SANTIFICACIÓN
Acto o proceso de santificar o poner aparte para el servicio o uso de Jehová Dios. La cualidad o estado de santo, santificado o purificado se llama “santidad”. La palabra “santificación” dirige la atención a la acción que produce, manifiesta o mantiene la santidad. (Véase SANTIDAD.) Los términos que se derivan del verbo hebreo qa·dhásch y los relacionados con el adjetivo griego há·gui·os se traducen “santo”, “santificado”, “hecho sagrado” y “apartado”.
Mediante un examen del uso de las palabras de los idiomas originales se puede llegar a un mejor entendimiento del tema. En las Escrituras se aplican a: 1) Jehová Dios, 2) Jesucristo, 3) ángeles, 4) hombres y animales, 5) cosas, 6) períodos de tiempo u ocasiones y 7) posesiones de tierra. A veces, la palabra hebrea para “santificarse” se usaba en el sentido de prepararse, disponerse o hacer por estar en condición apropiada. Jehová ordenó a Moisés que dijese a los israelitas quejumbrosos: “Santifíquense para mañana, puesto que ciertamente comerán carne”. (Nú 11:18.) Antes de que Israel cruzase el río Jordán, Josué les ordenó: “Santifíquense, porque mañana Jehová hará cosas maravillosas en medio de ustedes”. (Jos 3:5.) En todos los casos la expresión tiene un sentido religioso, espiritual y moral. Puede denotar el librarse de cualquier cosa que le desagrada a Jehová o que es malo a sus ojos, como la inmundicia física. Dios le dijo a Moisés: “Ve al pueblo, y tienes que santificarlos hoy y mañana, y ellos tienen que lavar sus mantos [...] porque al tercer día descenderá Jehová ante los ojos de todo el pueblo sobre el monte Sinaí”. (Éx 19:10, 11.) El verbo se usa en el sentido de purificar o limpiar, tal como en 2 Samuel 11:4, donde dice: “Ella estaba santificándose de su inmundicia”.
Jehová dijo al pueblo de Israel que tenía que mantenerse separado de las naciones del mundo y limpio de sus prácticas; con ese fin, le dio leyes, entre ellas las que definían qué alimentos eran limpios y cuáles eran inmundos. Luego le dio la razón: “Porque yo soy Jehová su Dios, y ustedes tienen que santificarse y tienen que resultar santos, porque yo soy santo”. (Le 11:44.)
Jehová Dios. Jehová Dios es santo y absolutamente puro. Como Creador y Soberano Universal, tiene el derecho de recibir la adoración exclusiva de todas sus criaturas. Por eso dice que demostrará su santidad al actuar para santificarse y santificar su nombre delante de los ojos de toda la creación: “Y ciertamente me engrandeceré y me santificaré y me daré a conocer delante de los ojos de muchas naciones; y tendrán que saber que yo soy Jehová”. (Eze 38:23.) Aquellos que desean el favor de Dios y la vida deben “santificarlo” a Él y también “santificar” Su nombre, es decir, mantener ese nombre en su lugar adecuado como separado y más alto que todos los demás. (Le 22:32; Isa 8:13; 29:23.) Jesús enseñó a sus seguidores que la cosa más importante por la que orar es: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre [o, “sea tenido por sagrado; sea tratado como santo”]”. (Mt 6:9, nota.)
Jesucristo. Jehová Dios seleccionó a su Hijo unigénito y lo envió a la Tierra para que efectuase una obra especial a favor del nombre de Dios y para que diera su vida como sacrificio por la humanidad. Pero los judíos no lo recibieron y respetaron como el enviado que era; más bien, negaron su condición de hijo y su posición con su Padre. Jesús les respondió: “¿Me dicen ustedes a mí, a quien el Padre santificó y despachó al mundo: ‘Blasfemas’, porque dije: Soy Hijo de Dios?”. (Jn 10:36.)
El apóstol Pedro aconseja a los cristianos: “Santifiquen al Cristo como Señor en su corazón”. Muestra que el que actúe de esa manera permanecerá apartado del mal y hará el bien. La gente de las naciones siente en su corazón admiración y temor al hombre y a otras cosas. No obstante, el cristiano debería colocar a Cristo en el debido lugar en su escala de afectos y motivos. Esto querría decir reconocer su posición como Agente Principal de la vida, Rey Mesiánico, Sumo Sacerdote de Dios y aquel que dio su vida como rescate. También debería mantener ante él el ejemplo de buena conducta de Cristo y conservar una buena conciencia con relación a su propia conducta como cristiano. Si una persona, incluso un gobernante, exigiese rudamente una razón de su esperanza, el cristiano que santifica al Cristo en su corazón haría una buena defensa, pero con un genio apacible y profundo respeto. (1Pe 3:10-16.)
Ángeles. Jesús llama a los ángeles de Dios “santos” ángeles, santificados, apartados para el uso sagrado de Jehová. (Mr 8:38; Lu 9:26; compárese con Sl 103:20.) Comparecen ante la sagrada presencia de Jehová, contemplando su rostro. (Mt 18:10; Lu 1:19.)
Hombres y animales. En el pasado Dios escogió a ciertas personas a las que deseaba emplear en su servicio exclusivo, y las santificó. Cuando decidió valerse de los varones de la tribu de Leví para que se encargasen del tabernáculo sagrado y sus servicios, le dijo a Moisés: “En cuanto a mí, ¡mira!, de veras tomo a los levitas de entre los hijos de Israel en lugar de todos los primogénitos de los hijos de Israel que abren la matriz; y los levitas tienen que llegar a ser míos. Porque todo primogénito es mío. El día en que herí a todo primogénito en la tierra de Egipto santifiqué para mí a todo primogénito de Israel, desde hombre hasta bestia. Deben llegar a ser míos. Yo soy Jehová”. A fin de redimir a los primogénitos de las once tribus restantes, exigió que los israelitas diesen a cambio a todos los varones de la tribu de Leví. Luego tuvieron que entregar cinco siclos (11 dólares [E.U.A.]) al santuario por cada varón primogénito que superase el número total de los varones levitas. Esto eximía a los primogénitos de tener que ser apartados para el servicio exclusivo de Jehová. (Nú 3:12, 13, 46-48.)
Después, se consideraba santificado a todo primogénito varón que abría matriz, pero era presentado en el templo y redimido mediante el pago de cinco siclos. (Éx 13:2; Le 12:1-4; Nú 18:15, 16.) Se consideraba santificados a aquellos que estaban bajo los votos de nazareato durante el período de su voto. (Nú 6:1-8.) Los primogénitos de los animales domésticos también tenían que santificarse para el sacrificio, o, en algunos casos, para ser redimidos. (Dt 15:19; véase PRIMOGÉNITO.)
El sacerdocio. Jehová también se propuso apartar a una familia en particular dentro de la tribu de Leví, a saber, a Aarón y sus hijos y sus descendientes varones, a fin de que le sirviesen de sacerdotes para ofrecer sacrificios. (Éx 28:1-3, 41.) Así pues, fueron santificados con sacrificios apropiados en una simbólica serie de actos narrada en el capítulo 29 de Éxodo. También se santifica al Sumo Sacerdote eterno de Jehová, Jesucristo, así como a sus compañeros sacerdotes, es decir, aquellos que siguen los pasos de Cristo y a los que Dios unge para ser miembros del cuerpo de Cristo. (2Te 2:13; Rev 1:6; 5:10.)
El proceso de santificación. Hay un cierto procedimiento al que tiene que someterse el que es santificado como seguidor de los pasos de Cristo. Empleando la palabra santificar en el sentido de purificar o limpiar del pecado a la vista de Dios, el apóstol Pablo escribió: “Porque si la sangre de machos cabríos y de toros, y las cenizas de novilla rociadas sobre los que se han contaminado, santifica al grado de limpieza de la carne, ¿cuánto más la sangre del Cristo, que por un espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, limpiará nuestra conciencia de obras muertas para que rindamos servicio sagrado al Dios vivo?”. (Heb 9:13, 14.)
“La sangre de Cristo” significa el valor de su vida humana perfecta, y es esta la que lava la culpa del pecado de la persona que cree en él. Santifica realmente (no solo de manera típica; compárese con Heb 10:1-4) y purifica la carne del creyente a la vista de Dios, de modo que puede disfrutar de una conciencia limpia. Además, Dios declara justo a ese creyente y lo hace elegible para ser uno de los subsacerdotes de Jesucristo. (Ro 8:1, 30.) A estos se les llama há·gui·oi, “santos”, “consagrados” (NBE), o personas santificadas para Dios. (Ef 2:19; Col 1:12; compárese con Hch 20:32, que habla de “los santificados [tois hē·gui·a·smé·nois]”.)
De modo que en el caso de los que tienen que ser coherederos con Cristo se dan varios pasos. Primero, Jehová Dios los tiene que dirigir a Cristo Jesús mediante fe en la verdad de la Palabra de Dios. (Jn 6:44; 17:17; 2Te 2:13.) Luego, una vez que Jehová los acepta, se puede decir que “han sido lavados, [...] santificados, [...] declarados justos en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y con el espíritu de nuestro Dios”. (1Co 6:11.) Cristo llega a ser para ellos ‘sabiduría, justicia y santificación y liberación por rescate’. (1Co 1:30.) El apóstol Pablo dijo de ellos: “Porque tanto el [Cristo] que está santificando como los que están siendo santificados, todos emanan de uno solo, y por esta causa él no se avergüenza de llamarlos ‘hermanos’”. (Heb 2:11.) Se convierten en ‘hijos de Dios’ y “hermanos” del Hijo Principal de Dios al ser engendrados por espíritu. (Ro 8:14-17; Jn 3:5, 8.)
Debe mantenerse. El proceso de santificación no depende solo de una de las partes. La santificación debe mantenerse, y en esto el creyente también tiene un papel que desempeñar. Puede perder su santificación o conservarla.
Cristo Jesús ha puesto el modelo para aquellos que son santificados. (Jn 13:15.) Dijo en oración a Dios: “Me santifico a favor de ellos, para que ellos también sean santificados mediante la verdad”. (Jn 17:19.) Jesús se mantuvo sin culpa y conservó así su condición de apartado para el propósito de santificar a sus seguidores. De igual manera, ellos deben mantener su santificación hasta el final de su carrera terrestre. Para ello han de permanecer alejados de cosas deshonrosas y de las personas que las practican, con el fin de que cada uno sea un “vaso para propósito honroso, santificado, útil a su dueño, preparado para toda buena obra”. (2Ti 2:20, 21.) Tienen que darse cuenta de que se les ha comprado con la propia sangre de Cristo y de que, por la voluntad de Dios, “[han] sido santificados mediante el ofrecimiento del cuerpo de Jesucristo una vez para siempre”. (Heb 10:10.) Se les ha aconsejado que “sigan tras [...] la santificación sin la cual nadie verá al Señor”. (Heb 12:14.)
Aunque todavía están en la carne imperfecta con inclinación al pecado, los santificados pueden tener éxito. Al advertir del peligro de perder la propia santificación, Pablo les recuerda que ‘se les santificó por la sangre del nuevo pacto’. (Heb 10:29; Lu 22:20.) Como Mediador del nuevo pacto, Cristo les ayuda a cumplir con las condiciones del pacto por medio de la obediencia y una conducta casta, a fin de que puedan mantener su santificación. “Por una sola ofrenda de sacrificio él ha perfeccionado perpetuamente a los que están siendo santificados.” (Heb 10:14.) Como Mediador y Sumo Sacerdote, Cristo “puede salvar completamente a los que están acercándose a Dios mediante él”. (Heb 7:25.) Pero si vuelven a practicar el pecado, no hay un segundo sacrificio, sino solo la expectativa de juicio y destrucción. (Heb 10:26, 27.)
Por consiguiente, no se llama a los santificados para que puedan seguir actuando como antes de ser santificados o para que puedan regresar al proceder del pasado. El apóstol Pablo exhorta: “Porque esto es la voluntad de Dios: la santificación de ustedes, que se abstengan de la fornicación; que cada uno de ustedes sepa tomar posesión de su propio vaso en santificación y honra”. “Porque Dios nos llamó, no con permiso para inmundicia, sino con relación a santificación.” (1Te 4:3, 4, 7.)
La Palabra de Dios y Su espíritu. La Palabra de Dios desempeña un gran papel en la santificación, y debe seguirse fielmente para que la santificación se mantenga. (Hch 20:32.) Dios envía al creyente y santificado su espíritu santo, una fuerza poderosa que obra en él para limpiarlo. Ayuda al santificado a ser obediente, manteniéndolo en un derrotero de vida limpio. (1Pe 1:2.) La guía del espíritu de Dios hace posible que la ofrenda de esa persona sea santificada, limpia, aceptable a Dios. (Ro 15:16.) Cualquier inmundicia representa un desprecio al espíritu de Dios y tiende a ‘contristarlo’. (Ef 4:30; 1Te 4:8; 5:19.) Puede llegar a convertirse en blasfemia contra el espíritu santo, que no será perdonada. (Mt 12:31, 32; Lu 12:8-10.)
Santificación de lugares. El lugar donde mora Jehová o cualquier lugar donde more de manera representativa, es un lugar santo o santificado, un santuario. Tanto el tabernáculo que se usó en el desierto como los templos que posteriormente construyeron Salomón y Zorobabel (el de este último fue reconstruido y ampliado más tarde por Herodes el Grande) fueron designados como miq·dásch o qó·dhesch, lugares ‘apartados’ o ‘santos’. Como esos lugares estaban situados en medio de un pueblo pecador, tenían que purificarse (de una manera típica o simbólica) periódicamente de inmundicia salpicando la sangre de animales sacrificados. (Le 16:16.)
Jerusalén. De la misma manera, Jerusalén, la ciudad del gran Rey (Sl 48:1, 2; 135:21), y el lugar donde estaba ubicada, se consideraban santificados. (Isa 48:1, 2; 52:1; Ne 11:1; Da 9:24.) De manera correspondiente, la Nueva Jerusalén, la ciudad celestial, es un santuario en el que solo se permite la entrada a personas santificadas, quedando prohibida esta, por lo tanto, a todo el que practique inmundicia de cualquier tipo (como espiritismo, fornicación, asesinato, idolatría y mentira). (Rev 21:2; 22:14, 15, 19.)
El jardín de Edén, un santuario. Jehová se aparecía, representativamente, en el jardín de Edén para conversar con Adán y Eva e instruirlos; era un lugar limpio, sin pecado, perfecto, donde el hombre estaba en paz con Dios. (Gé 1:28; 2:8, 9; 3:8, 9; Dt 32:4.) Por ello, se expulsó de él a Adán y Eva cuando pecaron. Este paraíso era un lugar apartado o santificado por Dios para que lo ocuparan personas justas y limpias. Una vez que Adán y Eva pecaron, se les expulsó de él para que no pudieran tomar del árbol de la vida y así vivir para siempre a pesar de ser pecadores. (Gé 3:22-24.)
La zarza ardiente y el monte Sinaí. Cuando Jehová comisionó a Moisés para que regresara a Egipto y liberara a su pueblo de la esclavitud en su nombre (Éx 3:15, 16), despachó a un ángel, que se apareció a Moisés en una zarza ardiente. Cuando Moisés se acercó, el ángel, como representante de Jehová, le ordenó que se quitara las sandalias, porque, según le dijo, “el lugar donde estás de pie es suelo santo [qó·dhesch]”. (Éx 3:1-5.)
Más tarde, cuando se reunió al pueblo al pie del monte Sinaí y se le dio el pacto de la Ley, Jehová mandó a Moisés: “Fíjale límites a la montaña y hazla sagrada”, porque Jehová estaba allí, representado por sus ángeles. (Éx 19:23; Gál 3:19.) Todo el que traspasase los límites tenía que ser muerto, pues ninguna persona no autorizada podía acercarse a la presencia de Jehová. (Éx 19:12, 13.) Sin embargo, Moisés, como el mediador nombrado por Dios, sí podía hacerlo. En esto prefiguró proféticamente a Jesucristo, el gran Mediador de los cristianos ungidos, cuando estos se acercan al monte Sión celestial. (Heb 12:22-24.)
Ciudades de refugio y campamentos del ejército. En Israel se apartaron ciertas ciudades para el propósito especial de servir de lugar de refugio para el homicida involuntario. Fueron santificadas, es decir, se les dio un “estado sagrado”. (Jos 20:7-9.)
Los campamentos del ejército de Israel eran lugares santificados, pues Dios ‘andaba en el campamento’. Por lo tanto, había que mantener limpieza física, moral y espiritual. (Dt 23:9-14; 2Sa 11:6-11.)
Santificación de cosas. Puesto que el tabernáculo y el templo eran edificios santificados, las cosas que había en ellos también tenían que ser santas, santificadas. El arca del pacto, el altar del incienso, la mesa del pan de la proposición, el candelabro, el altar de la ofrenda quemada, la palangana, todos los utensilios, el incienso, el aceite de la unción, incluso las prendas de los sacerdotes, eran cosas santificadas. Solo podían manejarlas y transportarlas personas santificadas: los sacerdotes y los levitas. (Éx 30:25, 32, 35; 40:10, 11; Le 8:10, 11, 15, 30; Nú 4:1-33; 7:1.) Los sacerdotes que servían en el tabernáculo rendían “servicio sagrado en una representación típica y sombra de las cosas celestiales; así como Moisés, cuando estaba para hacer la tienda hasta completarla, recibió el mandato divino: Porque dice él: ‘Ve que hagas todas las cosas conforme a su modelo que te fue mostrado en la montaña’”. (Heb 8:4, 5.)
Sacrificios y alimento. Los sacrificios y ofrendas eran santificados en virtud de haber sido ofrecidos de la manera prescrita sobre el altar santificado. (Mt 23:19.) La porción que recibían los sacerdotes era santa, y no podían comerla los que no formaban parte de las casas sacerdotales, y ni siquiera los sacerdotes que estaban en una condición “inmunda”. (Le 2:3; 7:6, 32-34; 22:1-13.) El pan de la proposición era igualmente santo, santificado. (1Sa 21:4; Mr 2:26.)
Igual que el alimento provisto por Jehová para su sacerdocio era santificado, así el alimento que Él provee para sus siervos cristianos también es santificado, tal como deberían ser todas las cosas de las que participan sus siervos santificados. El apóstol Pablo previene contra hombres sin conciencia que harían gala de una falsa santificación, “que [prohibirían] casarse, y [mandarían] abstenerse de alimentos que Dios creó para que [participasen] de ellos con acción de gracias los que tienen fe y conocen la verdad con exactitud. La razón de esto es que toda creación de Dios es excelente, y nada ha de desecharse si se recibe con acción de gracias, porque se santifica mediante la palabra de Dios y oración sobre ello”. (1Ti 4:1-5.) Si la Palabra de Dios declara limpia una cosa, es limpia, y el cristiano, al dar gracias por ella en oración, la acepta como santificada, y, por consiguiente, Dios lo considera limpio cuando come de ella.
Diezmos. El diezmo del grano, el fruto y el rebaño que los israelitas apartaban se consideraba santificado y no podía usarse para ningún otro propósito. (Le 27:30, 32.) Por ello, nadie puede utilizar mal una cosa santificada ni perjudicar de palabra o por acción a ninguna de las personas santificadas por Dios, entre ellas, los hermanos ungidos de Cristo, y estar sin culpa ante Dios. Jesús mostró este hecho a los judíos cuando lo acusaron de blasfemia. (Jn 10:36.) El apóstol Pedro advirtió de la destrucción que le sobrevendrá a los inicuos, a quienes describe como “osados, voluntariosos, [que] no tiemblan ante los gloriosos [a quienes Jehová ha santificado], sino que hablan injuriosamente”. (2Pe 2:9-12; compárese con Jud 8.)
Épocas u ocasiones. El registro bíblico nos dice lo que Dios hizo cuando terminó su obra creativa con respecto a la Tierra: “Para el día séptimo Dios vio terminada su obra que había hecho, y procedió a descansar [...]. Y Dios procedió a bendecir el día séptimo y a hacerlo sagrado”. (Gé 2:2, 3.) Por lo tanto, los hombres tenían que emplear este “día” como un “día” de servicio sagrado y obediencia a Jehová. No debían contaminarlo con obras para beneficio propio. De modo que Adán y Eva violaron ese “día” cuando eligieron la libre determinación, hacer su propia voluntad en la Tierra, con independencia de su Soberano, Jehová. El ‘día de descanso’ de Dios aún continúa, según el registro de Hebreos 3:11, 13; 4:1-11. Como Dios santificó ese “día”, apartándolo para su propósito, en él tendrá que cumplirse completamente y con justicia ese propósito para la Tierra. (Compárese con Isa 55:10, 11.)
Los días sabáticos y días especiales de fiesta eran santificados, así como el año de Jubileo y otros períodos. (Éx 31:14; Le 23:3, 7, 8, 21, 24, 27, 35, 36; 25:10.)
Santificación de la tierra. En Israel, una persona podía santificar a Dios una parte de su herencia. Podía hacerlo apartando esa parcela de manera que el producto de la tierra fuese al santuario, o pagando al santuario el valor de la tierra (es decir, de sus cosechas) de acuerdo con la valoración que hiciese el sacerdote. Si decidía recomprarla, tenía que añadir al precio la quinta parte de la valoración del campo (en proporción con el número de cosechas hasta el año de Jubileo) que hubiese hecho el sacerdote. El campo retornaba a su propietario en el Jubileo. (Le 27:16-19.)
Los siguientes versículos al parecer hablan del propietario que lo vendía a otra persona sin efectuar la recompra del campo, y en tal caso la Ley estipulaba que el campo pasaba a ser posesión permanente del santuario al tiempo del Jubileo. Concerniente a esta ley registrada en Levítico 27:20, 21, F. C. Cook dice en su Commentary: “Puede que [las palabras] se refieran a un caso en el que un hombre vendiera su parte de un campo fraudulentamente y se quedara con el precio después de haberlo dedicado al santuario”. O puede que se tratase de un caso en el que un hombre retuviese el uso del campo y cumpliese por un tiempo con su voto pagando una especie de renta anual, una proporción estipulada del precio de redención, pero que posteriormente vendiera el campo a otro con el propósito de adquirir dinero en efectivo. Debido a que el propietario había tratado lo que había sido santificado al santuario como propiedad suya, despreciando su santidad al comerciar con ello, tal campo se consideraba “dado por entero”.
Puede que el principio haya sido similar al de la ley registrada en Deuteronomio 22:9: “No debes sembrar tu viña con semilla de dos tipos, no sea que pierdas en entrega al santuario el pleno producto de la semilla que sembraras y el producto de la viña”. Tal pérdida sería el resultado de infringir la ley dada anteriormente en Levítico 19:19.
La distinción entre cosas “santificadas” y “dadas por entero” era que estas últimas no podían redimirse. (Véase PROSCRIPCIÓN.) Con las casas se hacía lo mismo. (Le 27:14, 15.) Sin embargo, si un hombre santificaba el campo que había comprado de la posesión hereditaria de otra persona, el campo volvía al propietario original cuando llegaba el Jubileo. (Le 27:22-24.)
En el matrimonio. El apóstol Pablo dice al cristiano casado: “El esposo incrédulo es santificado con relación a su esposa, y la esposa incrédula es santificada con relación al hermano; de otra manera, sus hijos verdaderamente serían inmundos, pero ahora son santos”. Debido a la consideración que Jehová tiene al cristiano, la relación matrimonial de este con su cónyuge incrédulo no se considera contaminante. La limpieza del santificado no santifica al cónyuge como uno de los santos de Dios, pero la relación entre ambos es limpia, honorable. Al observar el derrotero cristiano del creyente, el cónyuge incrédulo tiene una excelente oportunidad de recibir beneficios e incluso de salvarse. (1Co 7:14-17.) Debido al ‘mérito’ del creyente, a los hijos pequeños de esa unión se les ve como santos, bajo el cuidado y protección divinos, en lugar de inmundos, como aquellos que no tienen ni un solo padre creyente. (Véase SANTIDAD [Jehová bendice la santidad].)