Qué hacer ante los ataques de pánico
Robert estaba sentado tan tranquilo en la oficina cuando sintió violentas palpitaciones. Se incorporó con la frente sudorosa y, convencido de que le estaba dando un infarto, telefoneó con voz entrecortada: “Estoy muy mal. Creo que me voy a desmayar”.
ASÍ fue el primer ataque de pánico de Robert, que, tristemente, no fue el último. Le pasó igual en un restaurante, en un centro comercial y hasta en casa de unos amigos. En poco tiempo, solo estaba “seguro” en casa, lo que fue sumiéndolo en una depresión. “Llegué a pensar en suicidarme”, admite.
Seis meses después, leyó en el periódico sobre los ataques de pánico y la agorafobia. Aquello le salvó la vida.
¿A qué obedece el pánico?
El pánico es la reacción normal del cuerpo ante el peligro. Imagínese que está cruzando una autopista y ve que un automóvil acelera en dirección a usted. Los cambios físicos y químicos que se producen instantáneamente en su cuerpo le permiten salir corriendo y ponerse a salvo.
Ahora, imagínese esa misma sensación de pánico sin razón aparente. El doctor Reid Wilson comenta: “Los ataques de pánico ocurren cuando el pánico engaña al cerebro y le hace pensar que hay peligro inminente. Así, uno está en un pasillo del supermercado, sin meterse con nadie, y ¡zas! se ilumina el botón de emergencia. ‘¡Alerta roja! ¡Preparen todos los sistemas para el combate!’”.
Solo comprenden plenamente la intensidad de tales ataques quienes los han padecido. La revista American Health dice que son como “una descarga de adrenalina que pone el cuerpo entero en estado de alarma durante cinco minutos, una hora o un día, y luego se va con tanta rapidez y misterio como vino, dejándonos cansados, sin fuerzas y con miedo al próximo ataque”.
Las raíces del pánico
Los ataques de pánico suelen comenzar a principios de la edad adulta, y afectar a más mujeres que hombres. ¿Qué los ocasiona? No se sabe con certeza. Según algunos, una predisposición biológica: anomalías en el sistema límbico del cerebro; para muchos, es un problema hereditario; otros atribuyen estos ataques a alteraciones de la química cerebral por factores estresantes.
En ciertos casos, los recuerdos de traumas —como una guerra, una violación o abusos deshonestos durante la infancia— provocan los ataques. Según un estudio, el trastorno de pánico es trece veces más frecuente entre las víctimas de incesto que en el resto de la población. Aunque los ataques de pánico y otros síndromes constituyen problemas independientes, es posible que, como escribió E. Sue Blume, sean “radios que partan de un mismo eje: el incesto”.
Claro, no todos los ataques de pánico obedecen a traumas. Pero cuando ese es el caso, el doctor Wayne Kritsberg advierte que “tratar los efectos secundarios del abuso, en vez del trauma que los originó, no resolverá definitivamente el problema. Es como querer curar una pulmonía con jarabe”.
¿Hay remedio?
Los ataques de pánico pueden controlarse. La terapia de exposición, que ha ayudado a muchos que vivían confinados en casa por miedo al pánico, expone al paciente a la situación que teme y le ayuda a tolerarla hasta que remite el pánico. Quienes tienen cardiopatías, asma, úlcera péptica, colitis o dolencias similares deben consultar a un médico antes de empezar este tratamiento.
También se emplean técnicas de relajación para aliviar la ansiedad acumulada.a Algunas se explican en el recuadro “Técnicas calmantes”. Sin embargo, no espere a que le sobrevenga el ataque. Es mejor practicarlas durante los períodos de poca ansiedad. Una vez dominadas, aminoran la frecuencia de los ataques o incluso los previenen.
El perfeccionismo y la falta de amor propio fomentan el pánico. “Cuando tenía ataques de ansiedad —explica un paciente— me dominaba don Negativo. Pensaba que, como tenía ansiedad, era inferior a los demás y no podía quererme nadie.” Cambiar tales actitudes puede reducir las inquietudes que conducen al pánico.b
Es muy útil desahogarse contándole las inquietudes a un amigo de confianza; es posible que así el paciente distinga mejor qué problemas debe soportar y cuáles puede solucionar. Tampoco ha de olvidarse la oración. El Salmo 55:22 dice: “Arroja tu carga sobre Jehová mismo, y él mismo te sustentará. Nunca permitirá que tambalee el justo”.
Con frecuencia, más que un solo problema grande, hay un cúmulo de problemitas, en apariencia insignificantes, que generan pánico; es como el fusible que se funde cuando se conectan demasiados aparatos al mismo circuito. Un remedio consiste en apuntar cada problema en una tarjeta y ordenarlos de menor a mayor grado de dificultad. Aborde los problemas de uno en uno. Al poner por escrito sus inquietudes las verá de otra manera: en vez de algo que temer y evitar, tendrá algo que podrá ver y solucionar.
Aunque a algunos les ayudan los tranquilizantes o los antidepresivos recetados por el médico, hay que tener cautela. “Opino que la medicación no es, por sí sola, el remedio —indica Melvin Green, consejero—. Debe usarse como complemento mientras se busca la solución. [...] Los fármacos tal vez permitan llevar una vida más normal, lo que le brindará a uno la oportunidad de buscar otro tipo de ayuda para enfrentarse a las causas de la agorafobia y tratar de recuperarse.”
¿Será un problema de espiritualidad?
“Como Jesús dijo: ‘Nunca se inquieten’, yo creía que los ataques de ansiedad no eran propios de cristianos —dice Brenda—, así que deduje que me faltaba confianza en Dios.” Pero el contexto de las palabras de Jesús citadas en Mateo 6:34 indica que no hablaba de trastornos de pánico, sino que subrayaba el peligro de dar más importancia a las necesidades materiales que a las espirituales.
Es indudable que quienes ponen en primer lugar los intereses espirituales no están inmunes a este trastorno, como lo corrobora la siguiente experiencia de una señora finlandesa.
“Mi compañera y yo —ambas testigos de Jehová— predicábamos de casa en casa cuando me dio un mareo. Se me bloquearon las ideas. Todo parecía irreal y creí que iba a perder el equilibrio. En la siguiente puerta no capté nada de la conversación.
”Tuve aquella angustiosa experiencia en el año 1970. Fue el primero de una serie de extraños ataques que duró dos decenios. Vez tras vez me vi en un mundo confuso; era incapaz de pensar con claridad. Me sentía mareada y el corazón me latía con fuerza. Me enredaba al hablar o se me olvidaban por completo las palabras.
”Era una joven feliz y llena de vitalidad, que servía de ministra de tiempo completo de los testigos de Jehová. Aunque me encantaba ayudar al prójimo a entender la Biblia, los ataques eran un suplicio constante. Me preguntaba: ‘Pero ¿qué me pasa?’. Un neurólogo me diagnosticó epilepsia del lóbulo temporal, de modo que durante los siguientes diez años tomé las medicinas que me recetó. Aun así, me preguntaba por qué no harían más efecto. Llegué a pensar que no quedaba más remedio que llevar la enfermedad con resignación.
”Acabé comprendiendo que no era epilepsia y que los fármacos no me estaban ayudando. Se me hacía imposible ir caminando incluso a los lugares habituales. Tenía miedo de encontrarme con alguien en el camino. Me quedaba sin energía al ir a las reuniones. A menudo me sentaba sudorosa y mareada, con las manos en las sienes, el corazón palpitante y la mente en blanco. A veces tenía todo el cuerpo tenso y acalambrado. Llegué a convencerme de que iba a morir.
”El ministerio me ayudó a seguir adelante, aunque fue un verdadero milagro que pudiera proseguir con él. A veces me costaba tanto dirigir un estudio que mi compañera tenía que sustituirme. Sin duda, la predicación es una labor de equipo, y en última instancia es Dios quien proporciona el crecimiento. (1 Corintios 3:6, 7.) Los mansos escuchan la verdad y responden pese a las limitaciones del maestro.
”En marzo de 1991 mi esposo me dio un folleto sobre el trastorno de pánico que enumeraba síntomas iguales a los míos. Leí más sobre el tema, asistí a varias conferencias y concerté una cita con un especialista. Al cabo de dos décadas, se había identificado el problema y me hallaba en vías de recuperación.
”En su mayoría, quienes padecen el trastorno de pánico mejoran con el tratamiento adecuado. Los amigos comprensivos son un gran apoyo. En vez de hacer que el acongojado se sienta culpable, el amigo perspicaz comprende que la víctima del trastorno no es antisocial por voluntad propia. (Compárese con 1 Tesalonicenses 5:14.)
”Al repasar los últimos veinte años, estoy agradecida por haber podido perseverar en el servicio de tiempo completo pese a las dificultades. He recibido bendiciones que bien valen el esfuerzo. Al mismo tiempo, comprendo que, como Epafrodito, algunos han de dejar privilegios de servicio por la mala salud; pero no por ello decepcionan a Jehová, quien es razonable y no pide más de lo que podemos dar.
”Vivir con este trastorno me ha enseñado a no tomarme muy en serio. Me ha ayudado a compadecerme de otras personas con limitaciones. Pero, sobre todo, me ha acercado más a Jehová, que es una auténtica fuente de fortaleza y ánimo, como he constatado repetidas veces durante todas las dificultades.”
[Notas]
a Los cristianos evitan las técnicas que implican la hipnosis (incluida la autohipnosis). Sin embargo, hay ejercicios visuales y meditativos que obviamente no exigen vaciar la mente o entregarla al control de otra persona. Aceptar o no estos tratamientos es un asunto personal. (Gálatas 6:5.)
b Para más información sobre cómo superar los pensamientos negativos, véase ¡Despertad! del 8 de octubre de 1992, páginas 3 a 9, y del 22 de octubre de 1987, páginas 7 a 16.
[Recuadro de la página 22]
Técnicas calmantes
Calmar la respiración. Los ataques de pánico suelen ir acompañados de hiperventilación. A fin de relajar la respiración, pruebe este ejercicio: recuéstese sobre el estómago, cuente hasta seis mientras inhala y de nuevo mientras exhala. A continuación, realice sentado la misma respiración profunda y luego de pie. Respire profundamente con el diafragma y practique hasta hacerlo de forma natural. A algunos les va bien imaginar un entorno hermoso cuando realizan este ejercicio.
Calmar el pensamiento. ‘¿Y si me desplomo?’ ‘¿Y si no hay nadie que pueda ayudarme?’ ‘¿Y si se me para el corazón?’ Las ideas catastrofistas estimulan el pánico. Dado que estas ideas suelen referirse a desastres futuros o ataques pasados, trate de concentrarse en la situación actual. “Concentrarse en lo inmediato calma instantáneamente”, señala el doctor Alan Goldstein. Hay quien recomienda llevar una goma elástica en la muñeca. Cuando se le ocurran ideas catastrofistas, dése un gomazo y dígase: “¡Alto!”. Interrumpa la ansiedad antes de que pueda degenerar en pánico.
Calmar las reacciones. Si le sobreviene el pánico, no luche con él. Es solo una sensación, y las sensaciones no tienen por qué hacerle daño. Imagínese que está junto al mar contemplando las olas, que se forman, alcanzan su altura máxima y se extinguen. El pánico actúa igual. En vez de luchar con la ola, deslícese sobre ella; de seguro pasará. Cuando haya acabado, no dramatice ni pretenda analizar todo lo sucedido. Ya pasó, igual que una serie de estornudos o una jaqueca.
El pánico es un bravucón. Provóquelo y le atacará; déjelo tranquilo y posiblemente se irá. El doctor R. Reid Wilson explica que las técnicas calmantes “no pretenden ‘combatir’ mejor el pánico ni ‘disiparlo’ en el acto; deben verse como maneras de pasar el tiempo cuando el pánico trata de pelear con uno”.
[Recuadro de la página 23]
Agorafobia: el miedo al miedo
En muchos casos, quien padece ataques de pánico acaba siendo víctima de la agorafobia. Aunque se ha definido como miedo a los lugares públicos, es más exactamente el miedo al miedo. Los agorafóbicos temen tanto sentir pánico, que evitan todos los lugares donde les dio un ataque, de forma que en poco tiempo solo se sienten “seguros” en un sitio, por lo general, el hogar.
“Imagínese que sale de casa —escribe Melvin Green— y, de repente, aparece de la nada el hombre más grande que haya visto. Lleva un bate de béisbol, con el que, sin razón alguna, le golpea en la cabeza. Usted regresa a casa dando tumbos y sin poder creer lo que ha pasado. Cuando se siente algo mejor, se asoma a la puerta y todo le parece normal, así que vuelve por el camino de antes. Pero, de súbito, allí está él, y nuevamente le golpea. Regresa a casa, donde está seguro. Mira por la puerta trasera, y lo encuentra allí; por las ventanas, y allí está. Sabe que si abandona el refugio de su hogar, volverá a golpearle. La pregunta es: ¿saldría usted?”
Muchos agorafóbicos ilustrarían así sus sentimientos; su condición, según ellos, es irremediable. Sin embargo, el doctor Alan Goldstein les da estas palabras de ánimo: “Ustedes no son los únicos, ni están solos. [...] Ciertamente pueden ayudarse a sí mismos”.