Capítulo 8
El Creador se revela a sí mismo para nuestro beneficio
UNOS tres millones de personas se hallaban, entre truenos y relámpagos, frente al monte Sinaí, una elevada montaña de la península del mismo nombre. Bajo el monte, envuelto en nubes, el suelo tembló. En tales circunstancias memorables, Moisés introdujo al antiguo pueblo de Israel en una relación formal con el Creador de los cielos y la Tierra (Éxodo, capítulo 19; Isaías 45:18).
Pero ¿por qué se revelaría el Creador del universo de un modo especial a una sola nación, que además era comparativamente pequeña? Moisés dio la razón: “Por amarlos Jehová, y por guardar la declaración jurada que había jurado a sus antepasados” (Deuteronomio 7:6-8).
Esta declaración indica que el contenido de la Biblia incluye mucho más que solo hechos sobre el origen del universo y la vida en la Tierra. Informa asimismo sobre la relación del Creador con el hombre, en el pasado, en el presente y en el futuro. La Biblia es el libro más estudiado del mundo y el de mayor circulación, de modo que cabría esperar que todo el que valorara la educación la conociera bien. Obtengamos, pues, una visión de conjunto de su contenido, empezando por la sección llamada Antiguo Testamento. Este repaso nos ayudará, además, a profundizar en la personalidad del Creador del universo y Autor de la Biblia.
En el capítulo 6, “¿Puede confiarse en un relato antiguo de la creación?”, vimos que el primer libro de la Biblia nos ofrece la única información disponible sobre nuestros primeros antepasados, nuestros orígenes. Pero este libro bíblico dice mucho más.
Las mitologías griegas y de otros pueblos hablan de un tiempo en que los dioses y los semidioses se relacionaron con los seres humanos. Por otra parte, los antropólogos han descubierto en todo el mundo leyendas sobre un diluvio antiguo que barrió a la mayor parte de la humanidad. Mitos, sí, pero ¿sabíamos que solo el libro de Génesis nos revela los hechos históricos subyacentes que más tarde evocaron tales mitos y leyendas? (Génesis, capítulos 6, 7.)a
En el libro de Génesis también leemos acerca de hombres y mujeres —gente creíble con quienes podemos identificarnos— que sabían de la existencia del Creador y tuvieron en cuenta su voluntad en la vida. Vale la pena conocer a hombres como Abrahán, Isaac y Jacob, que fueron algunos de los “antepasados” a los que Moisés hizo alusión. El Creador llegó a conocer a Abrahán y lo llamó “mi amigo” (Isaías 41:8; Génesis 18:18, 19). ¿Por qué? Porque después de observarlo confió en él como hombre de fe (Hebreos 11:8-10, 17-19; Santiago 2:23). La experiencia de Abrahán muestra que Dios es accesible. Aunque su poder y capacidad son impresionantes, Dios no es una mera fuerza o causa impersonal. Es una persona real con quien los seres humanos como nosotros pueden cultivar una relación respetuosa para su beneficio duradero.
Jehová prometió a Abrahán: “Mediante tu descendencia ciertamente se bendecirán todas las naciones de la tierra” (Génesis 22:18). Esta promesa complementa o extiende la que se hizo en tiempos de Adán sobre una venidera “descendencia” (Génesis 3:15). Efectivamente, lo que Jehová le prometió a Abrahán confirmó la esperanza de que con el tiempo vendría alguien —la Descendencia— que haría posible la bendición de todos los pueblos. Este es el tema central de la Biblia, de principio a fin, lo que pone de relieve que este libro no es una colección de diversos escritos humanos. Además, conocer el tema de la Biblia nos permite entender que Dios utilizó a una nación antigua con el objetivo de bendecir a todas las naciones de la Tierra (Salmo 147:19, 20).
Este objetivo expreso indica que Jehová ‘no fue parcial’ cuando trató con Israel (Hechos 10:34; Gálatas 3:14). Es más, aunque Dios trató principalmente con los descendientes de Abrahán, la gente de otras naciones también podía unirse a ese pueblo para servir a Jehová (1 Reyes 8:41-43). Y, como veremos posteriormente, la imparcialidad de Dios es tal que hoy todos nosotros —sin importar cuál sea nuestra etnia o nacionalidad— podemos conocerle y agradarle.
La historia de la nación con la que el Creador trató durante siglos es muy instructiva. Dividámosla en tres partes. A medida que repasamos cada una de ellas, veamos cómo Jehová hizo honor a su nombre, “Él Hace que Llegue a Ser”, y cómo reflejó su personalidad al tratar con gente real.
Parte I: Una nación gobernada por el Creador
Los descendientes de Abrahán llegaron a ser esclavos en Egipto. Finalmente, Dios levantó a Moisés, quien los libertó en 1513 a.E.C. Dios fue el gobernante de la nueva nación de Israel. Pero en 1117 a.E.C., esta quiso un rey humano.
¿Cómo llegó a estar el pueblo de Israel con Moisés en el monte Sinaí? El libro bíblico de Génesis lo explica. Con anterioridad, cuando Jacob (llamado también Israel) vivía al nordeste de Egipto, se declaró un hambre por todo el mundo conocido de aquel tiempo. Jacob, preocupado por su familia, se dirigió a Egipto en busca de alimento, sabedor de que en ese país había abundancia de grano almacenado. Descubrió que el administrador de los alimentos era su propio hijo, José, a quien había dado por muerto años antes. Jacob y su familia se mudaron a Egipto, y se les invitó a quedarse en el país (Génesis 45:25–46:5; 47:5-12). Sin embargo, después de la muerte de José, un nuevo Faraón sometió a los descendientes de Jacob a trabajos forzados, y “[siguió] amargándoles la vida con dura esclavitud en trabajos de argamasa de barro y ladrillos” (Éxodo 1:8-14). Podemos leer estos sucesos y otros en el gráfico relato de Éxodo, el segundo libro bíblico.
Se maltrató a los israelitas por décadas, y “su clamor por ayuda siguió subiendo al Dios verdadero”. Buscar la ayuda de Jehová era el proceder que dictaba la sabiduría. Él se interesaba por los descendientes de Abrahán y estaba resuelto a cumplir Su propósito de suministrar una bendición futura para todos los pueblos. Jehová ‘oyó el gemido de Israel y se dio por avisado’, lo que nos enseña que el Creador se compadece de quienes sufren maltrato (Éxodo 2:23-25). Escogió a Moisés para liberar a los israelitas de la esclavitud. Pero cuando Moisés y su hermano, Aarón, se presentaron ante Faraón para pedirle que dejara marchar al pueblo esclavizado, este respondió con aire desafiante: “¿Quién es Jehová, para que yo obedezca su voz y envíe a Israel?” (Éxodo 5:2).
¿Podemos imaginarnos al Creador del universo intimidado por tal desafío, aunque procediera del gobernante de la mayor potencia militar de la época? Todo lo contrario: Dios azotó a Faraón y a los egipcios con una serie de plagas. Finalmente, después de la décima plaga, Faraón accedió a liberar a los israelitas (Éxodo 12:29-32). De este modo, los descendientes de Abrahán supieron que Jehová es una persona real que provee liberación a su debido tiempo. En efecto, como su nombre implica, Jehová llegó a ser cumplidor de sus promesas de un modo espectacular (Éxodo 6:3). Pero tanto Faraón como los israelitas todavía tenían que aprender algo más acerca de ese nombre.
Fue así porque Faraón pronto cambió de opinión. Persiguió con su ejército a los esclavos fugitivos, alcanzándolos cerca del mar Rojo. Los israelitas estaban atrapados entre el mar y el ejército egipcio. Entonces Jehová intervino abriendo un camino a través del mar Rojo. Faraón debió haber interpretado este fenómeno como una manifestación del poder invencible de Dios. Sin embargo, condujo a sus fuerzas precipitadamente tras los israelitas y se ahogó con su ejército cuando Dios hizo que el mar volviera a su posición original. El relato de Éxodo no especifica cómo realizó Dios estas obras poderosas. Pero bien podemos llamarlas milagros por cuanto los hechos mismos y también su oportunidad escapaban al control humano, aunque no al de Aquel que creó tanto el universo como todas sus leyes (Éxodo 14:1-31).
Este suceso demostró a los israelitas —y también debería recordarnos a nosotros— que Jehová es un Salvador que hace honor a su nombre. Sin embargo, el relato debe enseñarnos algo más sobre los caminos de Dios: el Creador administró justicia a una nación opresiva y mostró bondad amorosa a su pueblo, por medio de quien vendría la Descendencia. Lo que leemos en Éxodo sobre esto último es mucho más que historia antigua; tiene que ver con el propósito de Dios de bendecir a toda la humanidad.
Entrada en la Tierra Prometida
Después de salir de Egipto, Moisés y el pueblo marcharon por el desierto hasta llegar al monte Sinaí. Lo que allí sucedió conformó la relación que Dios tendría con esa nación durante varios siglos. En aquella ocasión les dio leyes. El Creador ya había formulado mucho tiempo antes las leyes que gobiernan la materia del universo, todavía vigentes. Pero en el monte Sinaí dio leyes nacionales mediante Moisés. Podemos leer cómo lo hizo y la Ley que dio a su pueblo en el libro de Éxodo y los tres libros que le siguen: Levítico, Números y Deuteronomio. Los escriturarios creen que Moisés también escribió el libro de Job. En el capítulo 10 repasaremos parte de su importante contenido.
Hasta este día, millones de personas de todo el mundo conocen e intentan seguir los Diez Mandamientos, la esencia moral de toda la Ley. Pero este código contiene muchas instrucciones más que se destacan por su excelencia. Es comprensible que numerosas disposiciones se centren en la vida israelita de aquel tiempo, como algunas reglas sobre la higiene, sanidad y enfermedades. Aunque se dieron originalmente a un pueblo antiguo, estas leyes reflejan conocimiento de hechos científicos que no se descubrieron sino hasta el siglo pasado (Levítico 13:46, 52; 15:4-13; Números 19:11-20; Deuteronomio 23:12, 13). Hacemos bien en preguntarnos: ¿Cómo puede ser que las leyes del antiguo pueblo de Israel reflejen un conocimiento y una sabiduría muy superiores a los que poseían las naciones contemporáneas? Una respuesta razonable es que tales leyes procedían del Creador.
Las leyes también sirvieron para conservar los linajes familiares y prescribieron deberes religiosos para los israelitas hasta la llegada de la Descendencia. El pueblo concordó en observar todo lo que Dios pedía y así se hizo responsable de vivir según aquella Ley (Deuteronomio 27:26; 30:17-20). Por supuesto, no podían obedecer la Ley a la perfección. Pero hasta este hecho logró un objetivo. Un jurista explicó más tarde que la Ley ‘puso de manifiesto las transgresiones, hasta que llegara la descendencia a quien se había hecho la promesa’ (Gálatas 3:19, 24). Así, el código de la Ley convirtió a los israelitas en un pueblo separado, les recordó que necesitaban a la Descendencia, o Mesías, y los preparó para recibirla.
Los israelitas reunidos en el monte Sinaí se comprometieron a obedecer el código de la Ley de Dios. Así llegaron a estar ligados a lo que la Biblia llama un pacto, es decir, un acuerdo. Era un pacto entre la nación y Dios. Ahora bien, aunque lo habían aceptado voluntariamente, demostraron ser un pueblo de dura cerviz, pues al poco tiempo se hicieron un becerro de oro como representación de Dios. Esa acción constituía un pecado, ya que la idolatría violaba directamente los Diez Mandamientos (Éxodo 20:4-6). Es más, se quejaron de sus provisiones, se rebelaron contra el caudillo nombrado por Dios (Moisés) y tuvieron relaciones inmorales con mujeres extranjeras idólatras. Pero ¿por qué deben interesarnos estos hechos, siendo que vivimos en una época tan distante de aquella?
Como ya se ha dicho, no se trata sencillamente de historia antigua. Los relatos bíblicos sobre la ingratitud de Israel y la respuesta de Dios muestran que él realmente se interesa por nosotros. La Biblia dice que los israelitas pusieron a prueba a Jehová “vez tras vez” y así lo ‘herían’ y ‘le causaban dolor’ (Salmo 78:40, 41). De modo que podemos estar seguros de que el Creador tiene sentimientos y que le importa el comportamiento humano.
Desde una óptica humana, pudiera pensarse que el mal proceder de Israel haría que Dios pusiera fin a su pacto y tal vez escogiera a otra nación para cumplir su promesa. Pero no fue así. Aunque Dios castigó a los malhechores impenitentes, tuvo misericordia de la nación como tal, pese a su desobediencia. Efectivamente, Dios fue leal a la promesa que le había hecho a su fiel amigo Abrahán.
Al poco tiempo, Israel se hallaba cerca de Canaán, la Tierra Prometida bíblica, que estaba ocupada por pueblos fuertes con una degradada moralidad. El Creador había permitido que pasaran cuatrocientos años sin intervenir, pero había llegado el momento de entregar esa tierra, en justicia, a Israel (Génesis 15:16; véase también “¿En qué sentido es celoso Dios?”, páginas 132, 133). Moisés primero envió al país a doce espías. Diez de ellos no demostraron fe en el poder salvador de Jehová. Su informe hizo que el pueblo murmurara contra Dios y maquinara volver a Egipto. Por ello, Dios lo sentenció a vagar cuarenta años por el desierto (Números 14:1-4, 26-34).
¿Qué logró ese castigo? Antes de su muerte, Moisés exhortó a los hijos de Israel a que recordaran los años en los que Jehová los había humillado. Moisés les dijo: “Bien sabes tú con tu propio corazón que tal como un hombre corrige a su hijo, Jehová tu Dios iba corrigiéndote” (Deuteronomio 8:1-5). Pese a su insultante actuación, Jehová los sostuvo y así les demostró que dependían de él. Por ejemplo, les suministró para su supervivencia el maná, una sustancia comestible que sabía a tortas hechas con miel. Esta experiencia por el desierto debió haberles enseñado la importancia de obedecer a su Dios misericordioso y a depender de él (Éxodo 16:13-16, 31; 34:6, 7).
Después de la muerte de Moisés, Dios comisionó a Josué para acaudillar a Israel. Este hombre valiente y leal introdujo a la nación en Canaán y emprendió con valor la conquista del territorio. En poco tiempo, Josué derrotó a 31 reyes y ocupó la mayor parte de la Tierra Prometida. Podemos hallar esta emocionante historia en el libro de Josué.
Gobierno sin un rey humano
Durante el viaje por el desierto y los primeros años en la Tierra Prometida, la nación tuvo por caudillos a Moisés y luego a Josué. Los israelitas no necesitaron a ningún rey humano, pues Jehová era su Soberano. Él dispuso que se nombrara a ancianos para resolver los pleitos en las puertas de las ciudades. Estos mantenían el orden y ayudaban a la gente en sentido espiritual (Deuteronomio 16:18; 21:18-20). El libro de Rut ofrece una interesante vislumbre de cómo resolvieron estos ancianos un pleito basándose en la ley de Deuteronomio 25:7-9.
A lo largo de los años, la nación a menudo perdió el favor de Jehová, pues le desobedeció en repetidas ocasiones y se volvió a los dioses cananeos. No obstante, Jehová se acordó de su pueblo cuando este se halló en situación desesperada y acudió a él. Levantó a jueces para liberar a Israel y rescatarlo de las opresoras naciones vecinas. El libro de Jueces contiene una descriptiva narración de las hazañas de doce de estos valientes jueces (Jueces 2:11-19; Nehemías 9:27).
El relato dice: “En aquellos días no había rey en Israel. Lo que era recto a sus propios ojos era lo que cada uno acostumbraba hacer” (Jueces 21:25). La nación disponía de las normas establecidas en la Ley, de modo que con la ayuda de los ancianos y la instrucción de los sacerdotes, el pueblo tenía base para ‘hacer lo que era recto a sus propios ojos’ sin temor a equivocarse. Además, el código de la Ley prescribía que se ofrecieran sacrificios en un tabernáculo o templo portátil. Este era el centro de la adoración verdadera, que ayudó a mantener unida a la nación durante ese período.
Parte II: Prosperidad bajo la monarquía
Durante la judicatura de Samuel, el pueblo pidió un rey humano. Los tres primeros reyes —Saúl, David y Salomón— gobernaron cuarenta años cada uno, desde 1117 hasta 997 a.E.C. En este tiempo, la prosperidad y la gloria de Israel alcanzaron su cenit, y el Creador tomó importantes medidas para preparar el gobierno de la venidera Descendencia.
El juez y profeta Samuel dio una buena dirección espiritual a Israel, pero sus hijos fueron diferentes. El pueblo finalmente pidió a Samuel: “Nómbranos un rey que nos juzgue, sí, como todas las naciones”. Jehová explicó a Samuel el significado de aquella petición: “Escucha la voz del pueblo [...] porque no es a ti a quien han rechazado, sino que es a mí a quien han rechazado de ser rey sobre ellos”, y previó sus tristes consecuencias (1 Samuel 8:1-9). No obstante, accedió a la demanda y nombró por rey de Israel a un hombre modesto llamado Saúl. Pese a su prometedor comienzo, después de ascender al trono Saúl se hizo obstinado y pasó por alto los mandamientos de Dios. El profeta de Dios anunció que se daría el gobierno a un hombre en quien Jehová se complaciera. Este hecho pone de relieve cuánto valora la obediencia de corazón el Creador (1 Samuel 15:22, 23).
David, el siguiente rey de Israel, era el hijo menor de una familia de la tribu de Judá. Dios le dijo a Samuel sobre esta sorprendente elección: “El simple hombre ve lo que aparece a los ojos; pero en cuanto a Jehová, él ve lo que es el corazón” (1 Samuel 16:7). ¿No es reconfortante saber que el Creador se fija en lo que somos en nuestro interior, y no en las apariencias? Sin embargo, Saúl tenía sus propias ideas. Desde que Jehová escogió a David como futuro rey, Saúl se obsesionó con la idea de darle muerte. Jehová no lo permitió, y finalmente Saúl y sus hijos murieron en una batalla contra el pueblo guerrero de los filisteos.
David reinó desde la ciudad de Hebrón. Luego conquistó Jerusalén y trasladó allí su capital. También extendió las fronteras de Israel hasta los límites de la tierra que Dios había prometido dar a los descendientes de Abrahán. Podemos leer sobre este período (y la historia de los reyes posteriores) en seis libros históricos de la Biblia.b En ellos puede verse que la vida de David no estuvo libre de complicaciones. Por ejemplo, sucumbió al deseo humano y cometió adulterio con la hermosa Bat-seba. Luego incurrió en otros males para encubrir su pecado. Como Dios de justicia, Jehová no pasó por alto el error de David, aunque, debido a su arrepentimiento sincero, tampoco exigió que se le aplicara estrictamente la pena prescrita en la Ley. No obstante, David tuvo muchos problemas familiares como consecuencia de sus pecados.
Estas vicisitudes permitieron que David conociera a Dios como una persona con sentimientos. Escribió: “Jehová está cerca de todos los que lo invocan [...] y oirá su clamor por ayuda” (Salmo 145:18-20). La sinceridad y la devoción de David se reflejan con claridad en los bellos cánticos que compuso, que constituyen aproximadamente la mitad del libro de los Salmos. Millones de personas han hallado consuelo y ánimo en estas poesías. Salmo 139:1-4 refleja, por ejemplo, la estrecha relación que David tenía con Dios: “Oh Jehová, tú me has escudriñado completamente, y me conoces. Tú mismo has llegado a conocer mi sentarme y mi levantarme. Has considerado mi pensamiento desde lejos. [...] Pues no hay una sola palabra en mi lengua, cuando, ¡mira!, oh Jehová, tú ya lo sabes todo”.
David era especialmente consciente del poder salvador de Dios (Salmo 20:6; 28:9; 34:7, 9; 37:39). Cada vez que lo experimentaba, su confianza en Jehová aumentaba. Puede comprobarse este hecho en Salmo 30:5; 62:8 y Sl 103:9. O en el Salmo 51, que David compuso después de ser censurado por su pecado con Bat-seba. Es muy confortante saber que podemos acercarnos sin reservas al Creador con la seguridad de que no es arrogante, sino que está dispuesto a escucharnos humildemente (Salmo 18:35; 69:33; 86:1-8). David no llegó a este reconocimiento solo por la experiencia. “He meditado en toda tu actividad —escribió—; de buena gana me mantuve intensamente interesado en la obra de tus propias manos.” (Salmo 63:6; 143:5.)
Jehová celebró con David un pacto especial para un reino eterno. Probablemente David no entendió la trascendencia de este pacto, pero por otras informaciones que se incluyeron posteriormente en la Biblia, puede verse que Dios indicó de este modo que la Descendencia prometida vendría por el linaje de David (2 Samuel 7:16).
El sabio rey Salomón y el sentido de la vida
Salomón, hijo de David, fue famoso por su sabiduría, de la que podemos beneficiarnos leyendo los libros de Proverbios y Eclesiastés,c ambos muy prácticos (1 Reyes 10:23-25). El último es útil en particular para aquellos que se preguntan por el sentido de la vida, como lo hizo el sabio rey Salomón. Este fue el primer rey israelita nacido en el seno de una familia real, por lo que tuvo ante sí grandes posibilidades. Acometió majestuosas construcciones, dispuso en su mesa de una variedad impresionante de alimentos y disfrutó de la música y de selecta compañía. No obstante, escribió: “Yo, yo mismo, me volví hacia todas las obras mías que mis manos habían hecho, y hacia el duro trabajo que yo había trabajado duro para lograr, y, ¡mira!, todo era vanidad” (Eclesiastés 2:3-9, 11). ¿A qué conclusión llegó Salomón?
El rey sabio escribió: “La conclusión del asunto, habiéndose oído todo, es: Teme al Dios verdadero y guarda sus mandamientos. Porque este es todo el deber del hombre. Porque el Dios verdadero mismo traerá toda clase de obra a juicio con relación a toda cosa escondida, en cuanto a si es buena o es mala” (Eclesiastés 12:13, 14). Por ello, Salomón invirtió siete años en la construcción de un templo glorioso donde la gente pudiera adorar a Dios (1 Reyes, capítulo 6).
El reinado de Salomón fue pacífico y próspero durante muchos años (1 Reyes 4:20-25). Sin embargo, su corazón no resultó tan completo para con Jehová como lo había sido el de David. Salomón tomó muchas esposas extranjeras y permitió que inclinaran su corazón a seguir a sus dioses. Jehová finalmente dijo: “Sin falta arrancaré el reino de sobre ti [...]. Daré una tribu a tu hijo, por causa de David mi siervo, y por causa de Jerusalén” (1 Reyes 11:4, 11-13).
Parte III: La división del reino
Después de la muerte de Salomón en 997 a.E.C., las diez tribus norteñas se segregaron. Formaron el reino de Israel, que los asirios conquistaron en 740 a.E.C. Los reyes de Jerusalén gobernaron sobre las otras dos tribus. Este reino, Judá, sobrevivió hasta que los babilonios conquistaron Jerusalén en 607 a.E.C. y se llevaron cautivos a sus habitantes. La tierra de Judá estuvo setenta años desolada.
Cuando Salomón murió, su hijo Rehoboam ascendió al trono y oprimió al pueblo. Su gobierno provocó una sublevación, de modo que diez tribus se segregaron y formaron el reino de Israel (1 Reyes 12:1-4, 16-20). Este reino septentrional no siguió al Dios verdadero. El pueblo se inclinó ante ídolos, como becerros de oro, o incurrió en otras formas de adoración falsa. Algunos de los reyes fueron asesinados y sus dinastías fueron derrocadas por usurpadores. Jehová tuvo gran paciencia, y mandó a profetas en repetidas ocasiones para advertir a la nación de las calamidades que sufriría si no abandonaba su proceder de apostasía. Los libros de Oseas y Amós los escribieron profetas cuyos mensajes se centraron en este reino norteño. Finalmente, en 740 a.E.C., los asirios le infligieron el azote que los profetas de Dios habían predicho.
En el sur, diecinueve reyes sucesivos de la casa de David gobernaron sobre Judá hasta el año 607 a.E.C. Los reyes Asá, Jehosafat, Ezequías y Josías gobernaron como lo hizo su antepasado David, y se ganaron el favor de Jehová (1 Reyes 15:9-11; 2 Reyes 18:1-7; 22:1, 2; 2 Crónicas 17:1-6). Jehová bendijo a la nación durante el reinado de estos monarcas. La obra The Englishman’s Critical and Expository Bible Cyclopædia explica: “El gran elemento conservador de J[udá] lo constituían el templo, el sacerdocio y la ley escrita, dados por Dios; así como el reconocimiento del único Dios, Jehová, como su verdadero rey teocrático. [...] Esta adhesión a la ley [...] produjo una sucesión de reyes, muchos de los cuales fueron buenos y sabios [...]. Por ello J[udá] sobrevivió a su hermano norteño más populoso”. Estos reyes fieles fueron pocos en comparación con los que no anduvieron en el camino de David. De todos modos, Jehová hizo que ‘David su siervo continuara teniendo una lámpara siempre delante de él en Jerusalén, la ciudad que Dios se había escogido para poner allí su nombre’ (1 Reyes 11:36).
Se acerca la destrucción
Manasés fue uno de los reyes de Judá que se apartó de la adoración verdadera. “Hizo pasar a su propio hijo por el fuego, y practicó la magia y buscó agüeros e hizo médium espiritistas y pronosticadores profesionales de sucesos. Hizo en gran escala lo que era malo a los ojos de Jehová, para ofenderlo.” (2 Reyes 21:6, 16.) El rey Manasés sedujo al pueblo “para que hicieran peor que las naciones que Jehová había aniquilado”. Después de advertir repetidamente a Manasés y su pueblo, el Creador declaró: “Simplemente limpiaré a Jerusalén así como uno limpia el tazón sin asa” (2 Crónicas 33:9, 10; 2 Reyes 21:10-13).
Como preludio, Jehová permitió que los asirios capturaran a Manasés y se lo llevaran cautivo sujeto con grilletes de cobre (2 Crónicas 33:11). En el exilio, Manasés recobró el juicio y “siguió humillándose mucho a causa del Dios de sus antepasados”. ¿Cómo respondió Jehová? “Oyó su petición de favor y lo restauró en Jerusalén a su gobernación real; y Manasés llegó a saber que Jehová es el Dios verdadero.” Tanto el rey Manasés como su nieto, el rey Josías, llevaron a cabo urgentes reformas. No obstante, la nación no abandonó definitivamente la degradación moral y religiosa (2 Crónicas 33:1-20; 34:1–35:25; 2 Reyes, capítulo 22).
Cabe destacar que Jehová envió a profetas celosos para declarar su punto de vista sobre lo que estaba sucediendo.d Jeremías recoge las palabras de Jehová: “Desde el día en que los antepasados de ustedes salieron de la tierra de Egipto hasta el día de hoy [...] yo seguí enviando a ustedes todos mis siervos los profetas, madrugando diariamente y enviándolos”. Pero los israelitas no escucharon a Dios. Actuaron peor que sus antepasados (Jeremías 7:25, 26). Dios los advirtió en repetidas ocasiones “porque sentía compasión por su pueblo”, pero este no quiso hacer caso. De modo que Dios permitió que los babilonios destruyeran Jerusalén y desolaran el país en el año 607 a.E.C. La tierra quedó abandonada por setenta años (2 Crónicas 36:15, 16; Jeremías 25:4-11).
Este breve repaso de la actuación divina debería ayudarnos a comprender el interés que Jehová demostró por su pueblo y lo justo que fue con él. No se cruzó de brazos esperando con indiferencia a que su pueblo se superara, sino que intentó ayudarlo. Podemos entender por qué Isaías dijo: “Oh Jehová, tú eres nuestro Padre [...] y todos somos la obra de tu mano” (Isaías 64:8). Por ello muchas personas llaman “Padre” al Creador, pues actúa como lo haría un padre humano que ama a sus hijos y se interesa por ellos. Pero Dios también reconoce que somos responsables de nuestros actos y de sus consecuencias.
Después de los setenta años que la nación pasó cautiva en Babilonia, Jehová Dios cumplió su profecía de reconstruir Jerusalén. Se liberó al pueblo y se le permitió regresar a su tierra natal para ‘reedificar la casa de Jehová, la cual estaba en Jerusalén’ (Esdras 1:1-4; Isaías 44:24–45:7). Varios libros de la Bibliae relatan esta reconstrucción de la ciudad y del templo, y los acontecimientos subsiguientes. Uno de ellos, Daniel, es de particular interés porque profetizó cuándo aparecería exactamente la Descendencia, es decir, el Mesías, y también predijo sucesos mundiales de la actualidad.
Finalmente el templo se reedificó, pero Jerusalén se hallaba aún en condiciones deplorables. Las murallas y las puertas estaban en ruinas. De modo que Dios levantó a hombres, como Nehemías, para animar y organizar a los judíos. La oración que leemos en el capítulo 9 de Nehemías sintetiza bien la relación de Jehová con los israelitas. Muestra que Jehová es “un Dios de actos de perdón, benévolo y misericordioso, tardo para la cólera y abundante en bondad amorosa”. Esta plegaria también indica que Jehová actúa en armonía con su norma perfecta de justicia. Aun cuando tenga buena razón para ejercer su poder contra los desobedientes, está dispuesto a templar la justicia con el amor. Requiere sabiduría lograr este equilibrio tan admirable. Así pues, la relación del Creador con la nación de Israel debería acercarnos a él y motivarnos a hacer su voluntad.
Esta parte de la Biblia (el Antiguo Testamento) concluye con la restauración de Judá y el templo de Jerusalén, que entonces se hallaban bajo dominación pagana. En esta situación, ¿cómo podía cumplirse el pacto que Dios hizo con David acerca de una “descendencia” que gobernaría “para siempre”? (Salmo 89:3, 4; 132:11, 12.) Los judíos todavía estaban esperando la venida de “Mesías el Caudillo”, quien liberaría al pueblo de Dios y establecería un reino teocrático (gobierno divino) en la Tierra (Daniel 9:24, 25). Pero ¿era este el propósito de Jehová? Si no, ¿cómo traería liberación el prometido Mesías? Y ¿qué incidencia tiene esto en nosotros hoy? El próximo capítulo contestará estas importantes preguntas.
[Notas]
a Se han escrito en negrita los nombres de los libros bíblicos para facilitar la localización de su contenido.
b Estos son 1 Samuel, 2 Samuel, 1 Reyes, 2 Reyes, 1 Crónicas y 2 Crónicas.
c Salomón también escribió El Cantar de los Cantares, un poema de amor que se centra en la lealtad de una joven a un humilde pastor.
d Estos mensajes proféticos inspirados se encuentran en varios libros de la Biblia: Isaías, Jeremías, Lamentaciones, Ezequiel, Joel, Miqueas, Habacuc y Sofonías. Los libros de Abdías, Jonás y Nahúm se concentran en las naciones vecinas cuya historia tuvo incidencia en el pueblo de Dios.
e Estos libros históricos y proféticos son Esdras, Nehemías, Ester, Ageo, Zacarías y Malaquías.
[Recuadro de las páginas 126 y 127]
¿Podemos creer en los milagros?
“Es imposible utilizar la luz eléctrica y la radio, y valernos de los descubrimientos médicos y quirúrgicos modernos, y al mismo tiempo creer en el mundo de los espíritus y los milagros del Nuevo Testamento.” Estas palabras del teólogo alemán Rudolf Bultmann reflejan lo que mucha gente piensa hoy sobre los milagros. ¿Comparte esa opinión sobre los milagros bíblicos, como por ejemplo, la división que hizo Dios de las aguas del mar Rojo?
El Diccionario de la Lengua Española, de la Real Academia, define milagro como “hecho no explicable por las leyes naturales y que se atribuye a intervención sobrenatural de origen divino”. Tal suceso extraordinario implica la interrupción del orden natural, por lo que a muchos se les hace difícil creer en los milagros. Sin embargo, lo que parece ser una violación de una ley natural quizá pueda explicarse fácilmente a la luz de otras leyes de la naturaleza que intervienen en el suceso.
Sirva de ilustración el siguiente experimento publicado en la revista New Scientist: Dos físicos de la Universidad de Tokio aplicaron un campo magnético muy fuerte a un tubo horizontal parcialmente lleno de agua. El agua se acumuló en los extremos del tubo, quedando seca la sección media. Este fenómeno, descubierto en 1994, se debe a que el agua es ligeramente diamagnética (es repelida por la acción de un fuerte imán). A este corrimiento del agua del lugar donde el campo magnético es muy fuerte a donde es más débil se le ha denominado “Efecto Moisés”. New Scientist comentó: “Mover el agua de un lugar para otro es fácil si se dispone de un imán suficientemente potente. Y en tal caso, prácticamente cualquier cosa es posible”.
No puede decirse con certeza cómo dividió Dios las aguas del mar Rojo para salvar a los israelitas. Pero el Creador conoce a la perfección todas las leyes de la naturaleza, y puede controlar con facilidad ciertos aspectos de una ley empleando otras leyes que él ha originado. El resultado pudiera parecer milagroso al ser humano, especialmente si no entiende por completo todas las leyes implicadas.
Akira Yamada, profesor emérito de la Universidad de Kyoto (Japón), dice respecto a los milagros bíblicos: “Si bien es correcto decir que no se puede entender [el milagro] desde el punto de vista actual de la ciencia (o del statu quo de la ciencia), es erróneo concluir que no sucedió, basándose solo en la autoridad de la física moderna avanzada o de la bibliología moderna avanzada. De aquí a diez años, la ciencia moderna de hoy habrá quedado anticuada. Cuanto más rápidamente progrese la ciencia, mayor será la posibilidad de que los científicos de hoy se conviertan en blanco de comentarios jocosos como: ‘Los científicos de hace diez años creían seriamente en tal y tal cosa’” (Kagakujidai no Kamigami [Dioses en la era de la ciencia]).
Siendo el Creador, Jehová puede coordinar todas las leyes de la naturaleza y así utilizar su poder para obrar milagros.
[Recuadro de las páginas 132 y 133]
¿En qué sentido es celoso Dios?
“Jehová, cuyo nombre es Celoso, él es un Dios celoso.” ¿Qué significan estas palabras, que se leen en Éxodo 34:14?
La palabra hebrea que se traduce por “celoso” puede significar “que exige devoción exclusiva, que no tolera rivalidad”. Jehová es celoso con respecto a su nombre y adoración en un sentido positivo que beneficia a sus criaturas (Ezequiel 39:25). Su celo por cumplir lo que su nombre representa significa que llevará a cabo su propósito para la humanidad.
Veamos, por ejemplo, cómo juzgó a las naciones que habitaban la tierra de Canaán. Un erudito ofrece esta horrible descripción: “La adoración de Baal, Astoret y otros dioses cananeos consistía en las orgías más extravagantes; sus templos eran centros de vicio. [...] Los cananeos, pues, adoraban cometiendo excesos inmorales [...], y luego asesinando a sus hijos primogénitos como sacrificio a estos mismos dioses”. Los arqueólogos han descubierto vasijas con los restos de niños sacrificados. Aunque Dios observó el error de los cananeos en los días de Abrahán, tuvo paciencia con ellos por cuatrocientos años, permitiéndoles suficiente tiempo para cambiar (Génesis 15:16).
¿Eran conscientes los cananeos de la gravedad de su error? Pues bien, tenían la facultad humana de la conciencia, que los juristas tienen por fundamento universal de moralidad y justicia (Romanos 2:12-15). Pese a ello, los cananeos persistieron en sus detestables sacrificios de niños y degradadas prácticas sexuales.
Jehová determinó en su equilibrada justicia que esa tierra debía limpiarse. Esta limpieza no supuso un genocidio, pues se perdonó la vida a los cananeos que aceptaron voluntariamente las elevadas normas morales de Dios, ya fueran personas solas, como Rahab, o comunidades enteras, como los gabaonitas. (Josué 6:25; 9:3-15). Rahab llegó a ser un eslabón de la genealogía real que condujo al Mesías, y los descendientes de los gabaonitas tuvieron el privilegio de rendir servicios en el templo de Jehová (Josué 9:27; Esdras 8:20; Mateo 1:1, 5-16).
En consecuencia, cuando se tienen los suficientes elementos de juicio, es más fácil ver a Jehová como un Dios de justicia admirable, y celoso en un sentido positivo para el beneficio de sus criaturas fieles.
[Ilustración de la página 123]
El Creador liberó a un pueblo esclavizado, y se valió de él para cumplir su propósito
[Ilustración de la página 129]
En el monte Sinaí se introdujo a la antigua nación de Israel en un pacto con el Creador
[Ilustración de la página 130]
El acatamiento de las inigualables leyes del Creador contribuyó a la prosperidad del pueblo en la Tierra Prometida
[Ilustración de la página 136]
Puede visitarse la zona al sur del muro de Jerusalén, donde el rey David estableció su capital