ISRAEL
(Contendiente [Perseverante] con Dios; o, Dios Contiende).
1. Nombre que Dios le dio a Jacob cuando este tenía unos noventa y siete años. La noche en que cruzó el valle torrencial de Jaboq para ir a encontrarse con su hermano Esaú luchó con alguien que resultó ser un ángel. Debido a la perseverancia de Jacob en la lucha, se le cambió el nombre a Israel, como muestra de la bendición de Dios. En conmemoración de esos acontecimientos, Jacob llamó al lugar Peniel o Penuel. (Gé 32:22-31; véase JACOB núm. 1.) Posteriormente, Dios le confirmó este cambio de nombre en Betel, y desde entonces hasta el final de su vida se le llamó con frecuencia Israel. (Gé 35:10, 15; 50:2; 1Cr 1:34.) Sin embargo, el nombre de Israel, que aparece más de 2.500 veces en las Escrituras, hace referencia muy a menudo a la nación compuesta por los descendientes de Jacob. (Éx 5:1, 2.)
2. El conjunto de los descendientes de Jacob a través de la historia. (Éx 9:4; Jos 3:7; Esd 2:2b; Mt 8:10.) Como prole y descendientes de los doce hijos de Jacob, con mucha frecuencia se les llamaba “hijos de Israel” y, más esporádicamente, “casa de Israel”, “pueblo de Israel”, “varones de Israel”, “estado de Israel” o “israelitas”. (Gé 32:32; Mt 10:6; Hch 4:10; 5:35; Ef 2:12; Ro 9:4; véase ISRAELITA.)
En el año 1728 a. E.C., la casa de Jacob viajó a Egipto debido al hambre, y allí vivieron sus descendientes como residentes forasteros durante doscientos quince años. Todos los israelitas “de la casa de Jacob que entraron en Egipto”, sin contar a las esposas de los hijos de Jacob, fueron 70. Pero durante su residencia en aquel país, se convirtieron en una sociedad de esclavos muy grande, y tal vez llegaron a los dos o tres millones, o incluso más. (Gé 46:26, 27; Éx 1:7; véase ÉXODO.)
En su lecho de muerte, Jacob bendijo a sus doce hijos por este orden: Rubén, Simeón, Leví, Judá, Zabulón, Isacar, Dan, Gad, Aser, Neftalí, José y Benjamín; y por medio de ellos continuó el sistema patriarcal tribal. (Gé 49:2-28.) Sin embargo, durante el período de esclavitud de Israel, los egipcios establecieron su propio sistema de superintendencia, independiente del sistema patriarcal, designando a algunos israelitas como oficiales. Estos llevaban la cuenta de los ladrillos que se producían y ayudaban a los jefes egipcios, que obligaban a trabajar a los israelitas. (Éx 5:6-19.) No obstante, cuando Moisés dio a conocer las instrucciones de Jehová a la congregación, lo hizo por medio de los “ancianos de Israel”, que eran los cabezas hereditarios de las casas paternas. Estos fueron los que le acompañaron cuando se presentó delante de Faraón. (Éx 3:16, 18; 4:29, 30; 12:21.)
Al debido tiempo, al final del período predeterminado de cuatrocientos años de aflicción, en el año 1513 a. E.C., Jehová aplastó a Egipto, la potencia mundial que dominaba en aquel tiempo, y con una gran demostración de Su soberanía todopoderosa, sacó a su pueblo Israel de la esclavitud. Con ellos salió una “vasta compañía mixta” de no israelitas que estaban contentos de compartir su suerte con el pueblo escogido de Dios. (Gé 15:13; Hch 7:6; Éx 12:38.)
Nacimiento de la nación. El pacto abrahámico confería a la congregación de Israel identidad individual, de modo que un pariente cercano podía reclamarla o recomprarla de su esclavitud. Jehová era ese pariente cercano en virtud de su pacto legal; de hecho, era su Padre, y como Recomprador legal empleó su poder punitivo para matar al primogénito de Faraón por negarse este a soltar a su hijo “primogénito”, Israel. (Éx 4:22, 23; 6:2-7.) Por lo tanto, una vez liberado legalmente de Egipto, Israel llegó a ser propiedad exclusiva de Jehová. “Solo a ustedes he conocido de todas las familias del suelo”, dijo Dios. (Am 3:2; Éx 19:5, 6; Dt 7:6.) Sin embargo, Dios juzgó conveniente no tratar con ellos estrictamente como una sociedad patriarcal, sino como la nación de Israel, creado por Él y al que dio un gobierno teocrático fundado en el pacto de la Ley como su constitución.
Tres meses después de haber salido de Egipto, se convirtieron en una nación independiente bajo el pacto de la Ley inaugurado en el monte Sinaí. (Heb 9:19, 20.) Las Diez Palabras o Diez Mandamientos escritos “por el dedo de Dios” formaban la armazón de ese código nacional, al que se añadieron aproximadamente otras 600 leyes, estatutos, regulaciones y decisiones judiciales. Fue el conjunto de leyes más amplio de cualquier nación antigua, leyes que explicaban con gran detalle la relación del hombre con su Dios y con su semejante. (Éx 31:18; 34:27, 28.)
Por tratarse de una teocracia pura, toda la autoridad judicial, legislativa y ejecutiva descansaba en Jehová. (Isa 33:22; Snt 4:12.) A su vez, el Gran Teócrata delegaba parte del poder administrativo en los representantes que Él escogía. El código de la Ley mismo hasta contemplaba que finalmente habría una dinastía de reyes que representarían a Jehová en asuntos civiles. Estos reyes, sin embargo, no eran monarcas absolutos, ya que el sacerdocio era una institución separada e independiente de la realeza, y, en realidad, los reyes se sentaban en “el trono de Jehová” como sus representantes, de modo que estaban sujetos a sus directrices y disciplina. (Dt 17:14-20; 1Cr 29:23; 2Cr 26:16-21.)
El código constitucional situaba la adoración a Jehová sobre cualquier otro asunto y dominaba todo aspecto de la vida y actividad de la nación. La idolatría constituía una traición que se pagaba con la muerte. (Dt 4:15-19; 6:13-15; 13:1-5.) El centro visible de adoración, donde se hacían los sacrificios prescritos, fue en principio el tabernáculo y más tarde el templo. El sacerdocio instituido por Dios poseía el Urim y el Tumim, mediante los que se recibía la respuesta de Jehová a cuestiones difíciles y de importancia vital. (Éx 28:30.) A fin de mantener la unidad y la salud espiritual de la nación, se celebraban asambleas regulares para hombres —cuya asistencia era obligatoria—, mujeres y niños. (Le 23:2; Dt 31:10-13.)
También se organizó un sistema de jueces sobre “decenas”, “cincuentenas”, “centenas” y “millares”, lo que permitía resolver con prontitud los asuntos judiciales del pueblo. En caso de apelación, se recurría a Moisés, quien, si lo juzgaba necesario, presentaba el caso ante Jehová para tomar una decisión definitiva. (Éx 18:19-26; Dt 16:18.) La organización militar, reclutamiento y distribución del mando, guardaba una disposición numérica parecida. (Nú 1:3, 4, 16; 31:3-6, 14, 48.)
Los cabezas hereditarios de las tribus, ancianos experimentados, sabios y prudentes, ocuparon los diversos puestos civiles, judiciales y militares. (Dt 1:13-15.) Estos ancianos representaban a la congregación de Israel delante de Jehová, y por medio de ellos Jehová y Moisés hablaron al pueblo en general. (Éx 3:15, 16.) Eran hombres que escuchaban con paciencia causas judiciales, ponían en vigor los diversos aspectos del pacto de la Ley (Dt 21:18-21; 22:15-21; 25:7-10), acataban las decisiones divinas que ya se habían pronunciado (Dt 19:11, 12; 21:1-9), proporcionaban jefatura militar (Nú 1:16), confirmaban tratados ya negociados (Jos 9:15) y, como comité bajo la jefatura del sumo sacerdote, desempeñaban otras responsabilidades (Jos 22:13-16).
Este nuevo estado teocrático de Israel, con su autoridad centralizada, todavía conservaba el sistema patriarcal de doce divisiones tribales. Sin embargo, a fin de librar a la tribu de Leví de prestar servicio militar (de manera que pudiese dedicar su tiempo exclusivamente a asuntos religiosos) y aun así contar con doce tribus que se dividiesen en doce partes la Tierra Prometida, se reajustaron las listas genealógicas oficiales. (Nú 1:49, 50; 18:20-24.) También había que resolver la cuestión de los derechos de primogénito. Rubén, el primogénito de Jacob, tenía derecho a una porción doble de la herencia (compárese con Dt 21:17), pero había perdido este derecho al tener relaciones inmorales incestuosas con la concubina de su padre. (Gé 35:22; 49:3, 4.) Había que llenar la vacante de Leví entre los doce, así como la vacante del que tenía los derechos de primogénito.
De una forma relativamente sencilla Jehová resolvió ambos asuntos con una sola acción. Los dos hijos de José, Efraín y Manasés, recibieron reconocimiento completo como cabezas tribales. (Gé 48:1-6; 1Cr 5:1, 2.) Así volvía a haber doce tribus, aparte de la de Leví, y se le daba representativamente una porción doble de la tierra a José, el padre de Efraín y Manasés. De ese modo se le quitaron los derechos de primogénito a Rubén, el primer hijo de Lea, y se le dieron a José, el primogénito de Raquel. (Gé 29:31, 32; 30:22-24.) Con estos ajustes, los nombres de las doce tribus (no levitas) de Israel fueron: Rubén, Simeón, Judá, Isacar, Zabulón, Efraín, Manasés, Benjamín, Dan, Aser, Gad y Neftalí. (Nú 1:4-15.)
Del Sinaí a la Tierra Prometida. Solo dos de los doce espías enviados a la Tierra Prometida regresaron con suficiente fe como para animar a sus hermanos a invadir y conquistar la tierra. Por lo tanto, Jehová determinó que debido a falta de fe general, todos aquellos que habían salido de Egipto y tuvieran más de veinte años de edad, con pocas excepciones, morirían en el desierto. (Nú 13:25-33; 14:26-34.) Y efectivamente, el vasto campamento de Israel vagó durante cuarenta años por la península del Sinaí. Incluso Moisés y Aarón murieron sin haber pisado la Tierra Prometida. Poco después de haber salido de Egipto un censo dio 603.550 hombres robustos, pero aproximadamente treinta y nueve años después la nueva generación totalizó 1.820 hombres menos, es decir, 601.730. (Nú 1:45, 46; 26:51.)
Durante esta vida nómada en el desierto, Jehová fue un muro de protección alrededor de los israelitas, un escudo contra sus enemigos. Únicamente permitía que les sobreviniera el mal cuando se rebelaban contra Él. (Nú 21:5, 6.) También cubrió todas sus necesidades. Les dio maná y agua, un código sanitario para proteger su salud e incluso impidió que su calzado se desgastase. (Éx 15:23-25; 16:31, 35; Dt 29:5.) Pero a pesar de tal cuidado amoroso y milagroso por parte de Jehová, Israel se quejó y murmuró en repetidas ocasiones, y de vez en cuando surgieron rebeldes que desafiaron los nombramientos teocráticos, de manera que Jehová tuvo que disciplinarlos con severidad a fin de que el resto aprendiese a temer y obedecer a su Gran Libertador. (Nú 14:2-12; 16:1-3; Dt 9:24; 1Co 10:10.)
Hacia el final de los cuarenta años que Israel vagó por el desierto, Jehová dio en sus manos a los reyes de los amorreos: Sehón y Og. Con esta victoria, Israel heredó una gran cantidad de territorio al E. del Jordán, en el que se establecieron las tribus de Rubén, Gad y la media tribu de Manasés. (Dt 3:1-13; Jos 2:10.)
Israel bajo los jueces. Después de la muerte de Moisés, Josué condujo a los israelitas a través del Jordán en el año 1473 a. E.C. a una tierra ‘que manaba leche y miel’. (Nú 13:27; Dt 27:3.) En una campaña arrolladora que duró seis años, conquistaron el territorio situado al O. del Jordán, dominado hasta entonces por 31 reyes, y también ciudades fortificadas, como Jericó y Hai. (Jos 1–12.) Las llanuras costeras y ciertos enclaves, como la fortaleza jebusea que posteriormente llegó a ser la Ciudad de David, fueron excepciones. (Jos 13:1-6; 2Sa 5:6-9.) Esos elementos desafiadores de Dios a los que se permitió permanecer en la tierra fueron para Israel como espinas y cardos en su costado, y los matrimonios entre ellos y los israelitas no hicieron más que aumentar el dolor. Durante un período de más de trescientos ochenta años, desde la muerte de Josué hasta que David los subyugó por completo, esos adoradores de dioses falsos actuaron “como agentes para probar a Israel, para saber si obedecerían los mandamientos de Jehová”. (Jue 3:4-6.)
Como Jehová había mandado a Moisés, el territorio recién conquistado se dividió entre las tribus de Israel por sorteo. Se seleccionaron seis “ciudades de refugio” para la seguridad de los homicidas involuntarios. Esas y otras 42 ciudades, junto con su terreno agrícola circundante, se asignaron a la tribu de Leví. (Jos 13–21.)
Todas las ciudades nombraron jueces y oficiales en sus puertas para encargarse de los asuntos judiciales, tal como preveía el pacto de la Ley (Dt 16:18), así como ancianos que administraban los intereses generales de la ciudad en representación del pueblo. (Jue 11:5.) Aunque las tribus mantuvieron su identidad y sus herencias, desapareció una buena parte del control centralizado que se había ejercido durante la estancia en el desierto. La canción de Débora y Barac, las incidencias de las batallas de Gedeón y las actividades de Jefté revelan los problemas que surgieron por no actuar en unidad después que Moisés y su sucesor Josué desaparecieron de la escena y el pueblo dejó de buscar la guía de su cabeza invisible, Jehová Dios. (Jue 5:1-31; 8:1-3; 11:1–12:7.)
Tras la muerte de Josué y de los ancianos de su generación, el pueblo empezó a vacilar en su fidelidad y obediencia a Jehová, como un gran péndulo que se desplaza de un lado para otro entre la adoración verdadera y la falsa. (Jue 2:7, 11-13, 18, 19.) Cuando abandonaban a Jehová y se volvían a servir a los baales, Él quitaba su protección y permitía a las naciones circundantes que se lanzasen al saqueo de la tierra. Tal opresión les hacía ver la necesidad de actuar unidamente, por lo que el descarriado Israel clamaba a Jehová y Él, a su vez, levantaba jueces o salvadores para librar al pueblo. (Jue 2:10-16; 3:15.) Hubo una sucesión de esta clase de jueces valientes después de Josué, como Otniel, Ehúd, Samgar, Barac, Gedeón, Tolá, Jaír, Jefté, Ibzán, Elón, Abdón y Sansón. (Jue 3–16.)
Cada liberación tuvo un efecto unificador en la nación. También hubo otros incidentes unificadores. En una ocasión, cuando la concubina de un levita fue salvajemente violada, once tribus se unieron contra la tribu de Benjamín movidos por un sentimiento de culpa y responsabilidad nacional. (Jue 19, 20.) En otra ocasión, todas las tribus se congregaron en torno al arca del pacto en el tabernáculo que erigieron en Siló. (Jos 18:1.) Por lo tanto, supuso una pérdida nacional que los filisteos capturaran el Arca por culpa del comportamiento impropio y disoluto del sacerdocio de aquella época, en especial el de los hijos del sumo sacerdote Elí. (1Sa 2:22-36; 4:1-22.) Después de la muerte de Elí, el profeta y juez Samuel hizo el circuito de varias ciudades para encargarse de las preguntas y disputas del pueblo, lo que tuvo un efecto unificador en Israel. (1Sa 7:15, 16.)
El reino unido. Samuel se disgustó mucho cuando en el año 1117 a. E.C. Israel suplicó: “Nómbranos un rey que nos juzgue, sí, como todas las naciones”. Sin embargo, Jehová le dijo a Samuel: “Escucha la voz del pueblo [...] porque no es a ti a quien han rechazado, sino que es a mí a quien han rechazado de ser rey sobre ellos”. (1Sa 8:4-9; 12:17, 18.) De modo que el benjamita Saúl llegó a ser el primer rey de Israel, y aunque inició bien su gobernación, no mucho después su presuntuosidad le condujo a la desobediencia; la desobediencia, a su vez, a rebelión, y la rebelión, a que finalmente consultase a una médium espiritista. Al cabo de cuarenta años, su gobernación demostró ser un completo fracaso. (1Sa 10:1; 11:14, 15; 13:1-14; 15:22-29; 31:4.)
Se ungió por rey a David, de la tribu de Judá, un ‘hombre agradable al corazón de Jehová’ (1Sa 13:14; Hch 13:22), y bajo su mandato las fronteras de la nación se extendieron hasta los límites prometidos, desde “el río de Egipto hasta el gran río, el río Éufrates”. (Gé 15:18; Dt 11:24; 2Sa 8:1-14; 1Re 4:21.)
Durante el reinado de cuarenta años de David, se crearon varios cargos especializados, además del sistema tribal. Aparte de los ancianos, que eran hombres influyentes al servicio del gobierno central, el rey tenía su propio círculo íntimo de consejeros. (1Cr 13:1; 27:32-34.) Luego había un cuerpo administrativo del gobierno, más amplio y compuesto de príncipes tribales, jefes, oficiales de la corte y personal militar, que tenía responsabilidades administrativas. (1Cr 28:1.) David nombró a 6.000 levitas como jueces y oficiales para encargarse eficazmente de ciertos asuntos. (1Cr 23:3, 4.) Se crearon otros departamentos con sus superintendentes nombrados para supervisar el cultivo de los campos y para administrar cosas tales como viñas y lagares, olivares y suministros de aceite y el ganado y los rebaños. (1Cr 27:26-31.) Los intereses financieros del rey se atendían de manera similar por medio de un departamento de tesorería central, distinto del que supervisaba los tesoros almacenados en otros lugares, como, por ejemplo, en ciudades adyacentes y pueblos. (1Cr 27:25.)
Salomón sucedió en el trono a su padre David en el año 1037 a. E.C. Reinó “sobre todos los reinos desde el Río [Éufrates] hasta la tierra de los filisteos y hasta el límite de Egipto” durante cuarenta años. Su reinado se destacó especialmente por la paz y la prosperidad, puesto que las naciones circundantes siguieron “llevándole regalos y sirviendo a Salomón todos los días de su vida”. (1Re 4:21.) La sabiduría de Salomón fue proverbial, siendo el rey más sabio de tiempos antiguos, y durante su reinado Israel alcanzó el apogeo de su poder y gloria. Uno de los mayores logros de Salomón fue la construcción del magnífico templo, realizado de acuerdo con los planos que había recibido su padre por inspiración divina. (1Re 3–9; 1Cr 28:11-19.)
Pero a pesar de toda esta gloria, riquezas y sabiduría, Salomón terminó fracasando, pues permitió que sus muchas esposas extranjeras lo desviasen de la adoración pura de Jehová a las prácticas profanas de las religiones falsas. Al final, Salomón murió con la desaprobación de Jehová, y le sucedió su hijo Rehoboam. (1Re 11:1-13, 33, 41-43.)
Rehoboam, con falta de sabiduría y previsión, incrementó las ya pesadas cargas gubernamentales sobre el pueblo. Esto a su vez hizo que las diez tribus norteñas se separasen bajo Jeroboán, como el profeta de Jehová había predicho. (1Re 11:29-32; 12:12-20.) Así fue como el reino de Israel se dividió en el año 997 a. E.C.
Véanse más detalles sobre el reino dividido en ISRAEL núm. 3.)
Israel después del exilio en Babilonia. Durante los trescientos noventa años que siguieron a la muerte de Salomón y la división del reino, y hasta la destrucción de Jerusalén en el año 607 a. E.C., la expresión “Israel” por lo general solo aplicaba a las diez tribus bajo la gobernación del reino norteño. (2Re 17:21-23.) Pero con el regreso del exilio de un resto de las doce tribus, y hasta la segunda destrucción de Jerusalén, en el año 70 E.C., el término “Israel” volvió a abarcar de nuevo a la totalidad de los descendientes de Jacob que vivían en ese tiempo. De nuevo se llamó a las doce tribus “todo Israel”. (Esd 2:70; 6:17; 10:5; Ne 12:47; Hch 2:22, 36.)
En 537 a. E.C. regresaron a Jerusalén con Zorobabel y el sumo sacerdote Josué (Jesúa) casi 50.000 exiliados (42.360 israelitas, junto con más de 7.500 esclavos y cantores profesionales), que dieron comienzo a la reedificación de la casa de adoración de Jehová. (Esd 3:1, 2; 5:1, 2.) Posteriormente, en el año 468 a. E.C., otros israelitas regresaron con Esdras (Esd 7:1–8:36), y más tarde, en el año 455 a. E.C., probablemente hubo otros que acompañaron a Nehemías a Jerusalén con la comisión especial de reedificar los muros y las puertas de la ciudad. (Ne 2:5-9.) Sin embargo, muchos israelitas se hallaban esparcidos a través del imperio, como puede verse en el libro de Ester. (Est 3:8; 8:8-14; 9:30.)
Aunque Israel no recuperó su antigua soberanía como nación independiente, llegó a ser un estado hebreo con considerable libertad bajo la dominación persa. Se nombraron gobernantes diputados y gobernadores (como Zorobabel y Nehemías) de entre los mismos israelitas. (Ne 2:16-18; 5:14, 15; Ag 1:1.) Los hombres de mayor edad de Israel y los príncipes tribales continuaron actuando como consejeros y representantes del pueblo. (Esd 10:8, 14.) Se restableció la organización sacerdotal, basada en los registros genealógicos antiguos, que habían sido cuidadosamente preservados, y, al funcionar de nuevo tal organización levítica, se observaron los sacrificios y otros requisitos del pacto de la Ley. (Esd 2:59-63; 8:1-14; Ne 8:1-18.)
Con la caída del Imperio persa y la aparición de la potencia mundial griega, Israel se vio perjudicado por el conflicto entre los tolomeos de Egipto y los seléucidas de Siria. Estos últimos intentaron erradicar la adoración y las costumbres judías durante la gobernación de Antíoco IV Epífanes. Sus esfuerzos alcanzaron su punto máximo en el año 168 a. E.C., cuando erigieron un altar pagano sobre el altar del templo de Jerusalén y lo dedicaron al dios griego Zeus. Sin embargo, esta vejación tuvo un efecto contrario, puesto que fue la chispa que desencadenó el levantamiento de los macabeos. Tres años después, en el mismo día, el victorioso líder judío Judas Macabeo volvió a dedicar el templo purificado a Jehová con una fiesta que desde entonces han conmemorado los judíos con el nombre de Hanuká.
El siglo siguiente fue un período de gran desorden interno, durante el cual Israel se alejó cada vez más de las disposiciones administrativas tribales del pacto de la Ley. La suerte de la autonomía de los macabeos o asmoneos fue muy variable durante este período, y surgieron dos grupos: los saduceos proasmoneos y los fariseos antiasmoneos. Finalmente se acudió a Roma, que para entonces era la potencia mundial, con el fin de que mediase en el conflicto. El general Cneo Pompeyo intervino y, después de un sitio de tres meses, tomó Jerusalén en 63 a. E.C. y anexionó Judea al imperio. Roma nombró rey de los judíos a Herodes el Grande aproximadamente en 39 a. E.C., y unos tres años más tarde este rey consiguió aplastar la gobernación asmonea. Poco antes de la muerte de Herodes, en el año 2 a. E.C., Jesús nació como “una gloria de tu pueblo Israel”. (Lu 2:32.)
La autoridad imperial de Roma sobre Israel durante el siglo I E.C. estaba distribuida entre los gobernantes de distrito y los gobernadores o procuradores. La Biblia menciona como gobernantes de distrito a Filipo, Lisanias y Herodes Antipas (Lu 3:1), y habla de los gobernadores Poncio Pilato, Félix y Festo (Hch 23:26; 24:27) y de los reyes Agripa I y II. (Hch 12:1; 25:13.) No obstante, en el régimen interno de Israel aún subsistían vestigios de la institución genealógica tribal, como se ve en el hecho de que César Augusto ordenara que los israelitas se registrasen en las ciudades respectivas de sus casas paternas. (Lu 2:1-5.) Los “ancianos” y los funcionarios sacerdotales levitas todavía tenían mucha influencia en el pueblo (Mt 21:23; 26:47, 57; Hch 4:5, 23), aunque habían sustituido los requisitos escritos del pacto de la Ley por las tradiciones de los hombres a un grado considerable. (Mt 15:1-11.)
En este ambiente nació el cristianismo. Primero apareció Juan el Bautista, el precursor de Jesús, e hizo que muchos de los israelitas se volviesen a Jehová. (Lu 1:16; Jn 1:31.) Luego llegó Jesús, quien en compañía de sus apóstoles prosiguió con esa labor de rescate entre “las ovejas perdidas de la casa de Israel”, para que abriesen los ojos a la falsedad de las tradiciones humanas y viesen los inefables beneficios de la adoración pura de Dios. (Mt 15:24; 10:6.) Sin embargo, solo un resto aceptó a Jesús como el Mesías y se salvó. (Ro 9:27; 11:7.) Estos fueron los que gozosamente le aclamaron como el “Rey de Israel”. (Jn 1:49; 12:12, 13.) La mayoría rehusó poner fe en Jesús (Mt 8:10; Ro 9:31, 32) y respaldó a sus propios líderes religiosos, que gritaron: “¡Quítalo! ¡Quítalo! ¡Al madero con él!”, “no tenemos más rey que César”. (Jn 19:15; Mr 15:11-15.)
El tiempo pronto demostró que esta pretendida firme fidelidad al César era falsa. Los elementos fanáticos de Israel fomentaron una revuelta tras otra, y en cada ocasión la provincia sufría duras represalias de parte de los romanos, represalias que, a su vez, aumentaban el odio de los judíos a la gobernación romana. La situación finalmente llegó a ser tan explosiva que las fuerzas romanas de la zona no pudieron contenerla más y Cestio Galo, gobernador a la postre de Siria, tuvo que avanzar contra Jerusalén con un contingente más poderoso para mantener el control romano.
Después de incendiar Bezeta, situada al N. del templo, Galo acampó frente al palacio real, que tenía su situación al SO. del templo. En ese momento, dice Josefo, podría haber entrado fácilmente por la fuerza en la ciudad; sin embargo, su demora fortaleció a los insurrectos. Las unidades de avance de los romanos formaron un testudo o tortuga, una cubierta de escudos que los protegía como si fuese un caparazón, y empezaron a socavar los muros. Cuando los romanos estaban a punto de lograr su fin, se retiraron. Eso sucedió en el otoño del año 66 E.C. Josefo dice concerniente a esta retirada: “Cestio retiró repentinamente sus tropas, renunció a sus esperanzas de tomar la plaza, aunque no hubiese sufrido ningún fracaso, y sin razones valederas abandonó la ciudad”. (La Guerra de los Judíos, libro II, cap. XIX, sec. 7.) Este ataque contra la ciudad, seguido de la súbita retirada, sirvió de señal y coyuntura para que los cristianos ‘huyeran a las montañas’, como les había dicho Jesús. (Lu 21:20-22.)
Al año siguiente (67 E.C.) Vespasiano intentó sofocar el levantamiento judío, pero la inesperada muerte de Nerón en el año 68 abrió el camino para que Vespasiano se convirtiese en emperador. De modo que regresó a Roma en el año 69 y dejó que su hijo Tito continuase la campaña; al año siguiente, 70 E.C., Jerusalén fue tomada y destruida. Tres años más tarde cayó ante los romanos la última fortaleza judía, Masada. Josefo dice que durante toda la campaña contra Jerusalén murieron 1.100.000 judíos, muchos de peste y hambre, y los 97.000 cautivos fueron esparcidos como esclavos a todas partes del imperio. (La Guerra de los Judíos, libro VI, cap. IX, sec. 3.)
Véase la identidad de “las doce tribus de Israel” mencionadas en Mateo 19:28 y Lucas 22:30 en TRIBU (“Juzgarán a las doce tribus de Israel”).
3. Las tribus que en dos ocasiones formaron un reino norteño independiente.
La primera división del gobierno nacional aconteció cuando murió Saúl, en 1078 a. E.C. La tribu de Judá reconoció a David como rey, pero el resto de las tribus hicieron rey a Is-bóset, el hijo de Saúl; dos años más tarde, Is-bóset fue asesinado. (2Sa 2:4, 8-10; 4:5-7.) Con el tiempo la brecha se cerró y David se convirtió en rey de las doce tribus. (2Sa 5:1-3.)
Avanzado el reinado de David, cuando se había sofocado la revuelta de su hijo Absalón, todas las tribus volvieron a reconocer a David como rey. Sin embargo, al regresar el rey a su trono, surgió una disputa relacionada con el protocolo, y en este asunto las diez tribus norteñas llamadas Israel estuvieron en desacuerdo con los hombres de Judá. (2Sa 19:41-43.)
Las doce tribus apoyaron unidamente la gobernación de Salomón, el hijo de David. Pero cuando murió, alrededor de 998 a. E.C., ocurrió la segunda división del reino. Solo las tribus de Benjamín y Judá apoyaron al rey Rehoboam, quien se sentó en el trono de su padre Salomón en Jerusalén. Israel, compuesto de las otras diez tribus que estaban al N. y al E., escogieron a Jeroboán como su rey. (1Re 11:29-37; 12:1-24; MAPA, vol. 1, pág. 947.)
Al principio la capital de Israel se fijó en Siquem. Tiempo después se llevó a Tirzá, y durante el reinado de Omrí se trasladó a Samaria, donde permaneció durante los siguientes doscientos años. (1Re 12:25; 15:33; 16:23, 24.) Jeroboán sabía que una misma adoración mantiene junto a un pueblo, así que para evitar que las tribus disidentes fuesen al templo de Jerusalén para adorar, erigió dos becerros de oro, no en la capital, sino en los dos extremos del territorio de Israel: uno al S., en Betel, y el otro al N., en Dan. También instaló un sacerdocio no levita para dirigir a Israel a la adoración de becerros de oro y de demonios en forma de cabra e instruirlos en ella. (1Re 12:28-33; 2Cr 11:13-15.)
A los ojos de Jehová el pecado que cometió Jeroboán fue muy grande. (2Re 17:21, 22.) Si hubiera permanecido fiel a Jehová y no se hubiese vuelto a tal idolatría crasa, Dios habría permitido que su dinastía continuase, pero como no fue así, su casa perdió el trono cuando su hijo Nadab fue asesinado menos de dos años después de la muerte de Jeroboán. (1Re 11:38; 15:25-28.)
Según se comportaba el gobernante de turno, así se comportaba la nación de Israel. Diecinueve reyes, sin contar a Tibní (1Re 16:21, 22), reinaron desde el año 997 hasta 740 a. E.C. Únicamente a nueve de ellos les sucedieron sus hijos, y solo uno tuvo una dinastía que se extendió hasta la cuarta generación. Siete de los reyes de Israel gobernaron dos años o menos; algunos, tan solo unos pocos días. Uno se suicidó, cuatro sufrieron una muerte prematura y seis fueron asesinados por hombres ambiciosos que luego ocuparon el trono de sus víctimas. Aunque el mejor de todos, Jehú, agradó a Jehová al quitar el vil baalismo fomentado por Acab y Jezabel, sin embargo, “Jehú mismo no puso cuidado en andar en la ley de Jehová el Dios de Israel con todo su corazón”, pues permitió que el culto a los becerros instituido por Jeroboán continuase por toda la tierra. (2Re 10:30, 31.)
Jehová fue muy paciente con el pueblo de Israel. Durante los doscientos cincuenta y siete años de historia de esa nación, envió a sus siervos para advertir a los gobernantes y al pueblo de sus caminos inicuos, pero en vano. (2Re 17:7-18.) Entre esos siervos devotos de Dios estuvieron los profetas Jehú (no el rey), Elías, Micaya, Eliseo, Jonás, Oded, Oseas, Amós y Miqueas. (1Re 13:1-3; 16:1, 12; 17:1; 22:8; 2Re 3:11, 12; 14:25; 2Cr 28:9; Os 1:1; Am 1:1; Miq 1:1.)
Israel tenía más dificultad que Judá en protegerse de las invasiones, puesto que aunque contaba con el doble de población, también tenía que defender casi el triple de extensión de tierra. Además de luchar contra Judá de vez en cuando, con frecuencia estuvo en guerra a lo largo de sus fronteras septentrionales y orientales con Siria, y bajo la presión de Asiria. Salmanasar V inició el sitio final de Samaria en el año séptimo del reinado de Hosea, pero se necesitaron unos tres años antes de que los asirios tomaran la ciudad en el año 740 a. E.C. (2Re 17:1-6; 18:9, 10.)
La política asiria que emprendió Tiglat-piléser III, el predecesor de Salmanasar, consistía en llevarse a los cautivos del territorio conquistado y colocar en su lugar pueblos de otras partes del imperio. Así se disuadía de futuros levantamientos. En este caso, los otros grupos nacionales llevados al territorio de Israel con el tiempo se entremezclaron tanto racial como religiosamente y llegaron a constituir un pueblo conocido como los samaritanos. (2Re 17:24-33; Esd 4:1, 2, 9, 10; Lu 9:52; Jn 4:7-43.)
Sin embargo, las diez tribus norteñas no desaparecieron por completo con la caída de Israel. Los asirios dejaron a algunas personas de esas tribus en el territorio de Israel. Otras sin duda huyeron de Israel por causa de la idolatría al territorio de Judá antes de 740 a. E.C., y sus descendientes debieron estar entre los cautivos llevados a Babilonia en 607 a. E.C. (2Cr 11:13-17; 35:1, 17-19.) Obviamente también hubo algunos descendientes de los que se habían llevado cautivos los asirios (2Re 17:6; 18:11) que se contaron entre el resto que regresó y que compuso las doce tribus de Israel a partir del año 537 a. E.C. (1Cr 9:2, 3; Esd 6:17; Os 1:11; compárese con Eze 37:15-22.)
4. La Tierra Prometida o territorio geográfico asignado a la nación de Israel (a las doce tribus), a diferencia del territorio de las otras naciones (1Sa 13:19; 2Re 5:2; 6:23), y sobre el que gobernaron los reyes israelitas. (1Cr 22:2; 2Cr 2:17.)
Después de la división de la nación, la expresión “tierra de Israel” a veces se usaba para referirse al territorio del reino septentrional, distinguiéndolo del de Judá. (2Cr 30:24, 25; 34:1, 3-7.) Después de la caída del reino septentrional, Judá mantuvo vivo el nombre de Israel como único reino existente de los descendientes de Israel (Jacob). Por lo tanto, el profeta Ezequiel utiliza la expresión “suelo de Israel” sobre todo con referencia a la tierra del reino de Judá y su capital Jerusalén. (Eze 12:19, 22; 18:2; 21:2, 3.) Esta fue la zona geográfica que quedó completamente desolada durante setenta años a partir de 607 a. E.C. (Eze 25:3), pero en la que un fiel resto sería reunido otra vez. (Eze 11:17; 20:42; 37:12.)
Véase una descripción geográfica de Israel y sus características climatológicas, así como su tamaño, ubicación, recursos naturales y otros rasgos relacionados, en el artículo PALESTINA.