Esperanza para el alma
¿Cuán perdurable es usted? ¿Qué le espera a usted al morir? ¿Dolor, placer, o extinción? Este artículo le ayuda a considerar la esperanza que la Biblia le brinda al alma.
¿POR qué erigen los hombres monumentos y estatuas en su propio honor? ¿Por qué preservan afanosamente su memoria en museos, biografías y libros de historia? Un general norteamericano contesta: “Los monumentos de las naciones son todos protestas contra la nada de después de la muerte; también lo son las estatuas e inscripciones; lo es también la historia.” ¿Por qué será que muchos hombres moribundos prefieren la enfermedad y el dolor más bien que la muerte? ¿Por qué, a pesar de afirmar que tienen esperanza de una vida futura, se agarran de la última pizca de esta vida, por dolorosa que sea? ¿Porque temen la posibilidad del infierno en lugar del cielo? Más bien, porque sencillamente no pueden resignarse a la idea de que ellos, con sentidos, habilidades y aspiraciones, ellos, las personas más importantes de su propio universo, estén llegando a su fin, estén dejando de ser. ¡En realidad preferirían el dolor! Según dijo el poeta Bailey, quien no abrigaba la esperanza hindú o budista de nirvana o extinción: “El infierno es más soportable que la nada.”
Para el primer hombre esto no constituía ningún problema. Su Creador le había dado un cuerpo vibrantemente saludable, una mente penetrante y activa, una esposa como ayuda idónea y un hermoso parque jardín en el cual vivir. La muerte estaba muy apartada de sus pensamientos, porque no habría tal cosa mientras él permaneciera fiel a los mandatos de su Creador. (Gén. 2:15-25) Pero entonces él se desvió y “por medio de un solo hombre el pecado entró en el mundo y la muerte por medio del pecado, y así la muerte se extendió a todos los hombres.” (Rom. 5:12) Echados del jardín de Edén, el hombre y la mujer supieron por experiencia de qué manera el que los había tentado había mentido a la mujer. Él había prometido continuación de la vida humana a rebeldes. Pero rápidamente en el Edén les vino del Creador la sentencia de muerte, su expulsión del jardín de Edén, y con el tiempo el golpe de la muerte descendió sobre su hijo Abel y allí yació, inmóvil y frío. El pesar que esa muerte prematura debe haber causado sólo fué parte de más dificultades futuras. El temor que depositó en el corazón de ellos no había de levantarse nunca hasta que fuera silenciado en la muerte el propio corazón de ellos, porque el Adán moribundo descubrió que lo único que él podía engendrar era una raza de hombres “que por temor de la muerte estaban sujetos a la esclavitud durante toda su vida.”—Heb. 2:15; Gén. 3:1-4:16.
¡Qué lóbrega perspectiva ésta! De su cabeza de familia, Adán, la humanidad aprendió exactamente cuán desolada era su porción. Del polvo de la tierra habían sido formados y el aliento de vida, soplado en sus narices, los había puesto en movimiento, hizo que vivieran. El obedecer al Creador habría dado razón para que sus cuerpos de polvo permanecieran vivos para alabanza de él. La desobediencia les robó el merecer la vida. ¡De vuelta a la nada irían! “Porque polvo eres y a polvo volverás.”—Gén. 2:7; 3:19; 5:1.
Pero “la idea de ser nada después de la muerte le es una carga insoportable al hombre virtuoso,” declaró Dryden, hablando en nombre de los cristianos profesos. Y, podríamos añadir, también lo es al hombre no virtuoso. A ningún hombre le gusta ver sus obras, sea que fueren buenas o malas, reducirse a nada, su persona desmoronarse en polvo, su nombre pasar de los labios de los hombres, su reputación hundirse en el olvido. Muchos que no logran atraerse atención por obras buenas se entregan a obras malas para que se les note y se hacen “personajes” para que los hombres los recuerden largo tiempo y hablen de ellos.
El deseo de recibir atención, recordación, o mejor todavía, durabilidad, dió a luz una idea nueva en mentes que a tientas buscaban consuelo y solaz. Seguramente, pensaban, esto no puede ser todo lo que hay del hombre. Él puede pensar, razonar, imaginar, hasta inventar o “crear,” en cierto sentido de la palabra. “¿Puede el mero polvo hacer eso?,” razonaban ellos. El filósofo griego Aristóteles formuló en palabras la respuesta a esto para ellos: “Sea lo que fuere aquello dentro de nosotros que siente, piensa, desea y anima, es algo celestial, divino, y, por consiguiente imperecedero.” ¡Ah, allí estaba! ¡El hombre no podía morir, en realidad no moría, era inmortal!
Pero ¿cómo armonizar la idea con la realidad observable de la muerte, la cesación de la existencia? Algunos descubrieron que de noche soñaban y en sus sueños iban en viajes largos, no estorbados, por decirlo así, por las condiciones físicas. Al despertar, allí estaban en el mismo lugar en que estaban cuando se durmieron. Sus amigos y parientes testificaban que habían estado allí todo el tiempo. Los hombres llenos de esperanzas inmediatamente interpretaron esto como prueba de que poseían una vida en su interior—un alma, vinieron a llamarla—que podía vencer las limitaciones físicas y escaparse del cuerpo. Alma inmortal era ésta, y por lo tanto un escape de la realidad de la muerte, de la nada.
El registro acerca de esto se pone de manifiesto en las excavaciones arqueológicas de sitios antiguos. Entre los ghassulianos antediluvianos se hallaron sepulcros forrados de piedras en los que había adornos y alfarería que originalmente contenía alimento al tiempo del entierro. ¡Alimento para el alma que se había ido! En Eridu aguardaban descubrimientos parecidos. Para esta gente los animales también poseían la inmortalidad. ¿Prueba? El sepulcro de un niño forrado de piedras contenía no sólo los huesos del niño y de su perro, sino también ¡un tazón de alimento para el niño y un hueso para el perro!
Ya que se abrigaban ideas de que el hombre limitado a la tierra se escaparía a un mundo espiritual, en la mente de los hombres se estableció contacto con un “mundo de los dioses.” Fué un paso corto, entonces, de allí a la creencia en la comunicación con los amados que habían muerto, a la adoración de antepasados, a la deificación de “grandes” hombres que habían pasado al “más allá.”
EL ALMA HUMANA
Y así surgió una doctrina, la doctrina de la inmortalidad del alma, el escape del alma, la supervivencia del alma. El alma, según esta idea, era el verdadero hombre, el hombre interior; el cuerpo era solamente la concha exterior que alojaba al alma durante sus viajes y pruebas terrenales, la cual se echaba a un lado como la mariposa hace con el capullo, mientras que el alma flotaba camino al cielo. El alma era algo indefinible, inmaterial.
Pero quizás el observador considere raro que la evidencia de esta creencia se halle entre aquellas naciones que siempre estuvieron alejadas de la adoración de Jehová; a saber, en la civilización antediluviana que fué destruída, en la cultura babilónica, en las estructuras religiosas egipcias, asirias, medo-persas, grecas y romanas paganas, entre otras.
Más extraño todavía, al menos para los de la cristiandad a quienes se les ha enseñado la doctrina de la inmortalidad, debería ser el cuadro extremadamente humano que el Libro de libros de ellos pinta del alma. Este no dice, como los maestros de ellos, que el alma es infundida en el cuerpo al tiempo de nacer, que el cuerpo nace pero no el alma. La Biblia dice que las almas nacen, que la esposa de Jacob, Lea, “dió a luz éstos a Jacob: dieciséis almas.” Sus pastores religiosos pueden aceptar ideas evolutivas respecto al desarrollo del cuerpo humano desde bestias, pero ellos dicen que la infusión del alma por Dios es lo que hizo que ese cuerpo fuera un hombre a la imagen de Dios.—Gén. 46:18.
La Biblia dice que Jehová creó, que no evolucionó, al primer hombre: “Procedió a formar al hombre del polvo de la tierra y a soplar en sus narices el aliento de vida, y el hombre vino a ser alma viviente.” No como algo inmaterial, indefinible dentro del hombre, el alma se define claramente como una combinación del cuerpo de polvo y el aliento de vida. Cuando el hombre muere se invierte el proceso que hizo que el hombre fuera alma, “y el polvo torne al polvo como antes era, y el espíritu [fuerza de vida] se vuelva a Dios, que lo dió.” (Gén. 2:7; Ecl. 12:7, Mod) ¿Se preserva el estado consciente, entonces, por medio del escape de un “alma”? O ¿es este “espíritu” que se vuelve a Dios algo consciente? No, porque cuando el hombre muere “sale su espíritu, y él se torna en su tierra: en ese mismo día perecen sus pensamientos.” Él desciende a la nada.—Sal.146:4, Mod.
Entre su nacimiento y su muerte el alma despliega atributos asombrosamente humanos para algo que supuestamente es etéreo y divino. Posee sangre, siente hambre, come carne, uvas y un panal de miel. Puede ser amenazada por una espada y despedazada por un león. (Gén. 9:5; Deu. 12:20; 23:24; Pro. 27:7; Sal. 22:20; 7:2) Sí, el alma verdaderamente es humana; la criatura humana es el alma y cuando muere la criatura humana muere el alma, toda ella. No acepte nuestra palabra en cuanto a ello, sino la de Dios: “El alma que pecare, ésa es la que morirá.”—Eze. 18:4, 20, Mod.
“Pero,” quizás contradigan algunos, “ese cuerpo muerto que yace allí delante de nosotros cuando muere el hombre, ese cadáver sin vida, eso no puede ser todo lo que queda de un alma. La vida se ha ido, el estado consciente, la sensibilidad. Tiene que haber un ‘alma’ que salga del cuerpo muerto y siga su camino.” Oh, pero la traducción al español de Ageo 2:13 (Val) habla de un “cuerpo muerto” y al hacerlo traduce la sola palabra hebrea, néfesh, que en otras partes se traduce “alma.” De modo que el cuerpo muerto, en lenguaje bíblico, es en realidad un alma muerta, y Números 6:6 usa la misma expresión al amonestar a todo el que quisiera permanecer ceremonialmente limpio de que “él . . . no puede venir hacia ninguna alma muerta.” ¿Qué hay de incorrecto en hablar de esa manera? ¡Nada! ¿No nos referimos a un cadáver como un “hombre muerto,” aunque sólo parte de lo que constituye al hombre todavía se vea? Un hombre vivo es un alma viviente; un hombre muerto, un alma muerta.
¿Es difícil aceptar el que cuando muere un hombre no haya ninguna vida que sobre y siga viviendo en alguna parte? ¿Todavía pregunta usted: “¿Adónde se fué la vida?” Para ayudarle a entender esto podríamos preguntar: “Cuando se separa el agua en sus partes componentes, hidrógeno y oxígeno, ¿adónde se va el agua?” O de nuevo, cuando se quita el oxígeno a la llama de una vela, ¿adónde se va la llama? Hace un momento el proceso de combustión unía el material en la mecha con oxígeno y había una llama. ¿Dónde está la llama ahora? La respuesta en ambas ilustraciones es “en ningún lugar.” Se requiere hidrógeno y oxígeno para hacer agua; sepárelos y el agua deja de existir. Se requiere material combustible y oxígeno para hacer una llama; sepárelos y la llama deja de existir. Se requiere cuerpo y aliento de vida para producir un alma; sepárelos y el alma deja de existir.
“¿Dónde quedo yo en todo esto?” quizás pregunte usted. “Espero morir algún día, como todos los demás. Si Dios me hizo así, ¿qué futuro tendré?”
¿QUÉ FUTURO PARA EL ALMA?
En la mente de naciones que rechazan a Jehová Dios y a su Hijo Cristo Jesús esa pregunta ha resultado en la doctrina de la inmortalidad del alma. No fué así, sin embargo, en la mente de los que escribieron las susodichas descripciones inspiradas bíblicas del alma mortal. Puede usted estar seguro de que ellos tenían una esperanza. Tenga la plena seguridad de que el Dios que le dió a su primera creación humana perfecta la esperanza de vivir para siempre si era obediente no dejó sin esperanza a estos fieles, aunque moribundos, escritores de la Biblia.
En el capítulo once de su carta a los hebreos, Pablo el apóstol repasa la historia de la vida fiel de algunos de estos hombres. Con elocuencia él relata sus triunfos de fe, triunfos sobre espada, fuego, fieras, reinos opositores, sí, y sobre sus propias debilidades. ¿Por qué aguantaron todo esto tan fielmente? “Para que pudieran alcanzar una resurrección mejor.” (Heb. 11:32-35) ¡No la inmortalidad, sino la resurrección es nuestra esperanza!
¿Resucitar a un alma que se ha desintegrado? ¿Cómo? ¿Qué hay que se pueda resucitar? ¿Qué vestigio queda de hombres fieles que han estado muertos ya por siglos? El único factor en el universo que posibilita la resurrección es la memoria, la mejor memoria del universo, la memoria de Dios. “La memoria del justo será bendita; pero el nombre de los inicuos se podrirá.” (Pro. 10:7, Mod) Los inicuos voluntariosos se habrán ido para siempre, y pueden ser cosa pasada y olvidada, pero, debido a la poderosa memoria de Jehová, hombres fieles como Abrahán, Isaac y Jacob “todos ellos están viviendo desde su punto de vista.” (Luc. 20:38) Es verdad que como almas vivientes ellos hace mucho dejaron de existir; ellos “no son,” pero Jehová es el Dios que “da vida a los muertos y llama las cosas que no son como si fueran.”—Rom. 4:17.
Los patrones o modelos de vida fieles se preservan indeleblemente, en todos sus detalles intrincados, en la mente de Aquel a quien le es posible conocer personalmente a cada una de las estrellas que parecen ser innumerables. “El que cuenta la muchedumbre de las estrellas, y a todas ellas las llama por sus nombres.” (Sal. 147:4, Mod) Yaciendo en sus tumbas, dondequiera que estén, los fieles están abarcados por la memoria ilimitable de Dios. Además, “la hora viene en la cual todos los que están en las tumbas memorialescas oirán su voz y saldrán.” (Juan 5:28, 29) Aquel cuyo poder incomparable creó o constituyó a las primeras almas humanas puede reconstituir a la vida a fieles almas humanas, puede ponerlas de pie otra vez con vida. Eso es lo que quiere decir resurrección.
Ese es el verdadero objetivo del deseo del hombre, el fin cabal de su larga búsqueda de la existencia continuada, la contestación a su pregunta, expresada por el fiel Job: “Cuando muere el hombre, ¿podrá acaso volver a vivir?” (Job 14:14, Mod) “Sí,” contesta la Biblia, “si su fidelidad lo preserva en la memoria de Dios.” A algunas personas en estos últimos días angustiosos de este viejo mundo les pueden venir aun mayores bendiciones, el privilegio de sobrevivir al fin de este mundo y nunca morir, así como “unas pocas personas, es decir, ocho almas, fueron llevadas a salvo a través del agua” cuando descendió el diluvio del día de Noé. (1 Ped. 3:20) Que todo el razonar, anhelar y escudriñar que usted haga fije su fe y esperanza, no en las falsas promesas paganas de inmortalidad, sino en la promesa que Dios hizo y que usted ha visto al mirar con los ojos de Su Palabra.