SANTIDAD
Cualidad o estado de santo; limpieza o pureza espiritual; condición de sagrado. El término hebreo original, qó·dhesch, transmite la idea de separación, exclusividad o santificación para Dios, quien es santo; la condición de estar apartado para Su servicio. En las Escrituras Griegas Cristianas, las palabras que se traducen “santo” (há·gui·os) y “santidad” (ha·gui·a·smós [también santificación]; ha·gui·ó·tēs; ha·gui·ō·sý·nē) se refieren asimismo a la condición de estar separados para Dios; se usan además para referirse a la santidad como una cualidad divina y a la pureza o perfección en la conducta de una persona.
Jehová. La cualidad de santidad pertenece a Jehová. (Éx 39:30; Zac 14:20.) Cristo Jesús llamó a Dios “Padre santo”. (Jn 17:11.) A los que están en los cielos se les representa diciendo de viva voz: “Santo, santo, santo es Jehová de los ejércitos”, atribuyéndole así santidad, limpieza en grado superlativo. (Isa 6:3; Rev 4:8; compárese con Heb 12:14.) Él es el Santísimo, superior a todos los demás en santidad. (Pr 30:3; la forma plural de la palabra hebrea que se traduce “Santísimo” aquí se usa para denotar excelencia y majestad.) Las palabras “La santidad pertenece a Jehová” aparecían grabadas en la brillante lámina de oro sobre el turbante del sumo sacerdote, como recordatorio constante para los israelitas de que Jehová es la Fuente de toda santidad. Esta lámina se llamaba “la santa señal de dedicación”, lo que mostraba que el sumo sacerdote estaba apartado para un servicio de santidad especial. (Éx 28:36; 29:6.) En la canción de victoria de Moisés después de la liberación a través del mar Rojo, Israel cantó: “¿Quién entre los dioses es como tú, oh Jehová? ¿Quién es como tú, que resultas poderoso en santidad?”. (Éx 15:11; 1Sa 2:2.) Como garantía adicional de que su palabra se llevará a cabo, Jehová incluso ha jurado por su santidad. (Am 4:2.)
El nombre de Dios es sagrado, apartado de toda profanación. (1Cr 16:10; Sl 111:9.) El nombre de Jehová tiene que ser tenido como santo, santificado sobre todos los demás. (Mt 6:9.) La falta de respeto a su nombre merece la pena de muerte. (Le 24:10-16, 23; Nú 15:30.)
Como Jehová Dios es quien ha dado origen a todos los principios y leyes justos (Snt 4:12) y es la base de toda santidad, cualquier persona o cosa que sea santa llega a serlo debido a estar relacionada con Él y su adoración. Nadie puede tener entendimiento o sabiduría a menos que tenga conocimiento del Santísimo. (Pr 9:10.) La única manera de adorar a Jehová es con santidad. Si alguien que afirma adorarle practica la inmundicia, resulta detestable a su vista. (Pr 21:27.) Cuando Jehová predijo que abriría una calzada para que su pueblo regresase a Jerusalén desde el exilio en Babilonia, dijo: “Será llamada el Camino de la Santidad. El inmundo no pasará por ella”. (Isa 35:8.) El pequeño resto que regresó en 537 a. E.C. fue de todo corazón a restaurar la adoración verdadera con buenos motivos, motivos santos, no por razones políticas o egoístas. (Compárese con la profecía de Zac 14:20, 21.)
Su espíritu santo. El espíritu o fuerza activa de Jehová está sujeto a Su control y siempre lleva a cabo Su propósito. Es limpio, puro y santo, apartado por Dios para un uso provechoso. Por esa razón se dice que su espíritu es “santo” y es “el espíritu de santidad”. (Sl 51:11; Lu 11:13; Ro 1:4; Ef 1:13.) Cuando el espíritu santo actúa sobre una persona, se constituye en una fuerza que impele a actuar con santidad o limpieza. Todo comportamiento inmundo o impropio en algún sentido presupone resistir o “contristar” ese espíritu. (Ef 4:30.) Aunque es una fuerza impersonal, puede ser ‘contristado’ por cuanto es una expresión de la personalidad de Dios. Toda práctica impropia tiende a ‘apagar el fuego del espíritu’ (1Te 5:19), y si esa práctica continuase, el espíritu santo de Dios se ‘sentiría herido’, lo que resultaría en que Dios considerase a la persona manifiestamente rebelde como su enemigo. (Isa 63:10.) Quien contriste al espíritu santo podría incluso blasfemar contra él, un pecado que, según dijo Jesús, no será perdonado ni en este sistema de cosas ni en el venidero. (Mt 12:31, 32; Mr 3:28-30; véase ESPÍRITU.)
Jesucristo. Jesucristo es, en un sentido especial, el Santo de Dios. (Hch 3:14; Mr 1:24; Lu 4:34.) Debe su santidad al Padre, quien lo creó como Hijo unigénito, y conservó su santidad como la criatura celestial más allegada al Padre. (Jn 1:1; 8:29; Mt 11:27.) Cuando se transfirió su vida a la matriz de la muchacha virgen María, nació como un Hijo de Dios humano y santo. (Lu 1:35.) Ha sido el único ser humano que ha mantenido santidad perfecta y sin pecado, y que al fin de su vida terrestre todavía era “leal, sin engaño, incontaminado, separado de los pecadores”. (Heb 7:26.) Fue ‘declarado justo’ por mérito propio. (Ro 5:18.) Los demás humanos solo pueden obtener un estado de santidad ante Dios sobre la base de la santidad de Cristo, y dicho estado se consigue ejerciendo fe en su sacrificio de rescate. Esa es una “santísima fe”, y si se conserva, servirá para mantener a la persona en el amor de Dios. (Jud 20, 21.)
Otras personas. Se consideraba santos a todos los miembros de la nación de Israel debido a que Dios los había escogido y santificado al introducirlos como propiedad especial en una relación de pacto exclusivo con Él. Les dijo que si le obedecían serían “un reino de sacerdotes y una nación santa”. (Éx 19:5, 6.) Por medio de la obediencia, “verdaderamente [resultarían] santos a su Dios”. Dios los exhortó: “Deben resultar santos, porque yo Jehová su Dios soy santo”. (Nú 15:40; Le 19:2.) Las leyes dietéticas, sanitarias y morales que Dios les dio les recordaban constantemente su condición de separados y santos para Dios. Las restricciones que imponían estas leyes eran una fuerza poderosa que limitaba en gran manera la relación con sus vecinos paganos, y fue una protección para mantener santo a Israel. Por otro lado, si la nación desobedecía sus leyes, perdería su condición santa ante Dios. (Dt 28:15-19.)
Aunque Israel era santa como nación, a ciertos israelitas se les consideraba santos de una manera especial. Los sacerdotes, en particular el sumo sacerdote, estaban apartados para servir en el santuario y representaban al pueblo ante Dios. En esa calidad, eran santos y tenían que mantener la santidad con el fin de poder llevar a cabo su servicio y que Dios continuara viéndolos como santos. (Le 21; 2Cr 29:34.) Los profetas y otros escritores bíblicos inspirados eran hombres santos. (2Pe 1:21.) El apóstol Pedro llama “santas” a las mujeres de tiempos antiguos que fueron fieles a Dios. (1Pe 3:5.) Los soldados de Israel eran considerados santos durante una campaña militar, pues las batallas que peleaban eran las guerras de Jehová. (Nú 21:14; 1Sa 21:5, 6.) Todos los varones primogénitos de Israel eran santos para Jehová, ya que Jehová había librado de la muerte a los primogénitos cuando se celebró la Pascua en Egipto; le pertenecían a Él. (Nú 3:12, 13; 8:17.) Por esta razón, todos los hijos primogénitos tenían que ser redimidos en el santuario. (Éx 13:1, 2; Nú 18:15, 16; Lu 2:22, 23.) Una persona (hombre o mujer) que hiciera un voto de vivir como nazareo, era santo durante el período abarcado por el voto. Este tiempo se apartaba para dedicarlo completamente a algún servicio especial a Jehová. El nazareo tenía que observar ciertos requisitos legales, y si violaba alguno de ellos, quedaba inmundo. En ese caso tenía que hacer un sacrificio especial para recuperar su estado de santidad. Los días transcurridos antes de haberse hecho inmundo no contaban para su nazareato; debía empezar de nuevo a cumplir su voto. (Nú 6:1-12.)
Lugares. La presencia de Jehová puede santificar un determinado lugar. (Cuando se apareció a ciertos hombres, lo hizo por medio de ángeles en representación suya; Gál 3:19.) En la ocasión en la que Moisés estuvo frente a la zarza que ardía oyendo la voz de un ángel que le hablaba en representación de Jehová, se le dijo que estaba de pie en suelo santo. (Éx 3:2-5.) A Josué se le recordó que se hallaba sobre suelo santo cuando un ángel, el príncipe de los ejércitos de Jehová, se materializó ante él. (Jos 5:13-15.) Cuando Pedro recordó la transfiguración de Jesús y la voz de Jehová que entonces se oyó, llamó a aquel lugar “la santa montaña”. (2Pe 1:17, 18; Lu 9:28-36.)
El patio del tabernáculo era suelo santo. Según la tradición, los sacerdotes oficiaban descalzos porque tenían que acceder al santuario, lugar que estaba relacionado directamente con la presencia de Jehová. De hecho, los dos compartimientos del santuario tenían por nombre “el Lugar Santo” y “el Santísimo”, en orden de proximidad al arca del pacto. (Heb 9:1-3.) Igualmente el templo que más tarde se edificó en Jerusalén era santo. (Sl 11:4.) Debido a que el santuario y el “trono de Jehová” se hallaban en el monte Sión y en Jerusalén, respectivamente, se consideraba que ambos lugares eran santos. (1Cr 29:23; Sl 2:6; Isa 27:13; 48:2; 52:1; Da 9:24; Mt 4:5.)
Al ejército de Israel se le instó a mantener el campamento libre de excremento humano o de cualquier otro tipo de contaminación, “porque —se les dijo— Jehová tu Dios está andando en tu campamento [...] y tu campamento tiene que resultar santo, para que él no vea en ti nada indecente y ciertamente se aparte de acompañarte”. (Dt 23:9-14.) En este caso en concreto puede verse la relación de la limpieza física con la santidad.
Períodos de tiempo. Israel tenía apartados ciertos días o períodos de tiempo, que consideraban santos, no porque hubiese en ellos cierta santidad intrínseca o inherente, sino por ser sazones de observancia especial en la adoración de Jehová. Al apartar estos períodos, Dios pensaba en el bienestar y la edificación espiritual de su pueblo. Uno de esos períodos era el sábado semanal. (Éx 20:8-11.) En estos días el pueblo podía concentrar su atención en la ley de Dios y en enseñarla a sus hijos. Otros días de convocación santa o sábado eran: el primer día del mes séptimo (Le 23:24) y el Día de Expiación, que correspondía con el décimo día del mes séptimo. (Le 23:26-32.) Los períodos de fiesta, en particular ciertos días de dichos períodos, se observaban como “convocaciones santas”. (Le 23:37, 38.) Tales fiestas eran la Pascua y la fiesta de las tortas no fermentadas (Le 23:4-8), el Pentecostés o fiesta de las semanas (Le 23:15-21) y la fiesta de las cabañas o de la recolección. (Le 23:33-36, 39-43; véase CONVOCACIÓN.)
Además, cada séptimo año era un año sabático, un año completo de santidad. Durante el año sabático tenía que dejarse sin cultivar la tierra; esta disposición, al igual que la del sábado semanal, daba a los israelitas aún más tiempo para estudiar la ley de Jehová, meditar en ella y enseñarla a sus hijos. (Éx 23:10, 11; Le 25:2-7.) Finalmente, cada quincuagésimo año se celebraba un Jubileo, al que también se consideraba santo. Este también era un año sabático, pero además permitía que la nación se recuperase económicamente hasta alcanzar la condición teocrática que Dios había provisto cuando se repartió la tierra. Era un año santo de libertad, descanso y refrigerio. (Le 25:8-12.)
Jehová mandó a los de su pueblo que ‘afligiesen sus almas’ en el Día de Expiación, un día de “convocación santa”. Esto significaba que deberían ayunar, reconocer y confesar sus pecados y sentir un pesar piadoso por haberlos cometido. (Le 16:29-31; 23:26-32.) Pero ningún día santo para Jehová tenía que ser un día de llanto y tristeza para su pueblo. Más bien, aquellos días tenían que ser de regocijo y de alabanza a Jehová por sus maravillosas bendiciones, gracias a su bondad amorosa. (Ne 8:9-12.)
El día de descanso santo de Jehová. La Biblia nos muestra que Dios procedió a descansar de sus obras creativas hace unos seis mil años, y declaró ese séptimo “día” como sagrado o santo. (Gé 2:2, 3.) El apóstol Pablo indicó que este gran día de descanso de Jehová era un período de tiempo largo, pues dijo que todavía estaba en curso, y mencionó que los cristianos podían entrar en su descanso por medio de fe y obediencia. Como día santo, sigue siendo un tiempo de alivio y regocijo para los cristianos incluso en medio de un mundo fatigado y afligido por el pecado. (Heb 4:3-10; véase DÍA.)
Objetos. Había ciertas cosas que se apartaban para usarlas en la adoración. Estas llegaban a ser santas debido a que habían sido dedicadas o santificadas para el servicio de Jehová, pero no tenían santidad inherente, de modo que se las pudiese utilizar como amuleto o fetiche. Por ejemplo, uno de los principales objetos santos, el arca del pacto, no les sirvió de amuleto a los dos hijos inicuos de Elí cuando la llevaron con ellos a la batalla contra los filisteos. (1Sa 4:3-11.) Entre las cosas que se santificaron por decreto de Dios estaban: el altar de sacrificio (Éx 29:37), el aceite de la unción (Éx 30:25), el incienso especial (Éx 30:35, 37), las prendas de vestir del sacerdocio (Éx 28:2; Le 16:4), el pan de la proposición (Éx 25:30; 1Sa 21:4, 6) y todos los enseres del santuario. Estos últimos artículos eran: el altar de oro del incienso, la mesa del pan de la proposición y los candelabros, junto con sus utensilios. Muchos de estos objetos se mencionan en 1 Reyes 7:47-51. Estas cosas eran santas también en un sentido mayor, debido a que eran modelos de cosas celestiales y servirían de manera típica para el beneficio de aquellos que iban a heredar la salvación. (Heb 8:4, 5; 9:23-28.)
A la Palabra escrita de Dios se la llama “las santas Escrituras” o “santos escritos”. Se escribió bajo la influencia del espíritu santo y tiene el poder de santificar o hacer santos a aquellos que obedecen sus mandamientos. (Ro 1:2; 2Ti 3:15.)
Animales y productos agrícolas. Los primogénitos machos del ganado vacuno, lanar y cabrío se consideraban santos para Jehová, y no tenían que redimirse. Debían sacrificarse, y una porción se destinaba a los sacerdotes, quienes estaban santificados. (Nú 18:17-19.) Los primeros frutos y el diezmo eran santos, y también lo eran todos los sacrificios y todas las dádivas santificadas para el servicio del santuario. (Éx 28:38.) Todas las cosas santas para Jehová eran sagradas, y no se podían considerar a la ligera o usarse de una manera común o profana. Un ejemplo de ello es la ley concerniente al diezmo. Por ejemplo, si un hombre apartaba el diezmo de su cosecha de trigo, y luego él u otro de su casa tomaba sin querer algo de ello para uso doméstico, como pudiera ser para cocinar, esa persona era culpable de violar la ley de Dios con respecto a las cosas santas. La Ley requería que hiciera compensación al santuario de una cantidad igual más el 20%, y además tenía que ofrecer como sacrificio un carnero sano del rebaño. De esta manera se generaba un gran respeto por las cosas santas que pertenecían a Jehová. (Le 5:14-16.)
Santidad cristiana. El Caudillo de los cristianos, el Hijo de Dios, nació en santidad (Lu 1:35), y mantuvo esa santificación o santidad durante toda su vida terrestre. (Jn 17:19; Hch 4:27; Heb 7:26.) Su santidad era completa, perfecta, y saturaba todos sus pensamientos, palabras y acciones. Al mantener su santidad incluso hasta el punto de sufrir una muerte sacrificatoria, hizo posible que otros alcanzasen la santidad. En consecuencia, el llamamiento para seguir sus pasos es un “llamamiento santo”. (2Ti 1:9.) Los que reciben ese llamamiento llegan a ser los ungidos de Jehová, los hermanos espirituales de Jesucristo, y se les llama “santos” o “consagrados”. (Ro 15:26; Ef 1:1; Flp 4:21; compárese con NBE.) Reciben santidad ejerciendo fe en el sacrificio de rescate de Cristo. (Flp 3:8, 9; 1Jn 1:7.) De modo que la santidad no es inherente en ellos o no les pertenece a ellos por su propio mérito, sino que les llega a través de Jesucristo. (Ro 3:23-26.)
Las muchas referencias bíblicas a miembros vivos de la congregación identificados como “santos” o “consagrados” (NBE) hacen patente que una persona no es santificada o “consagrada” por los hombres o por una organización, ni tiene que esperar hasta después de la muerte para que le hagan “santo” o “santa”. Es “santo” en virtud del llamamiento de Dios para ser coheredero con Cristo. Es santo a los ojos de Dios mientras está sobre la Tierra, con la esperanza de vida celestial en el reino de los espíritus, donde moran Jehová Dios, su Hijo y los santos ángeles. (1Pe 1:3, 4; 2Cr 6:30; Mr 12:25; Hch 7:56.)
La conducta limpia es esencial. Los que tienen esta posición santa ante Jehová se esfuerzan, con la ayuda del espíritu de Dios, por alcanzar la santidad de Dios y de Cristo. (1Te 3:12, 13.) Esto exige estudiar la Palabra de verdad de Dios y aplicarla a su vida. (1Pe 1:22.) Requiere responder a la disciplina de Jehová. (Heb 12:9-11.) De ello se deriva que si una persona es genuinamente santa, seguirá un proceder de santidad, limpieza y rectitud moral. Se exhorta a los cristianos a que presenten sus cuerpos a Dios como sacrificio santo, tal como los sacrificios aceptables que se presentaban en el antiguo santuario también eran santos. (Ro 12:1.) El ser santos en conducta es un mandamiento: “De acuerdo con el Santo que los llamó, háganse ustedes mismos santos también en toda su conducta, porque está escrito: ‘Tienen que ser santos, porque yo soy santo’”. (1Pe 1:15, 16.)
Los que llegan a ser miembros del cuerpo de Cristo son “conciudadanos de los santos y son miembros de la casa de Dios”. (Ef 2:19.) Pasan a ser un templo santo de piedras vivas para Jehová, y constituyen “un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo para posesión especial”. (1Pe 2:5, 9.) Tienen que limpiarse de “toda contaminación de la carne y del espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios”. (2Co 7:1.) Si un cristiano tiene hábitos que contaminan o dañan su cuerpo carnal, o lo hacen sucio o inmundo, o si sigue una doctrina o moralidad que va en contra de la Biblia, significa que no ama ni teme a Dios y se está apartando de la santidad. No se puede llevar a cabo la inmundicia y al mismo tiempo permanecer santo.
Las cosas santas deben tratarse con respeto. Si un miembro de la clase del templo usara su cuerpo de manera inmunda, no solo se contaminaría y dañaría a sí mismo, sino también al templo de Dios, y, como se dijo, “si alguien destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo, el cual son ustedes”. (1Co 3:17.) Se ha de tener presente que esa persona ha sido redimida mediante la sangre del Santo de Dios. (1Pe 1:18, 19.) Sufrirá el castigo divino cualquiera que use indebidamente lo que Jehová determina que es santo, sea su propio cuerpo u otra cosa dedicada a Él, o que haga daño o cometa un delito contra otra persona que para Dios es santa. (2Te 1:6-9.)
Dios reveló a Israel su actitud concerniente a tal uso profano de sus posesiones santas. Esto se ve en su ley que prohibía que aquellos que estaban bajo la ley mosaica dieran un uso común o profano a cosas apartadas como santas, cosas como las primicias y el diezmo. (Jer 2:3; Rev 16:5, 6; Lu 18:7; 1Te 4:3-8; Sl 105:15; Zac 2:8.) También se ve en el castigo que Dios trajo sobre Babilonia por el uso incorrecto y malicioso que dio a los vasos de su templo y a la gente de su nación santa. (Da 5:1-4, 22-31; Jer 50:9-13.) En vista de esta actitud de Dios, se recuerda repetidas veces a los cristianos la necesidad de tratar con amor y bondad a los santos de Jehová, es decir, los hermanos espirituales de Jesucristo, y se les alaba por ello. (Ro 15:25-27; Ef 1:15, 16; Col 1:3, 4; 1Ti 5:9, 10; Flm 5-7; Heb 6:10; compárese con Mt 25:40, 45.)
Dios les imputa santidad. Dios también consideró santos a los hombres y mujeres fieles que vivieron antes de que Jesús llegara y abriese el camino a la vida celestial. (Heb 6:19, 20; 10:19, 20; 1Pe 3:5.) Igualmente, una “gran muchedumbre” que no es parte de los 144.000 “sellados” puede disfrutar de santidad ante Dios. A estos se les ve con prendas de vestir limpias, lavadas en la sangre de Cristo. (Rev 7:2-4, 9, 10, 14; véase GRAN MUCHEDUMBRE.) Al debido tiempo, todos los que viven en el cielo y sobre la Tierra serán santos, pues “la creación misma también será libertada de la esclavitud a la corrupción y tendrá la gloriosa libertad de los hijos de Dios”. (Ro 8:20, 21.)
Jehová bendice la santidad. La santidad de una persona implica un mérito concedido por Dios que repercute en la santificación de su familia. Así que si una persona casada es un cristiano santo a la vista de Dios, su cónyuge y los hijos de esta unión, en caso de no ser siervos dedicados de Dios, se benefician del mérito del que es santo. Por esa razón, el apóstol Pablo recomienda: “Si algún hermano tiene esposa incrédula, y sin embargo ella está de acuerdo en morar con él, no la deje; y la mujer que tiene esposo incrédulo, y sin embargo él está de acuerdo en morar con ella, no deje a su esposo. Porque el esposo incrédulo es santificado con relación a su esposa, y la esposa incrédula es santificada con relación al hermano; de otra manera, sus hijos verdaderamente serían inmundos, pero ahora son santos”. (1Co 7:12-14.) El cónyuge limpio, creyente, no se hace inmundo debido a sus relaciones con el cónyuge no creyente, y la familia como un todo no es considerada inmunda a los ojos de Dios. Además, la asociación del creyente con la familia provee a cualquier familiar que no sea creyente muchas oportunidades de hacerse creyente, rehacer su personalidad y presentar su cuerpo “como sacrificio vivo, santo, acepto a Dios”. (Ro 12:1; Col 3:9, 10.) La atmósfera limpia y santa que el creyente que sirve a Dios puede promover resulta en bendición para la familia. (Véase SANTIFICACIÓN [En el matrimonio].)