REINO DE DIOS
Expresión y ejercicio de la soberanía universal de Dios sobre sus criaturas y el medio por el que esta se manifiesta. (Sl 103:19.) Esta expresión se emplea especialmente para significar la soberanía de Dios por medio de una administración real encabezada por su Hijo, Cristo Jesús.
La palabra que se traduce “reino” en las Escrituras Griegas Cristianas es ba·si·léi·a, que significa: ‘el ser, el estado y poder del rey; dignidad real o soberanía real; reino o imperio; la extensión de territorio en la que manda un rey’. (Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, 1987, vol. 4, pág. 70.) Marcos y Lucas utilizan con frecuencia la expresión “el reino de Dios”, y en el relato de Mateo aparece la expresión paralela “el reino de los cielos” unas 30 veces. (Compárese Mr 10:23 y Lu 18:24 con Mt 19:23, 24; véanse CIELO [Cielos espirituales]; REINO.)
El gobierno de Dios es, estructural y funcionalmente, una teocracia pura (del gr. the·ós, dios, y krá·tos, gobierno), un gobierno por Dios. El término “teocracia” se atribuye a Josefo, historiador judío del siglo I E.C., quien lo debió acuñar en su obra Contra Apión (libro II, sec. 16). Sobre el gobierno que se estableció sobre Israel en Sinaí, escribió: “Unos otorgan el poder a la monarquía, otros a la oligarquía, y otros al pueblo. Pero nuestro legislador, rechazando todos estos métodos, instituyó un gobierno teocrático [literalmente, “una teocracia”; gr. the·o·kra·tí·an]. Permítaseme usar esta palabra, aunque violente el lenguaje. Atribuyó a Dios el poder y la fuerza”. Por supuesto, para que este gobierno fuera una teocracia pura, no podía constituirlo ningún legislador humano, como Moisés, sino únicamente Dios. El registro bíblico muestra que esto fue lo que ocurrió.
Origen del término. El término “rey” (heb. mé·lekj) debió incorporarse al lenguaje humano después del diluvio universal. El primer reino terrestre fue el de Nemrod, “poderoso cazador en oposición a Jehová”. (Gé 10:8-12.) Posteriormente, durante el tiempo que transcurrió hasta los días de Abrahán, se formaron ciudades-estado y naciones y se multiplicaron los reyes humanos. Con la excepción del reino de Melquisedec, rey-sacerdote de Salem (un tipo profético del Mesías; Gé 14:17-20; Heb 7:1-17), ninguno de estos reinos terrestres representó el gobierno de Dios o fue puesto por Él. Los hombres también hicieron reyes de los dioses falsos que adoraban y les atribuyeron la facultad de otorgar la soberanía real a los seres humanos. El que Dios se aplicara a sí mismo el título “Rey [Mé·lekj]”, como se encuentra en los registros postdiluvianos de las Escrituras Hebreas, significa que se valió de un título que los hombres habían forjado y empleado. De este modo mostró que a Él se le debía la honra y obediencia como “Rey”, no a los presuntuosos gobernantes humanos o dioses hechos por el hombre. (Jer 10:10-12.)
Por supuesto, Jehová ya era Gobernante Soberano mucho antes que surgieran los reinos humanos, sí, antes que los mismos hombres existieran. Como Dios verdadero y Creador, sus millones de hijos angélicos le tributaban respeto y obediencia. (Job 38:4-7; 2Cr 18:18; Sl 103:20-22; Da 7:10.) Fuera cual fuese el título que tuviera, desde el principio de la creación se le reconoció como el Ser cuya voluntad era, con todo derecho, suprema.
La gobernación de Dios en la historia humana primitiva. Las primeras criaturas humanas, Adán y Eva, también conocían a Jehová como Dios, el Creador del cielo y de la Tierra. Reconocían su autoridad, su derecho a dar órdenes, a exigirles que cumplieran con ciertos deberes o que se abstuvieran de ciertos actos, a asignarles una zona donde residir y que cultivar, así como a delegarles autoridad sobre otras criaturas. (Gé 1:26-30; 2:15-17.) Si bien Adán tenía la facultad de formar nuevas palabras (Gé 2:19, 20), no hay nada que indique que ideara el título “rey [mé·lekj]” para aplicarlo a su Dios y Creador, aunque Adán reconocía la autoridad suprema de Jehová.
Según se revela en los primeros capítulos de Génesis, en Edén Dios ejercía su soberanía sobre el hombre con benevolencia, sin añadir restricciones innecesarias. La relación entre Dios y el hombre exigía que este le obedeciera como un hijo a un padre. (Compárese con Lu 3:38.) El hombre no tenía que cumplir un extenso código de leyes (compárese con 1Ti 1:8-11); las exigencias de Dios eran sencillas y tenían un propósito. Tampoco hay nada que indique que Adán se sintiera cohibido debido a que hubiera una supervisión constante y crítica de todas sus acciones; al contrario, parece que Dios se comunicaba con el hombre perfecto periódicamente, según hubiera necesidad. (Gé 1–3.)
Una nueva expresión de la gobernación de Dios. Al contravenir de manera deliberada el mandato divino a instancias de un hijo celestial de Dios, la primera pareja humana se rebeló contra la autoridad del Creador. (Gé 3:17-19; véase ÁRBOL [Uso figurado].) La posición que adoptó este espíritu, el adversario de Dios (heb. sa·tán), puso en tela de juicio la legitimidad de la soberanía universal de Jehová. Esta cuestión tenía que resolverse. (Véase JEHOVÁ [La cuestión suprema es de naturaleza moral].) Como esta cuestión se hizo surgir en la Tierra, es lógico que también se resuelva en la Tierra. (Rev 12:7-12.)
Cuando Jehová Dios dictó sentencia contra los primeros rebeldes, pronunció una profecía en términos simbólicos, en la que expuso su propósito de valerse de un medio, una “descendencia”, para aplastar definitivamente a las fuerzas rebeldes. (Gé 3:15.) Por lo tanto, la gobernación de Jehová, la expresión de su soberanía, asumiría un nuevo aspecto en respuesta a la insurrección que había surgido. La revelación progresiva de los “secretos sagrados del reino” (Mt 13:11) mostró que este nuevo aspecto incluiría la formación de un gobierno subsidiario, un cuerpo de gobernantes encabezado por un dirigente en quien Dios delegaría autoridad. La promesa de la “descendencia” halla su cumplimiento en el reino de Cristo Jesús y sus compañeros escogidos. (Rev 17:14; véase JESUCRISTO [Su posición fundamental en el propósito de Dios].) Desde que se dio la promesa edénica, el desarrollo progresivo del propósito de Dios relativo a la formación de esta “descendencia” real constituye un tema fundamental de la Biblia y una clave para entender la manera de actuar de Jehová con sus siervos y con la humanidad en general.
Si se tiene presente que una parte fundamental de la cuestión que hizo surgir el Adversario de Dios era la integridad de todas las criaturas de Dios, es decir, su devoción de todo corazón a Él y la lealtad a su jefatura, es de destacar el que Dios delegue gran autoridad y poder a algunas criaturas. (Mt 28:18; Rev 2:26, 27; 3:21.) (Véase INTEGRIDAD [Relacionada directamente con la gran cuestión universal].) El que pudiera dar con confianza tanta autoridad y poder sería en sí mismo un espléndido testimonio de la fuerza moral de su gobernación, que contribuiría a la vindicación de su soberanía y pondría de relieve la falsedad de las acusaciones de su adversario.
Se manifiesta la necesidad del gobierno divino. Las condiciones que hubo desde el principio de la rebelión humana hasta el Diluvio mostraron con claridad lo necesaria que era la jefatura divina para la humanidad. La sociedad humana tuvo que enfrentarse pronto a la desunión, la violencia y el asesinato. (Gé 4:2-9, 23, 24.) No se dice hasta qué grado ejerció autoridad patriarcal sobre sus descendientes el pecador Adán durante sus novecientos treinta años de vida. No obstante, para la séptima generación ya debía existir mucha impiedad (Jud 14, 15), y para el tiempo de Noé, nacido unos ciento veinte años después de la muerte de Adán, las condiciones se habían deteriorado hasta el punto de que ‘la tierra se había llenado de violencia’. (Gé 6:1-13.) A esta situación contribuyó el que algunas criaturas celestiales intervinieran en la sociedad humana, en contra de la voluntad y el propósito divinos. (Gé 6:1-4; Jud 6; 2Pe 2:4, 5; véase NEFILIM.)
Aunque la Tierra se había convertido en un foco de rebelión, Jehová no renunció a su dominio sobre ella. El diluvio universal probó que mantenía su poder y capacidad para hacer cumplir su voluntad sobre la Tierra, al igual que en cualquier otra parte del universo. Durante la época antediluviana también demostró que seguía dispuesto a guiar y dirigir las acciones de las personas que le buscaban, como Abel, Enoc y Noé. El caso particular de Noé ilustra cómo ejerce Dios su autoridad sobre un súbdito terrestre de buena disposición: le da mandatos y lo orienta, protege y bendice tanto a él como a su familia, y manifiesta su control sobre la creación animal. (Gé 6:9–7:16.) Jehová dejó patente que no permitiría que la sociedad humana apartada de Él corrompiera la Tierra indefinidamente y que no se retendría de ejecutar su juicio justo contra los transgresores de la manera y en el momento que viese conveniente. Además, demostró su poder soberano sobre los diferentes elementos de la Tierra, entre ellos, su atmósfera. (Gé 6:3, 5-7; 7:17–8:22.)
La sociedad postdiluviana primitiva y sus problemas. Después del Diluvio, la sociedad humana estaba estructurada fundamentalmente en un régimen patriarcal que proporcionaba orden y estabilidad relativos. La humanidad tenía que “[llenar] la tierra”, lo que no solo exigía que se multiplicaran, sino que extendieran progresivamente su morada por todo el planeta. (Gé 9:1, 7.) Estos factores limitarían en buena medida los problemas sociales, pues normalmente quedarían circunscritos a la familia, de modo que rara vez surgiría la fricción que suele haber en condiciones de superpoblación. Sin embargo, la construcción que se iba a realizar en Babel estaba diametralmente opuesta a la voluntad divina, pues exigía que los hombres se concentraran para no ser “esparcidos por toda la superficie de la tierra”. (Gé 11:1-4; véase LENGUAJE.) Además, Nemrod se apartó del sistema patriarcal y fundó el primer “reino” (heb. mam·la·kjáh). Él era un cusita del linaje de Cam, e invadió parte del territorio semita, la tierra de Asur (Asiria), donde edificó ciudades que formaron parte de sus dominios. (Gé 10:8-12.)
Aunque Dios disolvió la concentración humana de las llanuras de Sinar confundiendo la lengua del hombre, el modelo de gobernación que Nemrod inició se imitó y generalizó en las zonas a las que emigraron las diversas familias. En los días de Abrahán (2018-1843 a. E.C.) existían reinos desde Mesopotamia (en Asia) hasta Egipto, donde al rey se le llamaba “Faraón” en vez de Mé·lekj. Pero estas gobernaciones reales no produjeron seguridad. Los reyes pronto empezaron a formar alianzas militares y emprendieron extensas campañas de agresión, saqueo y secuestro. (Gé 14:1-12.) En algunas ciudades los extraños corrían el riesgo de que los atacaran homosexuales. (Gé 19:4-9.)
Aunque el hombre formó comunidades en busca de seguridad (compárese con Gé 4:14-17), pronto vio necesario amurallar las ciudades y más tarde fortificarlas para protegerse de los ataques armados. Los registros seglares más antiguos conocidos, muchos de ellos de Mesopotamia, donde empezó el reino de Nemrod, están llenos de relatos de conflictos, codicia, intrigas y derramamiento de sangre. Los códigos de leyes extrabíblicos más antiguos, como los de Lipit-Istar, Esnunna y Hammurabi, muestran que la vida humana se había hecho muy compleja, con problemas sociales como el robo, el fraude, dificultades comerciales, disputas sobre la propiedad y el pago de alquileres, cuestiones sobre préstamos e intereses, infidelidad marital, honorarios y fallos médicos, casos de asalto y agresión y muchos otros asuntos. Aunque Hammurabi se llamó a sí mismo “el poderoso rey” y “el rey perfecto”, su gobierno y legislación fueron, como los de otros reinos políticos antiguos, incapaces de resolver los problemas de la humanidad pecaminosa. (Código de Hammurabi, traducción de Federico L. Peinado, Tecnos, 1986, págs. XXIV-XXVII, 3-47; La Sabiduría del Antiguo Oriente, edición de J. B. Pritchard, 1966, págs. 157-195; compárese con Pr 28:5.) En todos estos reinos era importante la religión, no la adoración al Dios verdadero. El que el sacerdocio colaborara estrechamente con la clase gobernante y disfrutara del favor real no se tradujo en beneficios morales para la gente. Las inscripciones cuneiformes de los escritos religiosos antiguos no cultivan el espíritu ni dan guía moral; traicionan a los dioses adorados, tildándolos de enfadadizos, violentos, lascivos e injustos. Los hombres necesitaban el reino de Jehová Dios para disfrutar de la vida en paz y felicidad.
Con relación a Abrahán y sus descendientes. Es cierto que las personas que consideraban a Jehová Dios como su Cabeza también tenían fricciones y problemas personales. Sin embargo, se les ayudó a resolverlos o a aguantarlos en conformidad con las normas justas de Dios y sin caer en la degradación. Recibieron protección y fortaleza divinas. (Gé 13:5-11; 14:18-24; 19:15-24; 21:9-13, 22-33.) Por ello, después de indicar que las “decisiones judiciales [de Jehová] están en toda la tierra”, el salmista dice de Abrahán, Isaac y Jacob: “Ellos resultaban ser pocos en número, sí, muy pocos, y residentes forasteros en [Canaán]. Y ellos siguieron andando de nación en nación, de un reino a otro pueblo. No permitió que ningún humano los defraudara, antes bien, a causa de ellos censuró a reyes, diciendo: ‘No toquen ustedes a mis ungidos, y a mis profetas no hagan nada malo’”. (Sl 105:7-15; compárese con Gé 12:10-20; 20:1-18; 31:22-24, 36-55.) Esto también era prueba de que Dios aún ejercía su soberanía sobre la tierra, que imponía según lo requiriera el adelanto de su propósito.
Los patriarcas fieles no se vincularon a ninguna de las ciudades-estado o reinos de Canaán ni de otros países. En lugar de buscar seguridad en alguna ciudad bajo el gobierno político de un rey humano, vivieron en tiendas como forasteros, “extraños y residentes temporales en la tierra”, mientras esperaban con fe “la ciudad que tiene fundamentos verdaderos, cuyo edificador y hacedor es Dios”. Aceptaban a Dios como su Gobernante y esperaban su futura agencia celestial para gobernar la Tierra, fundada sólidamente en su autoridad y voluntad soberanas, aunque en aquel entonces la realización de esta esperanza todavía estaba “lejos”. (Heb 11:8-10, 13-16.) Por eso, una vez que Dios ungió a Jesús para ser rey, este pudo decir: “Abrahán [...] se regocijó mucho por la expectativa de ver mi día, y lo vio y se regocijó”. (Jn 8:56.)
Con la celebración de un pacto con Abrahán (Gé 12:1-3; 22:15-18), Jehová dio otro paso en el desarrollo de su promesa concerniente a la “descendencia” del Reino. (Gé 3:15.) Predijo a este respecto que de Abrahán (Abrán) y su esposa ‘saldrían reyes’. (Gé 17:1-6, 15, 16.) Aunque los descendientes de Esaú, el nieto de Abrahán, fundaron reinos y territorios dominados por jeques, fue a Jacob, el otro nieto de Abrahán, a quien se repitió la promesa profética de Dios de que de su descendencia saldrían reyes. (Gé 35:11, 12; 36:9, 15-43.)
La formación de la nación de Israel. Siglos más tarde, al debido tiempo (Gé 15:13-16), Jehová Dios actuó en favor de los descendientes de Jacob, que ya ascendían a millones (véase ÉXODO [Cuántas personas salieron en el éxodo]), protegiéndolos del genocidio que pretendía llevar a cabo el gobierno egipcio (Éx 1:15-22) y finalmente libertándolos de la dura esclavitud al régimen de Egipto. (Éx 2:23-25.) Faraón rechazó el mandato que Dios le dio mediante sus agentes, Moisés y Aarón, como si proviniese de una fuente que no tenía autoridad sobre los asuntos egipcios. Por negarse una y otra vez a reconocer la soberanía de Jehová, tuvo que sufrir las manifestaciones del poder divino en forma de plagas. (Éx 7–12.) De esta manera Dios probó que su dominio sobre los elementos de la Tierra y sobre las criaturas era superior al de cualquier rey terrestre. (Éx 9:13-16.) Este despliegue de poder soberano alcanzó su punto culminante cuando destruyó las fuerzas de Faraón de una manera que ninguno de los jactanciosos reyes guerreros de las naciones jamás hubiera podido igualar. (Éx 14:26-31.) Con buena razón Moisés y los israelitas cantaron: “Jehová reinará hasta tiempo indefinido, aun para siempre”. (Éx 15:1-19.)
Después, Jehová dio más prueba de su dominio sobre la Tierra, las vitales reservas de agua y las aves, así como su aptitud para proteger y sostener a la nación incluso en alrededores áridos y hostiles. (Éx 15:22–17:15.) Habiendo hecho todo esto, se dirigió al pueblo liberado y le dijo que si obedecía su autoridad y su pacto, podría convertirse en su propiedad especial entre todos los demás pueblos, “porque toda la tierra me pertenece a mí”. Por consiguiente, podría llegar a ser “un reino de sacerdotes y una nación santa”. (Éx 19:3-6.) Cuando los israelitas declararon públicamente que se sometían a su soberanía, Jehová actuó como Legislador regio dándoles decretos reales recogidos en un amplio código, al mismo tiempo que manifestó de modo impresionante su poder y gloria. (Éx 19:7–24:18.) El tabernáculo o tienda de reunión, y en especial el arca del pacto, indicaban la presencia del Cabeza invisible y celestial del Estado. (Éx 25:8, 21, 22; 33:7-11; compárese con Rev 21:3.) Aunque Moisés y otros hombres nombrados juzgaron la mayoría de los casos, guiados por la ley de Dios, en ciertas ocasiones Jehová intervino personalmente para expresar su juicio y aplicar sanciones contra los que quebrantaban la Ley. (Éx 18:13-16, 24-26; 32:25-35.) Los sacerdotes ordenados actuaban para mantener buenas relaciones entre la nación y su Gobernante celestial, ayudando al pueblo en sus esfuerzos por conformarse a las elevadas normas del pacto de la Ley. (Véase SACERDOTE.) Así que el sistema de gobierno de Israel era una verdadera teocracia. (Dt 33:2, 5.)
En su calidad de Dios y Creador, de propietario absoluto y “Juez de toda la tierra” (Gé 18:25), Jehová había cedido la tierra de Canaán a la descendencia de Abrahán. (Gé 12:5-7; 15:17-21.) Como autoridad suprema, pudo ordenar a los israelitas que expropiaran a la fuerza el territorio de los cananeos, quienes estaban bajo condenación, y que ejecutasen la sentencia de muerte que Él había dictado contra ellos. (Dt 9:1-5; véase CANAÁN, CANANEO núm. 2 [Israel conquista Canaán].)
El período de los jueces. Durante los tres siglos y medio que siguieron a la conquista de los muchos reinos de Canaán, Jehová Dios fue el único rey de la nación de Israel. En diversos períodos hubo jueces que Él escogió para que dirigieran a la nación, a toda ella o a partes, tanto en tiempos de guerra como de paz. Cuando el juez Gedeón derrotó a Madián, el pueblo pidió que se convirtiese en el gobernante de la nación, pero él, que reconocía a Jehová como el verdadero gobernante, se negó a aceptar ese puesto. (Jue 8:22, 23.) Su ambicioso hijo Abimélec consiguió reinar por algún tiempo sobre una pequeña parte de la nación, hasta que le sobrevino el desastre. (Jue 9:1, 6, 22, 53-56.)
Sobre este período general de los jueces se dice: “En aquellos días no había rey en Israel. En cuanto a todos, lo que era recto a sus propios ojos cada uno acostumbraba hacer”. (Jue 17:6; 21:25.) Estas palabras no quieren decir que no existiera un poder judicial, pues en todas las ciudades había jueces o ancianos que se encargaban de los casos y problemas legales y hacían justicia. (Dt 16:18-20; véase TRIBUNAL JUDICIAL.) Además, el sacerdocio levítico actuaba como una fuerza guiadora superior, educando al pueblo en la ley de Dios, y el sumo sacerdote tenía el Urim y Tumim, con el que podía consultar a Dios sobre los casos difíciles. (Véanse SACERDOTE; SUMO SACERDOTE; URIM Y TUMIM.) Por lo tanto, la persona que aprovechaba estas disposiciones, que adquiría conocimiento de la ley de Dios y la aplicaba, tenía una buena guía para su conciencia. El que en ese caso hiciera “lo que era recto a sus propios ojos” no resultaría en mal. Jehová permitió que la gente mostrara si su actitud y proceder eran buenos o malos. No había ningún monarca humano sobre la nación que supervisara el trabajo de los jueces ni mandara a la gente participar en proyectos particulares ni la organizara para defender la nación. (Compárese con Jue 5:1-18.) Por lo tanto, la mala situación que hubo se debió a que la mayoría no estuvo dispuesta a observar la palabra y la ley de su Rey celestial ni a aprovechar sus disposiciones. (Jue 2:11-13.)
Los israelitas piden un rey humano. Casi cuatrocientos años después del éxodo y más de ochocientos después que Dios hizo un pacto con Abrahán, los israelitas solicitaron un rey humano que los acaudillara, como tenían las demás naciones. Con esa solicitud rechazaban la propia gobernación real de Jehová sobre ellos. (1Sa 8:4-8.) Es cierto que el pueblo tenía razones para esperar que Dios estableciera un reino en consonancia con las promesas dadas a Abrahán y a Jacob. Además, la profecía que pronunció Jacob respecto a Judá en su lecho de muerte daba más base para tal esperanza (Gé 49:8-10), así como la daban las palabras que Jehová dirigió a Israel después del éxodo (Éx 19:3-6), los términos del pacto de la Ley (Dt 17:14, 15) e incluso parte del mensaje que Dios hizo pronunciar al profeta Balaam (Nú 24:2-7, 17). Ana, la devota madre de Samuel, expresó esta esperanza en oración. (1Sa 2:7-10.) Sin embargo, Jehová no había revelado completamente su “secreto sagrado” concerniente al Reino; no había indicado cuándo llegaría el momento debido para establecerlo ni la estructura y los componentes de ese gobierno, o si sería terrenal o celestial. Por consiguiente, fue un atrevimiento el que el pueblo exigiera entonces un rey humano.
Es probable que la amenaza de agresión filistea y ammonita contribuyera al deseo de los israelitas de tener un comandante en jefe real visible. De ese modo manifestaron falta de fe en que Dios podía protegerlos, guiarlos y proveerles lo necesario, como nación y como individuos. (1Sa 8:4-8.) Aunque el motivo del pueblo era incorrecto, Jehová accedió a su petición. Sin embargo, no lo hizo principalmente por ellos, sino para cumplir su buen propósito con respecto a la revelación progresiva del “secreto sagrado” del reino futuro en manos de la “descendencia”. Además, la gobernación real humana iba a acarrear problemas y gastos a Israel, y Jehová expuso esos hechos al pueblo. (1Sa 8:9-22.)
Los reyes que Jehová nombrara habrían de servir de agentes terrestres de Dios, sin menoscabar lo más mínimo la propia soberanía de Jehová sobre la nación. En realidad, el trono era de Jehová; ellos se sentaban sobre él como reyes delegados. (1Cr 29:23.) Jehová mandó que se ungiera al primer rey, Saúl (1Sa 9:15-17), y al mismo tiempo expuso la falta de fe que había demostrado la nación. (1Sa 10:17-25.)
Para que el reinado fuera beneficioso, tanto el rey como la nación tenían que respetar la autoridad de Dios. Si ilusoriamente se dirigían a otras fuentes en busca de dirección y protección, la nación y su rey serían barridos. (Dt 28:36; 1Sa 12:13-15, 20-25.) El rey no debía confiar en el poderío militar ni multiplicar el número de sus esposas ni dejarse dominar por el deseo de riquezas. Su gobernación no podía salirse del marco del pacto de la Ley. Tenía la orden divina de escribir su propia copia de la Ley y leerla diariamente, a fin de mantener el debido temor a la Autoridad, ser humilde y atenerse a un proceder justo. (Dt 17:16-20.) En la medida que actuara así, amando a Jehová con todo su corazón y al prójimo como a sí mismo, su gobierno reportaría bendiciones y no habría ninguna causa real de queja debido a opresión o dificultades. Pero como en el caso del pueblo, Jehová también permitió que estos gobernantes demostraran lo que había en su corazón, si estaban o no dispuestos a reconocer la autoridad y voluntad de Dios.
La gobernación ejemplar de David. La falta de respeto que el benjamita Saúl demostró a las disposiciones y la autoridad superior de la “Excelencia de Israel” le acarreó la desaprobación divina y le costó el trono a su linaje familiar. (1Sa 13:10-14; 15:17-29; 1Cr 10:13, 14.) Con la gobernación de su sucesor, David, de la tribu de Judá, se cumplió otro aspecto de la profecía que Jacob pronunció en su lecho de muerte. (Gé 49:8-10.) Aunque David cometió errores debido a la debilidad humana, su gobernación fue ejemplar por su sincera devoción a Jehová Dios y su humilde sumisión a la autoridad divina. (Sl 51:1-4; 1Sa 24:10-14; compárense con 1Re 11:4; 15:11-14.) Cuando se recibieron las contribuciones para la construcción del templo, David oró a Jehová ante el pueblo congregado, diciendo: “Tuya, oh Jehová, es la grandeza y el poderío y la hermosura y la excelencia y la dignidad; porque todo lo que hay en los cielos y en la tierra es tuyo. Tuyo es el reino, oh Jehová, Aquel que también te alzas como cabeza sobre todo. Las riquezas y la gloria las hay debido a ti, y tú lo estás dominando todo; y en tu mano hay poder y potencia, y en tu mano hay facultad para hacer grande y para dar fuerzas a todos. Y ahora, oh Dios nuestro, te damos las gracias y alabamos tu hermoso nombre”. (1Cr 29:10-13.) El consejo final que dio a su hijo Salomón también ilustra el acertado punto de vista que tenía sobre la relación entre la realeza terrestre y su fuente divina. (1Re 2:1-4.)
Cuando el arca del pacto, relacionada con la presencia de Jehová, se trasladó a la capital, Jerusalén, David cantó: “Regocíjense los cielos, y esté gozosa la tierra, y digan entre las naciones: ‘¡Jehová mismo ha llegado a ser rey!’”. (1Cr 16:1, 7, 23-31.) Esto muestra que aunque la gobernación de Jehová se remonta al principio de la creación, Él puede concretar expresiones de su gobernación o formar ciertas agencias que lo representen, lo que hace posible que se diga que ‘llega a ser rey’ en cierta ocasión en particular.
El pacto para un reino. Jehová hizo un pacto con David para un reino que sería establecido eternamente en su linaje familiar. Dijo: “Ciertamente levantaré tu descendencia después de ti, [...] y realmente estableceré con firmeza su reino. [...] Y tu casa y tu reino ciertamente serán estables hasta tiempo indefinido delante de ti; tu mismísimo trono llegará a ser un trono firmemente establecido hasta tiempo indefinido”. (2Sa 7:12-16; 1Cr 17:11-14.) Este pacto relativo a la dinastía davídica supuso otro eslabón en el desarrollo de la promesa edénica de Dios en cuanto a su reino por medio de la predicha “descendencia” (Gé 3:15), y suministró más detalles para identificar a esa “descendencia” cuando llegara. (Compárese con Isa 9:6, 7; 1Pe 1:11.) Los reyes nombrados por Dios eran ungidos para su puesto, por lo que les aplicaba el término “mesías”, que significa “ungido”. (1Sa 16:1; Sl 132:13, 17.) De modo que el reino terrestre que Jehová puso sobre Israel fue un tipo o una representación a pequeña escala del venidero reino del Mesías Jesucristo, el “hijo de David”. (Mt 1:1.)
Ocaso y fin de los reinos israelitas. Por no adherirse a los justos caminos de Jehová, la situación existente finalizados solo tres reinados y al comienzo del cuarto produjo un profundo descontento que hizo que la nación se sublevase y se dividiera (997 a. E.C.). Como consecuencia, aparecieron un reino septentrional y otro meridional. Sin embargo, el pacto de Jehová con David continuó en vigor con los reyes del reino meridional de Judá. Con el transcurso de los siglos, Judá apenas tuvo reyes fieles, y en el reino septentrional de Israel no hubo ni uno solo. La historia del reino septentrional estuvo plagada de idolatría, intriga y asesinatos. Los reyes a menudo se sucedían unos a otros tras cortos reinados. El pueblo sufrió injusticia y opresión. Unos doscientos cincuenta años después de su formación, Jehová permitió que el rey de Asiria aplastase al reino septentrional (740 a. E.C.) debido a su proceder de rebelión contra Dios. (Os 4:1, 2; Am 2:6-8.)
Aunque el reino de Judá disfrutaba de mayor estabilidad a causa de la dinastía davídica, con el tiempo sobrepasó al reino septentrional en degradación moral, a pesar de los esfuerzos que hicieron algunos reyes temerosos de Dios, como Ezequías y Josías, por contrarrestar la degeneración hacia la idolatría y el rechazo de la palabra y la autoridad de Jehová. (Isa 1:1-4; Eze 23:1-4, 11.) La injusticia social, la tiranía, la avaricia, la falta de honradez, el soborno, la perversión sexual, los asaltos violentos y el derramamiento de sangre, así como la hipocresía religiosa que convirtió el templo de Dios en una “cueva de salteadores”, fueron prácticas que los profetas de Jehová censuraron en sus mensajes de advertencia a los gobernantes y al pueblo. (Isa 1:15-17, 21-23; 3:14, 15; Jer 5:1, 2, 7, 8, 26-28, 31; 6:6, 7; 7:8-11.) Ni el apoyo de los sacerdotes apóstatas ni ninguna alianza política con otras naciones podía evitar el desplome de aquel reino infiel. (Jer 6:13-15; 37:7-10.) Los babilonios destruyeron Jerusalén, su capital, y desolaron Judá en 607 a. E.C. (2Re 25:1-26.)
La realeza de Jehová no se ve afectada. La destrucción de los reinos de Israel y Judá no desacreditó de ningún modo la calidad de la propia gobernación de Jehová Dios, ni tampoco indicó que fuera débil. Durante toda la historia de la nación israelita, Jehová hizo patente que quería que le sirvieran y obedecieran de buena gana. (Dt 10:12-21; 30:6, 15-20; Isa 1:18-20; Eze 18:25-32.) Él instruyó, reprendió, disciplinó, advirtió y castigó; pero no se valió de su poder para obligar al rey o al pueblo a seguir un proceder justo. Ellos tuvieron la culpa de las malas condiciones que se manifestaron, el sufrimiento que experimentaron y su fin desastroso, porque obstinadamente endurecieron su corazón e insistieron en seguir un proceder independiente que perjudicaba tontamente sus propios intereses. (Lam 1:8, 9; Ne 9:26-31, 34-37; Isa 1:2-7; Jer 8:5-9; Os 7:10, 11.)
Jehová demostró su poder soberano al mantener restringidas a las potencias agresivas de Asiria y Babilonia hasta el momento debido e incluso manejarlas para que actuasen en cumplimiento de sus profecías. (Eze 21:18-23; Isa 10:5-7.) Finalmente expresó su justo juicio como Gobernante Soberano al retirar su protección de la nación. (Jer 35:17.) La desolación de Israel y Judá no llegó como una espantosa sorpresa para los siervos obedientes de Dios, a quienes se había advertido de antemano mediante las profecías. La degradación de los gobernantes altivos ensalzó la “espléndida superioridad” de Jehová. (Isa 2:1, 10-17.) Sin embargo, más importante aún, Jehová había demostrado que podía proteger y conservar con vida a las personas que recurrían a Él como su Rey, aunque se hallasen en condiciones de hambre, enfermedad y matanza indiscriminada, o las persiguiesen los que odiaban la justicia. (Jer 34:17-21; 20:10, 11; 35:18, 19; 36:26; 37:18-21; 38:7-13; 39:11–40:5.)
Al último rey de Israel se le advirtió que se le quitaría la corona, que representaba la gobernación real para la que Jehová lo había ungido como representante suyo. El reino de los ungidos del linaje davídico no se ejercería ‘hasta que llegara aquel que tenía el derecho legal, y Jehová tendría que dar esto a él’. (Eze 21:25-27.) Por lo tanto, el reino típico, entonces en ruinas, dejó de existir, y de nuevo se dirigió la atención hacia el futuro, hacia la venidera “descendencia”, el Mesías.
Naciones políticas como Asiria y Babilonia, devastaron los reinos apóstatas de Israel y Judá. Aunque Dios dice que ‘levanta’ o ‘trae’ a esas naciones contra su pueblo condenado (Dt 28:49; Jer 5:15; 25:8, 9; Eze 7:24; Am 6:14), el sentido es similar a cuando el registro bíblico dice que ‘endureció’ el corazón de Faraón. (Véase PRESCIENCIA, PREDETERMINACIÓN [Respecto a determinadas personas].) Es decir, Dios ‘trajo’ a estas fuerzas agresoras permitiendo que realizaran el deseo de su corazón (Isa 10:7; Lam 2:16; Miq 4:11) al retirar su ‘mano’ protectora del objeto de la ambición de ellas. (Dt 31:17, 18; compárese Esd 8:31 con Esd 5:12; Ne 9:28-31; Jer 34:2.) A los israelitas apóstatas que tercamente se negaron a someterse a la ley y a la voluntad de Jehová se les dio “a la espada, a la peste y al hambre”. (Jer 34:17.) Sin embargo, el que esas naciones destruyeran sin piedad a los reinos septentrional y meridional, la ciudad capital de Jerusalén y su sagrado templo, no les granjeó la aprobación divina ni indicaba que tuviesen las ‘manos limpias’ delante de Él. De modo que Jehová, el Juez de toda la Tierra, podía denunciarlas con justicia por ‘saquear su herencia’ y condenarlas a sufrir la misma desolación que habían infligido a su pueblo. (Isa 10:12-14; 13:1, 17-22; 14:4-6, 12-14, 26, 27; 47:5-11; Jer 50:11, 14, 17-19, 23-29.)
Visiones del reino de Dios en los días de Daniel. Toda la profecía de Daniel subraya enfáticamente el tema de la Soberanía Universal de Dios y permite entender mejor Su propósito. Dios se valió de Daniel, que se hallaba exiliado en la capital de la potencia mundial que había derrotado a Judá, para revelar el significado de una visión del monarca babilonio. En esta se predecía la marcha de las potencias mundiales y su destrucción final por el reino eterno que el propio Jehová había establecido. Nabucodonosor, el conquistador de Jerusalén, se sintió impulsado a postrarse y rendir homenaje al exiliado Daniel y a reconocer que el Dios de Daniel era “un Señor de reyes”, una actitud que debió asombrar a la corte real. (Da 2:36-47.) Mediante la visión del ‘árbol cortado’ que Nabucodonosor tuvo en un sueño, Jehová hizo saber de nuevo de manera contundente que “el Altísimo es Gobernante en el reino de la humanidad, y que a quien él quiere darlo lo da, y coloca sobre él aun al de más humilde condición de la humanidad”. (Da 4; véase TIEMPOS SEÑALADOS DE LAS NACIONES.) El cumplimiento de la parte del sueño que tenía que ver con él hizo que el emperador Nabucodonosor tuviera que reconocer una vez más que el Dios de Daniel es el “Rey de los cielos”, Aquel que “está haciendo conforme a su propia voluntad entre el ejército de los cielos y los habitantes de la tierra. Y no existe nadie que pueda detener su mano o que pueda decirle: ‘¿Qué has estado haciendo?’”. (Da 4:34-37.)
Hacia el final del Imperio babilonio, Daniel tuvo visiones proféticas de imperios sucesivos que tendrían características bestiales; vio también el majestuoso tribunal celestial de Jehová en sesión, juzgando a las potencias del mundo y decretando que no merecen gobernar, y contempló a “alguien como un hijo del hombre [...] [a quien] fueron dados gobernación y dignidad y reino, para que los pueblos, grupos nacionales y lenguajes todos le sirvieran aun a él”, en su “gobernación de duración indefinida que no pasará”. Presenció también la guerra de la última potencia mundial contra “los santos”, lo que exigiría la aniquilación de aquella, y la entrega del “reino y la gobernación y la grandeza de los reinos bajo todos los cielos [...] al pueblo que son los santos del Supremo”, los santos de Jehová Dios. (Da 7, 8.) De este modo se manifestó claramente que la “descendencia” prometida consistiría en un cuerpo gubernamental que además de tener un cabeza regio, el “hijo del hombre”, también contaría con gobernantes asociados, los “santos del Supremo”.
En tiempo de Babilonia y Medo-Persia. El inexorable decreto de Dios contra la poderosa Babilonia se llevó a cabo súbita e inesperadamente; sus días estaban contados y habían llegado a su fin. (Da 5:17-30.) Durante el posterior gobierno medopersa, Jehová reveló más detalles sobre el reino mesiánico, relativos a cuándo aparecería el Mesías, que sería “cortado” y también que habría una segunda destrucción de la ciudad de Jerusalén y su lugar santo. (Da 9:1, 24-27; véase SETENTA SEMANAS.) Como había hecho anteriormente durante la gobernación de Babilonia, Jehová Dios volvió a demostrar su poder sobre los elementos naturales y sobre las bestias salvajes a favor de los que reconocen su soberanía, a pesar de la cólera oficial y de las amenazas de muerte. (Da 3:13-29; 6:12-27.) Hizo que las puertas de Babilonia se abrieran de par en par cuando estaba previsto, lo que permitió que su pueblo tuviese la libertad de regresar a su propia tierra y reedificar la casa de Jehová. (2Cr 36:20-23.) Debido a su acto de libertar a su pueblo, a Sión se le podría hacer el anuncio: “¡Tu Dios ha llegado a ser rey!”. (Isa 52:7-11.) Después, se frustraron diversas conspiraciones contra su pueblo, así como acusaciones falsas de oficiales subordinados y decretos gubernamentales adversos, debido a que Jehová inducía a los diversos reyes persas a cooperar con el cumplimiento de Su voluntad soberana. (Esd 4–7; Ne 2, 4, 6; Est 3–9.)
Por lo tanto, durante miles de años el propósito inmutable e irresistible de Jehová Dios siguió hacia adelante. Sin importar qué giros tomaron los acontecimientos en la Tierra, siempre demostró estar al mando de la situación, sin verse afectado por la oposición humana o demoniaca. No permitió que nada interfiriera en el desarrollo progresivo y perfecto de su propósito o de su voluntad. La historia de la nación de Israel suministró tipos proféticos de cómo trataría Dios con los hombres, y además ilustró que si no hay un reconocimiento y una sumisión de todo corazón a la jefatura divina, no puede haber armonía, paz y felicidad duraderas. Los israelitas disfrutaban de los beneficios de tener en común la ascendencia, la lengua y el país. También se encaraban a enemigos comunes. Pero solo tenían unidad, fuerza, justicia y disfrute genuino de la vida cuando adoraban y servían a Jehová Dios con lealtad y fe. Cuando sus lazos con Jehová Dios se debilitaban, la nación degeneraba rápidamente.
El reino de Dios ‘se acerca’. Puesto que el Mesías tenía que ser un descendiente de Abrahán, Isaac y Jacob, un miembro de la tribu de Judá y un “hijo de David”, había de nacer como hombre; según se declaró en la profecía de Daniel, debía ser un “hijo del hombre”. Cuando “llegó el límite cabal del tiempo”, Jehová Dios envió a su Hijo, quien nació de una mujer y cumplió todos los requisitos legales para heredar el “trono de David su padre”. (Gál 4:4; Lu 1:26-33; véase GENEALOGÍA DE JESUCRISTO.) Seis meses antes de su nacimiento, nació Juan, al que llamarían el Bautista y que sería precursor de Jesús. (Lu 1:13-17, 36.) Las expresiones de los padres de Juan y de Jesús indicaron que vivían con la ansiosa expectativa de contemplar la gobernación divina. (Lu 1:41-55, 68-79.) Cuando Jesús nació, las palabras que pronunció la delegación angélica enviada para anunciar el significado de aquel acontecimiento también se refirieron a actos gloriosos de Dios. (Lu 2:9-14.) Igualmente, Simeón y Ana expresaron en el templo su esperanza de salvación y liberación. (Lu 2:25-38.) Tanto el registro bíblico como el seglar muestran que los judíos estaban a la expectativa de la venida del Mesías. Sin embargo, el interés principal de muchos de ellos era conseguir libertad del pesado yugo de la dominación romana. (Véase MESÍAS.)
Juan tenía la comisión de ‘volver los corazones’ de las personas a Jehová, a sus pactos, al “privilegio de rendirle servicio sagrado sin temor, con lealtad y justicia”, y de este modo “alistar para Jehová un pueblo preparado”. (Lu 1:16, 17, 72-75.) Dijo sin ambages a las personas que se encaraban a un tiempo de juicio de Dios y que ‘el reino de los cielos se había acercado’, por lo que era urgente que se arrepintieran y abandonaran su proceder de desobediencia a la voluntad y la ley de Dios. Esto volvía a poner de relieve la norma de Jehová de tener únicamente súbditos bien dispuestos, personas que reconocieran y apreciaran la justicia de sus caminos y sus leyes. (Mt 3:1, 2, 7-12.)
La venida del Mesías tuvo lugar cuando Jesús se presentó a Juan para bautizarse y fue ungido por el espíritu santo de Dios. (Mt 3:13-17.) Así pasó a ser el Rey nombrado, reconocido por el tribunal de Jehová como el que tenía el derecho legal al trono davídico, un derecho que nadie había tenido en los anteriores seis siglos. (Véase JESUCRISTO [Su bautismo].) Pero Jehová introdujo además a su Hijo aprobado en un pacto para un reino celestial, en el que Jesús sería Rey y Sacerdote a la manera del Melquisedec de la antigua Salem. (Sl 110:1-4; Lu 22:29; Heb 5:4-6; 7:1-3; 8:1; véase PACTO.) Como la prometida ‘descendencia de Abrahán’, este Rey-Sacerdote celestial sería el Agente Principal de Dios para bendecir a personas de todas las naciones. (Gé 22:15-18; Gál 3:14; Hch 3:15.)
Al principio de la vida terrestre de su Hijo, Jehová manifestó su poder real en su favor. Dios desvió a los astrólogos orientales que iban a informar al tirano rey Herodes sobre el paradero de Jesús, e hizo que los padres del niño se lo llevaran a Egipto antes de que los agentes de Herodes llevaran a cabo la matanza de niños en Belén. (Mt 2:1-16.) Como la profecía original de Edén había predicho enemistad entre la “descendencia” prometida y la ‘descendencia de la serpiente’, este atentado contra la vida de Jesús solo podía significar que el Adversario de Dios, Satanás el Diablo, estaba tratando, aunque sin éxito, de frustrar el propósito de Jehová. (Gé 3:15.)
Después que Jesús, ya bautizado, pasó unos cuarenta días en el desierto de Judá, el principal oponente de la soberanía de Jehová se enfrentó a él. Ese adversario celestial le presentó argumentos sutiles con el propósito de inducirlo a cometer actos que violaran la voluntad y la palabra expresada de Jehová. Satanás incluso le ofreció al ungido Jesús el dominio sobre todos los reinos de la Tierra sin necesidad de luchar ni de sufrir, a cambio de que le rindiese un acto de adoración. Una vez que Jesús se negó y reconoció que Jehová era el único Soberano verdadero, de quien procede con todo derecho la autoridad y a quien debe dirigirse la adoración, el adversario de Dios adoptó otras tácticas, otra “estrategia de guerra” contra el Representante de Jehová, valiéndose en diversas ocasiones de agentes humanos, como ya había hecho mucho tiempo antes en el caso de Job. (Job 1:8-18; Mt 4:1-11; Lu 4:1-13; compárense con Rev 13:1, 2.)
¿En qué sentido estaba el Reino ‘en medio’ de aquellos a quienes Jesús predicó?
Con confianza en que Jehová tenía el poder de protegerle y de concederle éxito, Jesús emprendió su ministerio público, anunciando al pueblo que estaba en pacto con Jehová que ‘el tiempo señalado se había cumplido’, lo que significaba que el reino de Dios estaba cerca. (Mr 1:14, 15.) Para determinar en qué sentido estaba ‘cerca’ el Reino, pueden examinarse las palabras que dirigió a ciertos fariseos: “El reino de Dios está en medio de ustedes”. (Lu 17:21.) Algunos comentaristas citan frecuentemente este versículo como un ejemplo del ‘misticismo’ o ‘introversión’ de Jesús. Esta interpretación se basa principalmente en la expresión “dentro de vosotros”, que es como traducen un buen número de versiones la última parte de esta cita (AFEBE, Enz, Leal, NBE, Rule, Scío y otras). Sin embargo, muchas otras difieren. Por ejemplo, Torres Amat lee: “Ya el reino de Dios, o el Mesías, está en medio de vosotros”. Cantera-Iglesias dice: “El reino de Dios está entre vosotros”, y en una nota comenta: “ENTRE VOSOTROS (no ‘dentro de vosotros’, ‘en vuestro interior’): en la persona de Jesús, presente entre los fariseos”. Asimismo, Straubinger traduce “ya está [...] en medio de vosotros”, y en una nota comenta: “El sentido no puede ser que el reino está dentro de sus almas, pues Jesús está hablando con los fariseos”. (Véanse también las notas de Besson, BJ, NTI y Petite.) Como “reino [ba·si·léi·a]” puede significar “dignidad real”, es evidente que Jesús se refería a que él, el representante real de Dios, el ungido por Dios para ejercer la gobernación real, estaba en medio de ellos. No solo estaba presente en calidad de futuro rey del Reino, sino que también tenía autoridad para realizar obras que manifestaban el poder regio de Dios y preparar a quienes iban a ocupar puestos en su venidero gobierno del Reino. A eso se refería la ‘proximidad’ del Reino; era un tiempo en el que se daban unas circunstancias muy especiales.
Un gobierno con poder y autoridad. Los discípulos de Jesús entendieron que el Reino era un verdadero gobierno de Dios, aunque no comprendieron el alcance de su dominio. Natanael le dijo a Jesús: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”. (Jn 1:49.) Ellos conocían lo que la profecía de Daniel decía en cuanto a “los santos”. (Da 7:18, 27.) Jesús prometió claramente a sus apóstoles que ocuparían “tronos”. (Mt 19:28.) Santiago y Juan buscaron ciertas posiciones privilegiadas en el gobierno mesiánico, y Jesús reconoció que las habría, si bien dijo que el asignarlas dependía de su Padre, el Gobernante Soberano. (Mt 20:20-23; Mr 10:35-40.) Por tanto, aunque sus discípulos creyeron erróneamente que la gobernación regia del Mesías se circunscribía a la Tierra —y específicamente al Israel carnal— e incluso lo manifestaron así el día de la ascensión del resucitado Jesús (Hch 1:6), entendieron correctamente que se trataba de un verdadero gobierno. (Compárese con Mt 21:5; Mr 11:7-10.)
El Representante real de Jehová demostró visiblemente de muchas maneras el poder regio de Dios sobre su creación terrestre. Por medio del espíritu o fuerza activa de Dios, su Hijo controló el viento y el mar, la vegetación, los peces y hasta los elementos orgánicos del alimento, como cuando lo multiplicó. Estas obras poderosas hicieron que sus discípulos llegaran a tener un profundo respeto por su autoridad. (Mt 14:23-33; Mr 4:36-41; 11:12-14, 20-23; Lu 5:4-11; Jn 6:5-15.) Aún causaba una impresión más profunda su manera de ejercer el poder de Dios sobre los cuerpos humanos, al sanar afecciones como la ceguera y la lepra y devolver la vida a los muertos. (Mt 9:35; 20:30-34; Lu 5:12, 13; 7:11-17; Jn 11:39-47.) Jesús dijo a algunos leprosos sanados que se presentaran a los sacerdotes, quienes generalmente no creían a pesar de su autorización divina, “para testimonio a ellos”. (Lu 5:14; 17:14.) Por último, mostró el poder de Dios sobre los espíritus sobrehumanos. Los demonios reconocían la autoridad conferida a Jesús, y en lugar de exponerse a una prueba decisiva del poder que le respaldaba, acataban sus órdenes de dejar libres a los posesos. (Mt 8:28-32; 9:32, 33; compárese con Snt 2:19.) Como este poder para expulsar demonios procedía del espíritu de Dios, se podía decir que el reino de Dios realmente había “alcanzado” a sus oyentes. (Mt 12:25-29; compárese con Lu 9:42, 43.)
Todo esto era prueba sólida de que Jesús tenía autoridad real y de que esta no procedía de ninguna fuente política humana. (Compárese con Jn 18:36; Isa 9:6, 7.) A unos mensajeros enviados por Juan el Bautista —preso por aquel entonces— que habían sido testigos de las obras poderosas de Jesús, este les mandó volver a Juan y decirle lo que habían visto y oído como confirmación de que Jesús era realmente “Aquel Que Viene”. (Mt 11:2-6; Lu 7:18-23; compárense con Jn 5:36.) Los discípulos de Jesús estaban viendo y oyendo la prueba de la autoridad de Reino que los profetas habían anhelado presenciar. (Mt 13:16, 17.) Además, Jesús podía delegar autoridad a sus discípulos para que tuvieran poderes similares como sus representantes nombrados, y de este modo daba fuerza y peso a su proclamación: “El reino de los cielos se ha acercado”. (Mt 10:1, 7, 8; Lu 4:36; 10:8-12, 17.)
La entrada en el Reino. Jesús destacó que había llegado un período especial de circunstancias favorables. De su precursor, Juan, dijo: “Entre los nacidos de mujer no ha sido levantado uno mayor que Juan el Bautista; mas el que sea de los menores en el reino de los cielos es mayor que él. Pero desde los días de Juan el Bautista hasta ahora el reino de los cielos es la meta hacia la cual se adelantan con ardor [bi·á·ze·tai] los hombres, y los que se adelantan con ardor [bi·a·stái] se asen de él. [Compárese con BC, nota; Besson; Mensajero; Mod; PNT; RH; VHA; Vi.] Porque todos, los Profetas y la Ley, profetizaron hasta Juan”. (Mt 11:10-13.) Por lo tanto, los días del ministerio de Juan, que pronto terminarían con su ejecución, señalaron la conclusión de un período y el comienzo de otro. En cuanto al verbo griego bi·á·zo·mai, empleado en este texto, W. E. Vine dice que sugiere “un empeño esforzado”. (Diccionario Expositivo de Palabras del Nuevo Testamento, 1987, vol. 4, pág. 246.) El erudito alemán Heinrich Meyer escribió sobre Mateo 11:12: “Así se describe ese esfuerzo y esa lucha ansiosa e irresistible en pos del reino Mesiánico que se acerca [...]. Tan ansioso y enérgico (ya no calmado y expectante) es el interés con respecto al reino. Los [bi·a·stái] son, por consiguiente, creyentes [no enemigos agresores] que luchan vigorosamente por poseerlo”. (Critical and Exegetical Hand-Book to the Gospel of Matthew, de H. Meyer, 1884, pág. 225.)
Así pues, pertenecer al reino de Dios no se conseguiría con facilidad; no sería como acercarse a una ciudad abierta en la que muy poco, o nada, dificultase la entrada. Al contrario, el Soberano Jehová Dios había colocado barreras para excluir a cualquiera que no lo mereciera. (Compárese con Jn 6:44; 1Co 6:9-11; Gál 5:19-21; Ef 5:5.) Los que entraran tendrían que recorrer un camino estrecho, pasar por una puerta angosta y pedir, buscar y tocar con insistencia. Solo entonces se les abriría el camino. El camino es “estrecho” en el sentido de que restringe a los que caminan por él para que no hagan cosas que puedan perjudicar a otros o a ellos mismos. (Mt 7:7, 8, 13, 14; compárese con 2Pe 1:10, 11.) Quizás tuvieran que perder un ojo o una mano en sentido figurado a fin de conseguir la entrada. (Mr 9:43-47.) El Reino no sería una plutocracia en la que se pudiera comprar el favor del Rey; sería difícil que un rico (gr. plóu·si·os) entrase. (Lu 18:24, 25.) No sería una aristocracia mundana; una posición social elevada no contaría. (Mt 23:1, 2, 6-12, 33; Lu 16:14-16.) Los que parecieran “primeros”, con unos antecedentes religiosos impresionantes, serían los “últimos”, y los ‘últimos serían los primeros’ en recibir los benditos privilegios relacionados con ese Reino. (Mt 19:30–20:16.) Los fariseos hipócritas, hombres prominentes que confiaban en su posición ventajosa, verían entrar en el Reino antes que ellos a las rameras y a los recaudadores que habían reformado su conducta. (Mt 21:31, 32; 23:13.) Aunque llamaran a Jesús “Señor, Señor”, a todos aquellos hipócritas que no respetasen la palabra y la voluntad de Dios revelada por medio de Jesús, se les rechazaría con las palabras: “¡Nunca los conocí! Apártense de mí, obradores del desafuero”. (Mt 7:15-23.)
Conseguirían entrar los que pusieran los intereses materiales en segundo lugar y buscaran primero el Reino y la justicia de Dios. (Mt 6:31-34.) Al igual que Cristo Jesús, el Rey ungido de Dios, estas personas amarían la justicia y odiarían el desafuero. (Heb 1:8, 9.) Los futuros miembros del Reino tendrían una inclinación espiritual, serían misericordiosos, de corazón puro y pacíficos, aunque otros hombres los vituperarían y perseguirían. (Mt 5:3-10; Lu 6:23.) El “yugo” que Jesús ofreció a tales personas significaba sumisión a su autoridad regia. Pero para los “de genio apacible y [humildes] de corazón”, como era el Rey, se trataba de un yugo suave y una carga ligera. (Mt 11:28-30; compárese con 1Re 12:12-14; Jer 27:1-7.) Esto debió conmover a sus oyentes, pues les aseguraba que su gobernación no tendría ninguna de las cualidades indeseables que habían mostrado muchos gobernantes anteriores, tanto israelitas como no israelitas. Les dio razón para creer que bajo su gobierno no habría impuestos opresivos, trabajos forzados o explotación de cualquier tipo. (Compárese con 1Sa 8:10-18; Dt 17:15-17, 20; Ef 5:5.) Como mostraron las palabras posteriores de Jesús, no solo el Cabeza del venidero gobierno del Reino demostraría su abnegación hasta el punto de dar la vida por su pueblo, sino que todos los que estuvieran asociados con él en ese gobierno también procurarían servir al prójimo en vez de ser servidos. (Mt 20:25-28; véase JESUCRISTO [Sus obras y cualidades personales].)
La sumisión de buena gana es fundamental. El propio Jesús sentía el respeto más profundo por la voluntad y la autoridad soberana de su Padre. (Jn 5:30; 6:38; Mt 26:39.) Mientras estaba en vigor el pacto de la Ley los seguidores judíos de Jesús tenían que practicar y recomendar a otros la obediencia a dicho pacto; Jesús rechazaría de su Reino a todo el que adoptara un proceder opuesto. No obstante, este respeto y obediencia debía proceder del corazón, y no tenía que limitarse a observar la parte formal o ritual de la Ley, enfatizando solo mandatos específicos. Por el contrario, debían obedecerse principios básicos, como la justicia, la misericordia y la fidelidad. (Mt 5:17-20; 23:23, 24.) Jesús dijo que ‘no estaba lejos del reino de Dios’ al escriba que reconoció la posición singular de Jehová y que admitió que el “amarlo con todo el corazón y con todo el entendimiento y con todas las fuerzas, y esto de amar al prójimo como a uno mismo, vale mucho más que todos los holocaustos y sacrificios”. (Mr 12:28-34.) Por lo tanto, Jesús hizo patente en todos los aspectos que Jehová Dios solo busca a súbditos dispuestos, que prefieren Sus caminos justos y desean fervientemente vivir bajo su autoridad soberana.
La relación de pacto. Durante la última noche que Jesús pasó con sus discípulos, habló de un “nuevo pacto” con ellos que sería validado por su sacrificio de rescate (Lu 22:19, 20; compárese con 12:32); él sería Mediador entre el Soberano Jehová y ellos. (1Ti 2:5; Heb 12:24.) Además, Jesús hizo un pacto personal con sus seguidores “para un reino”, a fin de que pudieran participar con él de sus privilegios reales. (Lu 22:28-30; véase PACTO.)
Vencer al mundo. Aunque la detención, juicio y ejecución de Jesús podían dar la impresión de que su posición real era débil, en realidad constituyeron un claro cumplimiento de las profecías divinas, por lo que Dios lo permitió. (Jn 19:10, 11; Lu 24:19-27, 44.) Mediante su lealtad e integridad hasta la muerte, Jesús demostró que “el gobernante del mundo”, el Adversario de Dios, Satanás, no tenía “dominio” sobre él y que él había “vencido al mundo”. (Jn 14:29-31; 16:33.) Además, aunque su Hijo había sido fijado en un madero, Jehová manifestó su poder sin igual: la luz del Sol desapareció temporalmente, hubo un fuerte terremoto y se rasgó en dos la gran cortina que había en el templo. (Mt 27:51-54; Lu 23:44, 45.) Al tercer día, dio aún más prueba de su Soberanía cuando resucitó a su Hijo a la vida celestial, a pesar de los frágiles esfuerzos humanos por impedir la resurrección apostando guardas ante la tumba sellada de Jesús. (Mt 28:1-7.)
‘El reino del Hijo de su amor.’ Diez días después de la ascensión de Jesús a los cielos, en el Pentecostés del año 33 E.C., sus discípulos tuvieron prueba de que había sido “ensalzado a la diestra de Dios” cuando derramó espíritu santo sobre ellos. (Hch 1:8, 9; 2:1-4, 29-33.) De esta manera entró en vigor el “nuevo pacto”, y ellos se convirtieron en el núcleo de una nueva “nación santa”, el Israel espiritual. (Heb 12:22-24; 1Pe 2:9, 10; Gál 6:16.)
Entonces Cristo estaba sentado a la diestra del Padre y era el Cabeza de la congregación. (Ef 5:23; Heb 1:3; Flp 2:9-11.) Las Escrituras muestran que a partir del Pentecostés del año 33 E.C. se estableció un reino espiritual sobre los discípulos. Cuando el apóstol Pablo escribió a los cristianos colosenses del primer siglo, indicó que Jesucristo ya tenía un reino: “[Dios] nos libró de la autoridad de la oscuridad y nos transfirió al reino del Hijo de su amor”. (Col 1:13; compárese con Hch 17:6, 7.)
El reino de Cristo que empezó en el Pentecostés de 33 E.C. es de carácter espiritual, al igual que el Israel sobre el que rige: los cristianos engendrados por el espíritu de Dios para ser Sus hijos. (Jn 3:3, 5, 6.) Cuando tales cristianos engendrados por espíritu reciben su recompensa espiritual, dejan de ser súbditos terrestres del reino espiritual de Cristo para pasar a ser reyes con Cristo en los cielos. (Rev 5:9, 10.)
“El Reino de nuestro Señor y de su Cristo.” A finales del siglo I E.C., el apóstol Juan tuvo una revelación divina del tiempo futuro en el que Jehová Dios produciría una nueva forma de gobernación divina mediante su Hijo. En aquel tiempo, como cuando David llevó el Arca a Jerusalén, podría decirse que Jehová ‘había tomado su gran poder y había empezado a reinar’. Sería entonces cuando fuertes voces en el cielo proclamarían: “El reino del mundo sí llegó a ser el reino de nuestro Señor y de su Cristo, y él reinará para siempre jamás”. (Rev 11:15, 17; 1Cr 16:1, 31.)
“Nuestro Señor”, el Señor Soberano Jehová, impone su autoridad sobre “el reino del mundo” produciendo una nueva expresión de su soberanía sobre la Tierra. Concede a su Hijo Jesucristo una participación subsidiaria en ese Reino, de modo que se le llama “el reino de nuestro Señor y de su Cristo”. Este reino es de proporciones y dimensiones mayores que “el reino del Hijo de su amor”, del que se habla en Colosenses 1:13. “El reino del Hijo de su amor” empezó en el Pentecostés del año 33 E.C. y ha gobernado sobre los discípulos ungidos de Cristo; “el reino de nuestro Señor y de su Cristo” se inicia al fin de “los tiempos señalados de las naciones” y gobierna sobre toda la humanidad en la Tierra. (Lu 21:24.)
Después de recibir participación en “el reino del mundo”, Jesucristo toma las medidas necesarias para eliminar la oposición a la soberanía de Dios. La acción inicial tiene lugar en la región celestial; se derrota a Satanás y sus demonios y se les arroja al ámbito terrestre. Como resultado, se hace la siguiente proclamación: “Ahora han acontecido la salvación y el poder y el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo”. (Rev 12:1-10.) Durante el corto período de tiempo que le queda, este principal adversario, Satanás, continúa cumpliendo la profecía de Génesis 3:15 al guerrear contra “los restantes” de la “descendencia” de la mujer, los “santos” que están en vías de gobernar con Cristo. (Rev 12:13-17; compárese con 13:4-7; Da 7:21-27.) No obstante, los “justos decretos” de Jehová se hacen manifiestos, y sus expresiones de juicio caen como plagas sobre sus opositores, lo que lleva a la destrucción de la mística Babilonia la Grande, la perseguidora principal de los siervos de Dios en la Tierra. (Rev 15:4; 16:1–19:6.)
Después, “el reino de nuestro Señor y de su Cristo” envía sus ejércitos celestiales contra los gobernantes de todos los reinos terrestres y sus ejércitos para pelear la batalla de Armagedón, en la que estos últimos son destruidos. (Rev 16:14-16; 19:11-21.) Esta es la respuesta a la petición hecha a Dios: “Venga tu reino. Efectúese tu voluntad, como en el cielo, también sobre la tierra”. (Mt 6:10.) A continuación se abisma a Satanás y empieza un período de mil años en el que Cristo Jesús y sus asociados gobiernan como reyes y sacerdotes sobre los habitantes de la Tierra. (Rev 20:1, 6.)
Cristo “entrega el reino”. El apóstol Pablo también describe la gobernación de Cristo durante su presencia. Después de resucitar a sus seguidores, Cristo procede a reducir “a nada todo gobierno y toda autoridad y poder” (lógicamente, todo gobierno, autoridad y poder en oposición a la voluntad soberana de Dios). Más tarde, al final del reino milenario, “entrega el reino a su Dios y Padre”, y se somete a “Aquel que le sujetó todas las cosas, para que Dios sea todas las cosas para con todos”. (1Co 15:21-28.)
Puesto que Jesucristo “entrega el reino a su Dios y Padre”, ¿en qué sentido es su reino “eterno”, como se repite una y otra vez en las Escrituras? (2Pe 1:11; Isa 9:7; Da 7:14; Lu 1:33; Rev 11:15.) Del siguiente modo: su Reino “nunca será reducido a ruinas”, sus logros serán perpetuos y él recibirá honra eterna por su papel de Rey Mesiánico. (Da 2:44.)
Durante el reinado milenario, el gobierno de Cristo sobre la Tierra desempeñará un papel sacerdotal a favor de la humanidad obediente. (Rev 5:9, 10; 20:6; 21:1-3.) De este modo terminará el dominio del pecado y la muerte como reyes sobre la humanidad obediente, ahora sujeta a su “ley”; la bondad inmerecida y la justicia serán las cualidades imperantes. (Ro 5:14, 17, 21.) Como los habitantes de la Tierra ya no estarán sujetos al pecado y la muerte, también terminará la necesidad de que Jesús rinda un servicio propiciatorio como “ayudante para con el Padre” por los pecados de los humanos imperfectos. (1Jn 2:1, 2.) La humanidad habrá recuperado la posición que tenía originalmente cuando el hombre perfecto Adán estaba en Edén. En aquel tiempo Adán no necesitaba a nadie entre él y Dios para hacer propiciación. De igual modo, al final del gobierno milenario los habitantes de la Tierra estarán en posición —de hecho, tendrán la obligación— de responder por su proceder ante Jehová Dios como Juez Supremo, sin recurrir a nadie como intermediario o ayudante legal. De ese modo Jehová, el Poder Soberano, pasa a ser “todas las cosas para con todos”. Esto significa que se habrá realizado en su totalidad el propósito de Dios de “reunir todas las cosas de nuevo en el Cristo, las cosas [que están] en los cielos y las cosas [que están] en la tierra”. (1Co 15:28; Ef 1:9, 10.)
El gobierno milenario de Jesús habrá cumplido completamente su propósito. La Tierra, en un tiempo foco de rebelión, habrá sido restaurada a una posición plena, limpia e indiscutida en el dominio del Soberano Universal. No quedará ningún reino subsidiario entre Jehová y la humanidad obediente.
Sin embargo, después de esto se someterá a esos súbditos terrestres a una prueba final de integridad y devoción. Satanás será soltado del abismo. Los que permitan que él los seduzca lo harán por la misma cuestión que surgió en Edén: la legitimidad de la soberanía de Dios, pues se dice que atacan el “campamento de los santos y la ciudad amada”. Como el Tribunal del cielo habrá zanjado judicialmente esa cuestión y habrá cerrado el caso ya no se permitirá otra rebelión prolongada. Los que no permanezcan leales al lado de Dios no podrán apelar a Cristo Jesús como un ‘ayudante propiciatorio’, sino que Jehová Dios será “todas las cosas” para ellos. No habrá ninguna apelación o mediación posible. Todos los rebeldes, espíritus y humanos, recibirán la sentencia divina de destrucción en la “muerte segunda”. (Rev 20:7-15.)