por los que sufrían, que no titubeaban en lo más mínimo en infligir los tormentos más dolorosos.

      Lima bajo el azote

      Con razón, pues, los habitantes de Lima quedaron consternados. Ahora ningún secreto sería sagrado. Toda declaración de una persona podría llegar a ser base para una acusación. La persona podría ser denunciada por su propia esposa, esposo, hijo, padre o madre. De hecho, ésa era la mira del “Edicto de las delaciones,” un documento que se leía cada tercer domingo de la Cuaresma después de “misa y sermón solemnes.” Los siguientes extractos de los Anales de la Inquisición de Lima hablan por sí mismos:

      “Nos los Inquisidores contra la herética pravedad y apostasía en los reinos del Perú, a todos los vecinos y moradores de la ciudad de los Reyes, salud en Cristo.

      “Por cuanto os hacemos saber que, para mayor acrecentamiento de la fe, conviene separar la mala semilla de la buena, y evitar todo deservicio a Nuestro Señor, os mandamos a todos y a cada uno de vosotros, que si supiereis, hubiereis visto u oído decir que alguna persona viva, presente, ausente o difunta haya dicho o creído algunas palabras u opiniones heréticas, sospechosas, erróneas, temerarias, malsonantes, escandalosas o blasfemas, lo digáis o manifestéis ante Nos.

      “Os mandamos denunciar ante Nos si sabéis o habéis oído decir que algunas personas hayan guardado los sábados en observancia de la ley de Moisés, . . . O hayan afirmado . . . que Jesucristo no es Dios, . . . O que no nació de Nuestra Señora, siendo virgen antes del parto, en el parto y después del parto. . . . O que el Papa y los ministros del altar no tienen poder para absolver los pecados. . . . O que no hay purgatorio y que en las iglesias no debe haber imágenes de santos.—O que no hay necesidad de rezar por los difuntos. . . .

      “Item, os mandamos que nos aviséis si habéis oído decir o sabéis que alguna persona tenga Biblias en romance. . . .

      “Por ende, por el tenor de la presente amonestación, exhortamos y requerimos, so pena de excomunión mayor, . . . mandamos a todos y a cada uno de los que supiereis o hubiereis hecho algunas de las cosas arriba declaradas, que vengáis y parezcáis ante Nos, personalmente, a decirlo y manifestarlo, dentro de los seis días siguientes al de la publicación de este edicto, o que llegare a vuestro conocimiento.”

      ¿No es evidente que ese Edicto fue ideado para poner la mano de todo hombre contra su hermano, para animar a la gente a espiarse unos a otros?

      La Calesa Verde podía aparecer a cualquier hora del día o de la noche en las calles de Lima. Enviada por los inquisidores para traer al acusado, era una vista que infundía temor mortal en quien la contemplaba. Hasta el ciudadano común se llenaba de pavor al verla avanzar lentamente por la calle. ¿Qué había hecho ahora? ¿Qué indiscreción había cometido? ¿Quién habría informado acerca de él? Y cuando, a medianoche, se oía un golpe seco en la puerta, bastaba para traspasar a los ocupantes de terror craso. ¿Podría ser la Calesa Verde?

      Víctimas de toda clase

      Tan solo durante el período colonial se informa que cincuenta y nueve personas fueron quemadas en la hoguera en el Perú. Los cargos incluían blasfemia, hechicería, bigamia, el poseer una Biblia en el idioma común de la gente, apostasía, el profesar una fe no católica. Hasta miembros de alto rango del clero no estaban exentos. El 13 de abril de 1578, fray Francisco de la Cruz fue quemado en la pira por enseñar que la Iglesia era culpable de la práctica de comprar y vender puestos oficiales dentro de la Iglesia; que la confesión auricular debería abolirse; que los monjes y los clérigos deberían casarse, y que las Santas Escrituras deberían estar en la lengua común.

      El 29 de octubre de 1581, un pirata inglés, el capitán John Oxnem, y dos miembros de su tripulación, fueron quemados, no, no por piratería en alta mar, sino por ser luteranos. El 17 de noviembre de 1595, el portugués Juan Fernando de las Heras y tres de sus conciudadanos fueron quemados, habiendo sido acusados de ser “judíos judaizantes.” Habían observado el sábado del séptimo día.

      El castigo de las personas a quienes se declaraba culpables era convertido en un acontecimiento público, llevado a cabo con solemnidad y pompa. El auto-da-fé (literalmente, acto de la fe,) comenzaba en las primeras horas de la mañana y duraba hasta bien entrada la noche. El clero y los ciudadanos prominentes buscaban asientos de “primera fila,” para poder contemplar mejor a los condenados en sus momentos finales de agonía en el fuego. Los gritos y los vítores del populacho fanático a menudo ahogaban los gritos, de las víctimas.

      La central del “Santo Oficio” en Lima

      Pocos visitantes a Lima están informados de la historia del edificio con remate triangular, de seis columnas, de estilo grecorromano que domina la Plaza Bolívar a la vuelta de una de las avenidas más bulliciosas de la ciudad. Uno puede entrar en sus confines tranquilos y contemplar la Biblioteca de la Cámara de Diputados; hojear los documentos amarillentos firmados por hombres prominentes de la República temprana: Simón Bolívar, José de la Mar y otros; uno puede maravillarse del cielo raso de caoba intrincadamente tallado; y no obstante no tener la más leve sospecha en cuanto al uso original del edificio.

      Pero allá en septiembre de 1813 los ciudadanos de Lima supieron todo acerca de esa central de la Inquisición en el Perú. Eso fue cuando el virrey Abascal hizo público el decreto jurídico oficial firmado en Cádiz el 22 de febrero del mismo año, que abolía el “Santo Oficio.” Dando salida a su odio y sus frustraciones reprimidas, invadieron y saquearon el edificio. Así, también, obtuvieron sólida evidencia de los horrores que se rumoraba que sucedían dentro de él. Algunos de los artículos descubiertos fueron:

      Un crucifijo de tamaño natural con una cabeza movible que podía manipularse con cuerdas desde detrás de una cortina de terciopelo verde. Muchas víctimas crédulas deben haberse imaginado que Cristo mismo había intervenido contra ellas.

      Una mesa, de dos y medio por dos metros, con un torno impulsado por una rueda. Sobre ella se colocaban las víctimas y entonces se les estiraba, literalmente, hasta que las coyunturas y los ligamentos no podían resistir más.

      Recargado en una pared, un cepo en el cual se colocaban la cabeza y las manos mientras la víctima era azotada desde atrás sin jamás ver a su atormentador. En la pared había látigos de cordel anudado y alambre.

      Una túnica para atormentar hecha de alambre entrelazado con centenares de pinzas diminutas que atormentaban la carne a cada movimiento, por leve que fuera, de los músculos del que la llevaba.

      Otros instrumentos mortíferos eran pinzas para la lengua, tornillos para mutilar los dedos, y cosas por el estilo.

      Todavía se puede ver el lugar donde el aturdido acusado lleno de terror se paraba delante de los inquisidores; la gruesa puerta de madera con su diminuta mirilla que revelaba solo el ojo del acusador anónimo; la pared original de la cámara de detención, donde la escritura nítida del educado y los casi ilegibles garabatos del pobre registran sus alegaciones de inocencia, sus silenciosos gritos por justicia.

      Razón para recordar

      Pero ¿es todo eso historia pasada, una pesadilla, de la cual es mejor olvidarse? Aunque han pasado cuatro siglos desde que el “Santo Oficio” fue establecido oficialmente en el Perú, Lima no olvida. De hecho, La Prensa, uno de los principales periódicos de Lima, publicó recientemente un artículo acerca de la Inquisición, un artículo que de nuevo sacudió la memoria de la “ciudad de los Reyes.”

      Al reflexionar ahora en el terrible registro de la Inquisición, podemos notar que la desatención a la enseñanza de la Biblia fue una causa prominente. Es imposible obligar por la fuerza a la gente o apremiarla a tener fe en Dios. La persona tiene que recibir enseñanza de los mandamientos de Cristo según se manifiestan en la Biblia. (Rom. 10:17) Aun cuando una persona que afirme ser cristiana viole lo que es correcto, ha de ser examinada, de acuerdo con la Biblia, y su culpa debe ser determinada por el testimonio de dos testigos creíbles. (Mat. 18:16; Juan 8:17) Entonces, si resulta culpable y no se arrepiente, el malhechor puede ser expulsado de la asociación de creyentes verdaderos. (1 Cor. 5:11, 13) En ninguna parte de la Biblia se autoriza el esfuerzo de arrancar testimonio autoincriminador o de ninguna otra clase usando tormento.

      El registro bíblico muestra que cuando muchos apostataron de la fe en el primer siglo (Juan 6:66) los apóstoles de Cristo no recurrieron a la intimidación, la fuerza y la violencia. ¿Por qué? Porque no podían hacer más de lo que se les mandó, a saber, “hagan discípulos de gente de todas las naciones, . . . enseñándoles” de la misma manera apacible que ejemplificó Cristo mismo.—Mat. 28:19, 20.

      Puesto que la desatención a la Biblia y al estudio bíblico resultaron en los horrores de la Inquisición, ¿qué hay de la situación hoy en día? Esta misma desatención a la Biblia ha llevado a los católicos a pelear y matar a católicos en guerras y revoluciones. El Times de Nueva York del 29 de diciembre de 1966 declaró: “En el pasado las jerarquías católicas locales casi siempre apoyaban las guerras de sus naciones, bendiciendo tropas y haciendo oraciones por la victoria, mientras que otro grupo de obispos en el lado contrario públicamente oraba por el resultado contrario.”

      El desatender a la Biblia está muy esparcido por toda la cristiandad. El fruto de esa desatención ha sido el presente ascenso repentino de la violencia. Las personas de corazón sincero y honrado deben preguntarse: ¿Continuaré siendo parte de una organización religiosa que no inculca las verdades de la Biblia por palabra y por ejemplo? Mientras no se preste atención apropiada a las enseñanzas de la Biblia, esas personas de corazón sincero y honrado no se atreven a olvidar la lección de la Inquisición. ¡Y por la misma razón, Lima no la puede olvidar!

      [Ilustración de la página 21]

      Un auto-da-fé, según un grabado de aquel tiempo

  • Jubilación obligatoria
    ¡Despertad! 1971 |   8 de mayo
    • Jubilación obligatoria

      ✔ El Dr. I. S. Wright, presidente del Colegio Americano de Médicos, después de treinta años de estudiar los problemas de los ancianos, dice que el presente sistema de jubilación obligatorio es deplorable: es un desperdicio de energías y capacidades humanas; es discriminatorio; es perjudicial a la economía. Los registros muestran que los trabajadores de más de sesenta y cinco años de edad faltan menos a su trabajo que los trabajadores que andan en sus años veinte. Las estadísticas de los seguros parecen indicar que los hombres que siguen trabajando viven más, mientras que los que se jubilan de mala gana evidentemente ni siquiera viven los años que se les asignan en las tablas de los seguros de vida.

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