CANON
(de la Biblia).
La caña (heb. qa·néh) se utilizaba en tiempos antiguos como regla o instrumento de medir. (Eze 40:3-8; 41:8; 42:16-19.) El apóstol Pablo aplicó el término ka·nṓn al “territorio” que se le asignó por medida, y de nuevo a la “regla de conducta” por la que debían medir sus actos los cristianos. (2Co 10:13-16; Gál 6:16.) El “canon bíblico” llegó a denotar el catálogo de libros inspirados dignos de ser usados como regla para medir la fe, la doctrina y la conducta. (Véase BIBLIA.)
La mera escritura de un libro sagrado, su conservación a través de los siglos y su aceptación multitudinaria no prueba que sea de origen divino ni canónico. Debe tener las credenciales de paternidad literaria divina que demuestren que Dios lo ha inspirado. El apóstol Pedro escribió: “La profecía no fue traída en ningún tiempo por la voluntad del hombre, sino que hombres hablaron de parte de Dios al ser llevados por espíritu santo”. (2Pe 1:21.) Un examen del canon bíblico muestra que su contenido está a la altura de este criterio en todo respecto.
Escrituras Hebreas. En 1513 a. E.C. se dio comienzo a la compilación de la Biblia con los escritos de Moisés. En ellos se hallan los mandamientos y preceptos que Dios dio a Adán, Noé, Abrahán, Isaac y Jacob, así como las regulaciones del pacto de la Ley. El llamado Pentateuco consta de cinco libros: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. El libro de Job, que al parecer también escribió Moisés, aporta otros datos históricos sobre el período posterior a la muerte de José (1657 a. E.C.) y anterior al tiempo en que Moisés demostró ser un siervo íntegro de Dios, una época en la que no hubo “ninguno como [Job] en la tierra”. (Job 1:8; 2:3.) Moisés también escribió el Salmo 90 y, posiblemente, el 91.
No puede haber duda, a la luz de su testimonio interno, de que estos escritos de Moisés eran de origen divino, inspirados por Dios, canónicos y una pauta fiable para la adoración pura. Moisés no llegó a ser caudillo de Israel por iniciativa propia, pues al principio incluso se mostró remiso a aceptar tal responsabilidad. (Éx 3:10, 11; 4:10-14.) Más bien, fue Dios quien lo escogió, y lo invistió de tales poderes milagrosos, que incluso los sacerdotes practicantes de magia de Faraón tuvieron que reconocer que lo que este hombre hacía se originaba de Dios. (Éx 4:1-9; 8:16-19.) De modo que Moisés no fue orador ni escritor por ambición personal, sino que en obediencia a las órdenes de Dios y con las credenciales divinas del espíritu santo, se le impulsó en primer lugar a expresar parte del canon bíblico y luego a ponerlo por escrito. (Éx 17:14.)
Jehová mismo sentó el precedente de poner por escrito leyes y mandamientos. Después de hablar con Moisés en el monte Sinaí, ‘procedió a darle dos tablas del Testimonio, tablas de piedra en las que el dedo de Dios había escrito’. (Éx 31:18.) Más tarde leemos: “Y Jehová pasó a decir a Moisés: ‘Escríbete estas palabras’”. (Éx 34:27.) Por lo tanto, Jehová fue el que se comunicó con Moisés y le mandó que pusiera por escrito y conservara los cinco primeros libros del canon bíblico. Ningún concilio humano los hizo canónicos; tuvieron la aprobación divina desde su mismo principio.
“Tan pronto como Moisés hubo acabado de escribir las palabras de esta ley en un libro”, les mandó a los levitas: “Tomando este libro de la ley, ustedes tienen que colocarlo al lado del arca del pacto de Jehová su Dios, y allí tiene que servir de testigo contra ti”. (Dt 31:9, 24-26.) Es digno de mención que Israel reconoció este registro de los tratos de Dios y no negó los hechos. Ya que en muchas ocasiones el contenido de los libros desacreditaba a la nación en general, sería lógico que el pueblo los hubiera rechazado de haber sido posible, pero al parecer nunca se pusieron en tela de juicio.
Como en el caso de Moisés, Dios usó a la clase sacerdotal tanto para conservar los mandamientos escritos como para enseñárselos al pueblo. Cuando se introdujo el arca del pacto en el templo de Salomón (1026 a. E.C.), casi quinientos años después que Moisés empezó a escribir el Pentateuco, las dos tablas de piedra estaban aún en el Arca (1Re 8:9), y trescientos ochenta y cuatro años más tarde, cuando se encontró “el mismísimo libro de la ley” en la casa de Jehová durante el año dieciocho de Josías (642 a. E.C.), todavía se le tenía en alta estima. (2Re 22:3, 8-20.) De manera similar, hubo “un gran regocijo” cuando Esdras leyó del libro de la Ley durante una asamblea de ocho días después del regreso del exilio babilonio. (Ne 8:5-18.)
Después de la muerte de Moisés, se añadieron los escritos de Josué, Samuel, Gad y Natán (Josué, Jueces, Rut y 1 y 2 Samuel). Los reyes David y Salomón también contribuyeron a la ampliación del canon de los Santos Escritos. Luego llegaron los profetas, de Jonás a Malaquías, cada uno con su propia aportación al canon bíblico, cada uno facultado por Dios con el don milagroso de la profecía, cada uno con las credenciales de profeta verdadero estipuladas por Jehová, a saber, hablar en Su nombre, cumplirse la profecía y volver a la gente hacia Dios. (Dt 13:1-3; 18:20-22.) Cuando se probó a Hananías y a Jeremías con relación a los dos últimos puntos (ambos hablaron en el nombre de Jehová), solo las palabras de Jeremías se realizaron. De este modo demostró que era el profeta de Jehová. (Jer 28:10-17.)
Puesto que Jehová inspiró a hombres a escribir su palabra, es lógico pensar que también se preocuparía de dirigir y vigilar la recopilación y conservación de estos escritos inspirados, a fin de que la humanidad dispusiera de una regla canónica y perdurable para la adoración verdadera. Según la tradición judía, Esdras participó en esta labor después que los judíos exiliados volvieron a Judá. No hay duda de que este hombre estaba capacitado para la tarea, pues fue uno de los escritores bíblicos inspirados, sacerdote y también “copista hábil en la ley de Moisés”. (Esd 7:1-11.) Más tarde se añadieron los libros de Nehemías y Malaquías, de modo que para fines del siglo V a. E.C. el canon de las Escrituras Hebreas quedó bien fijado, con los mismos escritos que tenemos en la actualidad.
El canon de las Escrituras Hebreas se dividió tradicionalmente en tres secciones: la Ley, los Profetas y los Escritos o Hagiógrafos, un total de 24 libros, como se muestra en la tabla. Tiempo después, algunas autoridades judías unieron los libros de Rut y Jueces, así como los de Lamentaciones y Jeremías, con lo que quedó un total de 22 libros, como el número de letras del alfabeto hebreo. En su prólogo a los libros de Samuel y Reyes, Jerónimo parece decantarse por la cuenta de 22 libros, aunque dijo: “Algunos incluyen Rut y Lamentaciones entre los Hagiógrafos [...] y así contabilizan veinticuatro libros”.
Respondiendo a unos adversarios en su obra Contra Apión (libro I, sec. 8), el historiador judío Josefo confirmó, alrededor del año 100 E.C., que el canon de las Escrituras Hebreas había sido fijado hacía mucho tiempo. Escribió: “Por esto entre nosotros no hay multitud de libros que discrepen y disientan entre sí; sino solamente veintidós libros, que abarcan la historia de todo tiempo y que, con razón, se consideran divinos. De entre ellos cinco son de Moisés, y contienen las leyes y la narración de lo acontecido desde el origen del género humano hasta la muerte de Moisés. [...] Desde Moisés hasta la muerte de Artajerjes, que reinó entre los persas después de Jerjes, los profetas que sucedieron a Moisés reunieron en trece libros lo que aconteció en su época. Los cuatro restantes ofrecen himnos en alabanza de Dios y preceptos utilísimos a los hombres”.
De modo que la canonicidad de un libro no depende de que lo acepte o rechace un consejo, comité o comunidad de hombres. La voz de tales hombres no inspirados solo tiene un valor testimonial con respecto a lo que Dios mismo ya ha hecho mediante sus representantes acreditados.
El número exacto de libros de las Escrituras Hebreas no es lo importante (si algunos se unen o se dejan separados), ni tampoco lo es el orden en el que están colocados, ya que estos libros fueron rollos independientes durante mucho tiempo después que se completó el canon. Los catálogos antiguos varían en cuanto al orden de los libros; uno, por ejemplo, coloca a Isaías después del libro de Ezequiel. Lo que importa es qué libros se incluyen. Puede decirse que solo los que hoy forman parte del canon tienen un firme respaldo a su canonicidad. Desde tiempos antiguos se han abortado los intentos de incluir otros escritos en el canon. Dos concilios judíos celebrados en Yavne o Jamnia, un poco al S. de Jope, alrededor de los años 90 y 118 E.C., respectivamente, excluyeron de manera expresa de las Escrituras Hebreas todos los escritos apócrifos.
Josefo da testimonio de esta opinión general judía sobre los escritos apócrifos cuando dice: “Desde el imperio de Artajerjes hasta nuestra época, todos los sucesos se han puesto por escrito; pero no merecen tanta autoridad y fe como los libros mencionados anteriormente, pues ya no hubo una sucesión exacta de profetas. Esto evidencia por qué tenemos en tanta veneración a nuestros libros. A pesar de los siglos transcurridos, nadie se ha atrevido a agregarles nada, o quitarles o cambiarles. Todos los judíos, ya desde su nacimiento, consideran que ellos contienen la voluntad de Dios; que hay que respetarlos y, si fuera necesario, morir con placer en su defensa”. (Contra Apión, libro I, sec. 8.)
Esta posición histórica de los judíos con respecto al canon de las Escrituras Hebreas es muy importante en vista de lo que el apóstol Pablo escribió a los romanos. A los judíos, dice el apóstol, les “fueron encomendadas las sagradas declaraciones formales de Dios”, lo que implicaba la escritura y protección del canon bíblico. (Ro 3:1, 2.)
Algunos concilios primitivos (Laodicea, 367 E.C.; Calcedonia, 451 E.C.) reconocieron, aunque no fijaron, el canon bíblico que el espíritu de Dios había autorizado, y los llamados padres de la Iglesia también demostraron estar casi totalmente de acuerdo en su aceptación del canon judío fijado y su rechazo de los libros apócrifos. Algunos de ellos fueron: Justino Mártir, apologista cristiano (muerto c. 165 E.C.); Melitón, “obispo” de Sardis (siglo II E.C.); Orígenes, erudito bíblico (185[?]-254[?] E.C.); Hilario, “obispo” de Poitiers (muerto en 367[?] E.C.); Epifanio, “obispo” de Constantia (desde 367 E.C.); Gregorio Nacianceno (330[?]-389[?] E.C.); Rufino de Aquilea, “el docto traductor de Orígenes” (345[?]-410 E.C.), y Jerónimo (340[?]-420 E.C.), erudito bíblico de la Iglesia latina y traductor de la Vulgata. En su prólogo a los libros de Samuel y Reyes, Jerónimo enumera los 22 libros de las Escrituras Hebreas y después dice: “Cualquiera que esté fuera de estos tiene que ser puesto en los libros apócrifos”.
El testimonio más concluyente sobre la canonicidad de las Escrituras Hebreas es la irrecusable palabra de Jesucristo y de los escritores de las Escrituras Griegas Cristianas. Aunque en ningún momento especifican el número exacto de libros, la inequívoca conclusión que se puede sacar de lo que dijeron es que el canon de las Escrituras Hebreas no contenía los libros apócrifos.
Si no hubiera habido una colección definida de Santos Escritos conocida y aceptada tanto por ellos como por aquellos a quienes hablaban, no habrían usado expresiones como “las Escrituras” (Mt 22:29; Hch 18:24); “las santas Escrituras” (Ro 1:2); “los santos escritos” (2Ti 3:15); la “Ley”, que solía significar toda la Escritura (Jn 10:34; 12:34; 15:25), y “la Ley y los Profetas”, usada como expresión genérica para aludir a todas las Escrituras Hebreas y no solo a las secciones primera y segunda de aquellas Escrituras (Mt 5:17; 7:12; 22:40; Lu 16:16). Por ejemplo, cuando Pablo se refirió a “la Ley”, citó de Isaías. (1Co 14:21; Isa 28:11.)
Es muy improbable que la Septuaginta griega original contuviera los libros apócrifos. (Véase APÓCRIFOS, LIBROS.) Pero aun si se introdujeron algunos de estos escritos de origen dudoso en las copias posteriores de la Septuaginta que circulaban en el tiempo de Jesús, ni él ni los escritores de las Escrituras Griegas Cristianas citaron de ellos, aunque usaron esa versión griega; nunca citaron como “Escritura” o producto del espíritu santo ningún escrito apócrifo. De modo que los libros apócrifos no solo carecen de indicios internos de inspiración divina y del reconocimiento de los antiguos escritores inspirados de las Escrituras Hebreas, sino que también carecen del sello de aprobación de Jesús y de sus apóstoles acreditados por Dios. A diferencia de esto, Jesús sí aprobó el canon hebreo e hizo referencia al conjunto de las Escrituras Hebreas cuando habló de “todas las cosas escritas en la ley de Moisés y en los Profetas y en los Salmos”, siendo los Salmos el libro primero y más largo de la sección llamada los Hagiógrafos o Santos Escritos. (Lu 24:44.)
Muy significativas también son las palabras de Jesús en Mateo 23:35 (y Lu 11:50, 51): “Para que venga sobre ustedes toda la sangre justa vertida sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, a quien ustedes asesinaron entre el santuario y el altar”. No obstante, el profeta Uriya fue muerto durante el reinado de Jehoiaquim, más de dos siglos después del asesinato de Zacarías, acaecido poco antes de que terminara el reinado de Jehoás. (Jer 26:20-23.) De modo que si Jesús quería referirse a la lista completa de mártires, ¿por qué no dijo ‘desde Abel hasta Uriya’? Evidentemente porque el relato de Zacarías se encuentra en 2 Crónicas 24:20, 21, es decir al final del canon hebreo tradicional. Así pues, la declaración de Jesús abarcó a todos los testigos de Jehová asesinados referidos en las Escrituras Hebreas, desde Abel, mencionado en el primer libro (Génesis), hasta Zacarías, citado en el último libro (Crónicas), lo que, a modo de ilustración, sería como decir hoy “desde Génesis hasta Revelación”.
Escrituras Griegas Cristianas. La escritura y recopilación de los 27 libros que componen el canon de las Escrituras Griegas Cristianas siguió un curso similar al de las Escrituras Hebreas. Cristo “dio dádivas en hombres”, sí, “dio algunos como apóstoles, algunos como profetas, algunos como evangelizadores, algunos como pastores y maestros”. (Ef 4:8, 11-13.) Con la ayuda del espíritu de Dios, enunciaron la doctrina recta para la congregación cristiana y, “a modo de recordatorio”, repitieron muchas cosas que ya estaban registradas en las Escrituras. (2Pe 1:12, 13; 3:1; Ro 15:15.)
Hay pruebas documentales extrabíblicas de que ya entre los años 90 y 100 E.C. se habían recopilado, como mínimo, diez de las cartas de Pablo. Se puede asegurar que los discípulos de Jesús empezaron a compilar los escritos cristianos inspirados desde fechas tempranas.
Leemos que ‘la literatura cristiana de finales del siglo I y del siglo II atestigua que se atribuía a los escritos de los apóstoles una autoridad divina. Clemente Romano afirma que Pablo, divinamente inspirado, escribió a los corintios. Los escritos de Ignacio Mártir y Policarpo están llenos de citas y alusiones tomadas de los evangelios y de las epístolas paulinas, lo cual indica la gran veneración y reverencia que tenían de estos escritos. Desde un principio los escritos apostólicos fueron coleccionados para leerlos públicamente’. (Introducción a la Biblia, de Manuel de Tuya y José Salguero, 1967, vol 1, págs. 362, 363). Todos estos fueron escritores primitivos —Clemente de Roma (30[?]-100[?] E.C.), Policarpo (69[?]-155[?] E.C.) e Ignacio de Antioquía (final del siglo I y principios del II)— que incluyeron en sus obras citas y extractos de los diferentes libros de las Escrituras Griegas Cristianas, lo que muestra que estaban familiarizados con tales escritos canónicos.
En su Diálogo con Trifón (XLIX, 5), Justino Mártir (muerto c. 165 E.C.) usó la expresión “está escrito” cuando citó de Mateo, tal como lo hacen los evangelios cuando se refieren a las Escrituras Hebreas. Lo mismo es cierto de una obra anónima anterior: la Carta de Bernabé (IV). En la Apología I (LXVI, 3; LXVII, 3) Justino Mártir llama “Evangelios” a los “Recuerdos de los Apóstoles”.
Teófilo de Antioquía (siglo II E.C.) declaró: “Sobre la justicia de que habla la ley, se ve que están de acuerdo los profetas y los Evangelios, pues todos, portadores del espíritu, hablaron por el solo Espíritu de Dios”. Luego usa expresiones como “nos enseña [...] la voz evangélica” (citando de Mt 5:28, 32, 44, 46; 6:3) y “nos manda la divina palabra” (citando de 1Ti 2:2 y Ro 13:7, 8). (Los tres libros a Autólico, III, 12-14.)
Para fines del segundo siglo no había ninguna duda de que se había completado el canon de las Escrituras Griegas Cristianas, y personajes como Ireneo, Clemente de Alejandría y Tertuliano reconocieron que los libros de las Escrituras Griegas Cristianas tenían la misma autoridad que las Escrituras Hebreas. Cuando citó de las Escrituras, Ireneo recurrió no menos de doscientas veces a las cartas de Pablo. Clemente dice que responderá a sus adversarios con “las Escrituras, las cuales creemos que son válidas por su autoridad omnipotente”, esto es, “por la ley y los profetas, y además por el bendito Evangelio”. (The Ante-Nicene Fathers, vol. 2, pág. 409, “Los Stromata, o misceláneos”.)
Algunos críticos han puesto en tela de juicio la canonicidad de ciertos libros de las Escrituras Griegas Cristianas, pero con muy poco fundamento. Por ejemplo, rechazar el libro de Hebreos solo porque no lleva el nombre de Pablo y porque su estilo varía ligeramente del de otras cartas paulinas es, cuanto menos, aventurado. B. F. Westcott observa que “la autoridad canónica de la epístola es independiente de su paternidad literaria paulina”. (The Epistle to the Hebrews, 1892, pág. 71.) Mucho más importante que el que no contenga el nombre de su escritor es su presencia en el Papiro de Chester Beatty núm. 2 (P46) (escrito menos de ciento cincuenta años después de la muerte de Pablo) junto a otras ocho cartas del apóstol.
En ocasiones se ha cuestionado la canonicidad de algunos de los libros cortos, como Santiago, Judas, segunda y tercera de Juan y segunda de Pedro, sobre la base de que los escritores primitivos no hicieron muchas citas de ellos. Sin embargo, hay que tener en cuenta que todos juntos componen solo una treintaiseisava parte de las Escrituras Griegas Cristianas, así que tenían menos probabilidad de que se les citara. A este respecto debe notarse que para Ireneo en segunda de Pedro se encuentran las mismas pruebas de canonicidad que en el resto de las Escrituras Griegas. Lo mismo es cierto de segunda de Juan. (The Ante-Nicene Fathers, vol. 1, págs. 551, 557, 341, 443, “Ireneo contra las herejías”.) Algunos también han rechazado Revelación, pero muchos comentaristas primitivos, como Papias, Justino Mártir, Melitón e Ireneo, reconocen este libro como inspirado.
No obstante, la verdadera prueba de la canonicidad de cierto libro no es el número de veces que se citó de él ni qué escritores no apostólicos lo hicieron. Su mismo contenido debe dar prueba de que es producto del espíritu santo. Por consiguiente, no puede contener supersticiones ni demonismo, ni puede animar a la adoración de criaturas. Debe estar en total armonía y completa unidad con el resto de la Biblia, apoyando así su paternidad literaria divina. Todo libro debe conformarse al “modelo [divino] de palabras saludables” y estar en armonía con las enseñanzas y actividades de Cristo Jesús. (2Ti 1:13; 1Co 4:17.) Obviamente Dios acreditó a los apóstoles, y ellos reconocieron a otros escritores, como Lucas y Santiago, el medio hermano de Jesús. Por espíritu santo, los apóstoles tenían “discernimiento de expresiones inspiradas”, para determinar si estas procedían de Dios o no. (1Co 12:4, 10.) Con la muerte de Juan, el último de los apóstoles, llegó a su fin esta cadena confiable de hombres inspirados por Dios, de modo que el canon bíblico quedó completo con la Revelación, el evangelio de Juan y sus epístolas.
Gracias a su armonía y equilibrio los 66 libros canónicos de nuestra Biblia dan testimonio de la unidad y totalidad de las Escrituras, y las recomiendan como la palabra de Jehová de verdades inspiradas, protegida hasta la actualidad de todos sus enemigos. (1Pe 1:25.) Si se desea examinar una lista completa de los 66 libros que componen todo el canon bíblico, sus escritores, cuándo se escribieron y el tiempo que abarca cada uno, véase la “Tabla cronológica de los libros de la Biblia” en el artículo BIBLIA. (Véanse también los artículos individuales de cada libro bíblico.)
[Tabla de la página 416]
CANON JUDÍO DE LAS ESCRITURAS
La Ley
1. Génesis
2. Éxodo
3. Levítico
4. Números
5. Deuteronomio
Los Profetas
6. Josué
7. Jueces
8. 1, 2 Samuel
9. 1, 2 Reyes
10. Isaías
11. Jeremías
12. Ezequiel
13. Los doce profetas (Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahúm, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías, Malaquías)
Los Escritos (Hagiógrafos)
14. Salmos
15. Proverbios
16. Job
17. Cantar de los Cantares
18. Rut
19. Lamentaciones
20. Eclesiastés
21. Ester
22. Daniel
23. Esdras, Nehemías
24. 1, 2 Crónicas