Motivado por la lealtad de mi familia a Dios
RELATADO POR HORST HENSCHEL
“Alégrate si recibes esta carta porque he aguantado hasta el fin. Dentro de dos horas me van a ejecutar.” Así comenzaba la última carta que me envió mi padre. El 10 de mayo de 1944 fue ejecutado por negarse a servir en el ejército de Hitler. Su lealtad a Dios, así como la de mi madre y mi hermana Elfriede, han causado una honda impresión en mi vida.
EN 1932, alrededor de la fecha en que nací, mi padre empezó a leer las publicaciones de los testigos de Jehová. Estas le abrieron los ojos a, entre otras cosas, la hipocresía del clero, de manera que perdió todo interés en las iglesias.
Poco después del estallido de la II Guerra Mundial, en 1939, el ejército alemán lo llamó a filas. “Según la Biblia, no debo ir —le dijo a mi madre—. No es correcto matar de esta forma.”
“Si no vas te matarán —contestó ella—. ¿Qué será de nosotros entonces?” Así que mi padre se incorporó al ejército.
Más adelante, mi madre, que hasta entonces no había estudiado la Biblia, intentó comunicarse con los testigos de Jehová, lo cual era muy peligroso en aquellos días. Localizó a Dora, cuyo esposo estaba en un campo de concentración a causa de su fe. Dora le entregó un ejemplar de La Atalaya, pero le dijo enfáticamente: “Ten presente que si la Gestapo [policía secreta] averigua que te he dado esto, me pueden matar”.
Posteriormente mi madre recibió más publicaciones de los testigos de Jehová, y se despertó su aprecio por las verdades bíblicas que contenían. Con el tiempo, Max Ruebsam, de la cercana ciudad de Dresde, empezó a visitarnos en nuestra casa en Meissen. Estudiaba la Biblia con nosotros, lo cual suponía un gran riesgo para él. De hecho, poco después lo arrestaron.
El estudio de la Biblia hizo que mi madre llegara a tener fe en Jehová y se dedicara a él, lo cual simbolizó mediante el bautismo en agua en mayo de 1943. Mi padre y yo nos bautizamos unos meses después, y mi hermana Elfriede, que tenía 20 años y trabajaba en Dresde, lo hizo también por aquel entonces. Así pues, en plena II Guerra Mundial, los cuatro dedicamos nuestra vida a Jehová. En 1943, mi madre dio a luz a la pequeña Renate.
Perseguidos por nuestra fe
Antes de bautizarme dejé las Juventudes Hitlerianas. Cuando me negaba a pronunciar el saludo nazi, lo cual nos exigían diariamente en la escuela, los maestros me pegaban. No obstante, me sentía feliz por haberme mantenido fiel gracias a la fortaleza que me infundían mis padres.
Pero a veces, ya fuera para evitar el castigo físico o por temor, decía: “Heil Hitler!”. Cuando así sucedía, llegaba a casa con los ojos llenos de lágrimas, y mis padres oraban conmigo para que la siguiente vez cobrara valor y resistiera los ataques del enemigo. En más de una ocasión me retuve de hacer lo correcto por miedo, pero Jehová nunca me abandonó.
Un día, la Gestapo registró nuestra casa. “¿Es usted testigo de Jehová?”, le preguntó un agente a mi madre. Todavía la recuerdo apoyada en la jamba de la puerta y respondiendo con firmeza: “Sí”, aunque sabía que aquello significaba que tarde o temprano la arrestarían.
Dos semanas después, mientras mi madre atendía a Renate, que todavía no había cumplido un año, llegó la Gestapo para arrestarla. Mi madre protestó: “Estoy dando de comer a la niña”. Pero la mujer que acompañaba al policía le arrebató a Renate de los brazos y le ordenó: “¡Prepárese! Tiene que marcharse”. No fue nada fácil para mi madre.
Como a mi padre aún no lo habían detenido, mi hermanita y yo quedamos bajo su cuidado. Una mañana, aproximadamente dos semanas después de que se llevaran a mi madre, abracé fuertemente a mi padre antes de marcharme a la escuela. Aquel día lo arrestaron porque se negó a reincorporarse a filas. Así que cuando regresé a casa aquella tarde, ya no estaba, y jamás volví a verlo.
Mis abuelos y demás familiares, que se oponían a los testigos de Jehová y algunos de los cuales militaban en el partido nazi, obtuvieron mi custodia y la de mi hermanita. Ellos no me dejaban leer la Biblia, pero una vecina me dio una a escondidas, y yo la leía. Además, me arrodillaba ante la cama de Renate y oraba.
Mientras tanto, mi hermana Elfriede había aguantado pruebas de fe. Había renunciado a su trabajo en una fábrica de municiones de Dresde, y había obtenido un empleo que consistía en cuidar los parques y jardines de Meissen. Cuando iba a la oficina para recoger su paga, se negaba a utilizar el saludo “Heil Hitler!”. Con el tiempo la arrestaron y la metieron en prisión.
Por desgracia, Elfriede contrajo difteria y escarlatina, y murió unas semanas después de ser encarcelada. Solo tenía 21 años. En una de sus últimas cartas, citó Lucas 17:10: “Así también vosotros, cuando hubiereis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos; hemos hecho lo que debíamos hacer” (Versión Hispano-Americana). Su lealtad a Dios sigue siendo una fuente de fortaleza para mí hasta el día de hoy (Colosenses 4:11).
La prueba de mi padre
Mientras mi padre estaba en prisión, mi abuelo materno lo visitó para tratar de hacerle cambiar de opinión. Llevaron al preso ante él encadenado de manos y pies. Mi padre rechazó rotundamente la exhortación de reanudar el servicio militar por el bien de sus hijos. Un guardia penitenciario le dijo a mi abuelo: “Aunque tuviera diez hijos, este hombre no cambiaría de actitud”.
Mi abuelo regresó a casa encolerizado. “¡Es un criminal! —gritó—. ¡Un inútil! ¿Cómo puede abandonar a sus propios hijos?” Aunque él estaba disgustado, yo estaba feliz de saber que mi padre se mantenía firme.
Más adelante sentenciaron a mi padre a muerte y lo decapitaron. Poco después recibí su última carta. Como no sabía dónde estaba presa mi madre, me había escrito a mí. Subí a mi habitación, que estaba en el desván, y leí las primeras palabras de la carta, citadas en la introducción del artículo. Me puse triste y lloré, pero estaba contento porque se había mantenido fiel a Jehová.
El dolor de mi madre
A mi madre la habían enviado a una prisión del sur de Alemania, donde debía esperar el juicio. Un día se presentó un guardia en su celda y le indicó en tono amable que permaneciera sentada. Pero mi madre se levantó y dijo: “Ya sé que han matado a mi esposo”. Posteriormente le enviaron la ropa de él manchada de sangre, un testimonio mudo de la tortura que había sufrido antes de morir.
En otra ocasión la llamaron a la oficina de la prisión y le dijeron bruscamente: “Su hija ha muerto en la cárcel. ¿Cómo quiere que la entierren?”. El anuncio fue tan repentino e inesperado que al principio mi madre no supo qué decir. Pero su fe firme en Jehová la sostuvo.
Mis familiares por lo general cuidaban bien de mi hermana y de mí. Nos trataban con mucha bondad. De hecho, uno de ellos le pidió a mis maestros que fueran pacientes conmigo. Así que estos también se volvieron muy amables y no me castigaban cuando no les saludaba diciendo: “Heil Hitler!”. Pero toda esta amabilidad tenía el propósito de hacerme desistir de mis convicciones basadas en la Biblia. Y, lamentablemente, lo consiguieron hasta cierto punto.
En mayo de 1945, apenas unos meses antes de finalizar la guerra, asistí voluntariamente a algunas reuniones de las Juventudes Hitlerianas. En las cartas que le enviaba a mi madre se lo contaba, y a ella le pareció que había abandonado mi meta de servir a Jehová. Más tarde me dijo que estas cartas la habían destrozado más que las noticias de la muerte de mi padre y de Elfriede.
Poco después terminó la guerra, y mi madre regresó de la prisión. Con su ayuda recuperé el equilibrio espiritual.
Comienzo el ministerio de tiempo completo
A finales de 1949, cuatro años después del fin de la II Guerra Mundial, un superintendente viajante analizó el texto bíblico de Malaquías 3:10: “Traigan todas las décimas partes al almacén, para que llegue a haber alimento en mi casa; y pruébenme, por favor, en cuanto a esto —ha dicho Jehová de los ejércitos—”. Me sentí impulsado a llenar una solicitud para predicar de tiempo completo. El 1 de enero de 1950 empecé a servir de precursor, como llamamos a los ministros de tiempo completo. Luego me trasladé a Spremberg, donde había más necesidad de precursores.
En agosto de aquel año recibí una invitación para servir en la sucursal de los testigos de Jehová de Magdeburgo (Alemania oriental). Pero el 31 de agosto, solo dos días después de mi llegada, unos policías irrumpieron en la propiedad y afirmaron que allí se escondían criminales. Detuvieron a la mayoría de los Testigos y los llevaron a la cárcel, pero yo logré escabullirme y me dirigí hacia Berlín occidental, donde la Sociedad Watch Tower tenía una sucursal. Una vez allí, conté lo que había pasado en Magdeburgo, y al mismo tiempo me informaron de que estaban arrestando a muchos Testigos por toda Alemania oriental. De hecho, me enteré de que la policía estaba buscándome en Spremberg.
Arresto y encarcelamiento
Me asignaron a servir de precursor en Berlín oriental. Unos meses después, mientras hacía de correo llevando publicaciones bíblicas de Berlín occidental a Alemania oriental, me detuvieron y me condujeron a la ciudad de Cottbus, donde fui sometido a juicio y sentenciado a doce años de prisión.
Me acusaron de belicista, entre otras cosas. En la última declaración que presté durante el juicio, argumenté: “¿Cómo puedo yo, que soy testigo de Jehová, ser condenado por belicista cuando mi padre se negó a participar en la guerra porque era testigo de Jehová y por tal razón lo decapitaron?”. Pero, obviamente, aquellas personas no estaban interesadas en oír la verdad.
A mis 19 años de edad, no me era fácil pensar en que iba a pasar doce años encerrado. No obstante, sabía que muchos más habían recibido condenas parecidas. A veces, las autoridades separaban a los Testigos unos de otros; pero nosotros hablábamos de las verdades bíblicas con otros reclusos, y algunos se hicieron Testigos.
Cuando nos mantenían a los Testigos en la misma sección, nos concentrábamos en conocer mejor la Biblia. Nos aprendíamos de memoria capítulos enteros de esta e incluso intentábamos memorizar libros bíblicos completos. Nos poníamos metas con relación a qué hacer y qué aprender cada día. En algunas ocasiones estábamos tan ocupados que nos decíamos unos a otros: “No tengo tiempo”, aunque pasábamos el día entero en la celda sin ninguna asignación de trabajo.
Los interrogatorios de la policía secreta podían ser extenuantes. A veces se prolongaban día y noche, e iban acompañados de todo tipo de amenazas. En una ocasión estaba tan agotado y desanimado que hasta orar me resultaba difícil. A los dos o tres días, sin ningún motivo en particular, quité de la pared de la celda un cartón en el que figuraban las normas de la prisión. Lo giré y distinguí algo escrito. Lo acerqué a la luz débil que había en la celda y leí las palabras: “No teman al que solo mata el cuerpo” y “Al fiel preservaré como a la niña de mi ojo”. Estas ideas llegaron a formar parte del cántico 27 del cancionero de los testigos de Jehová.
Evidentemente, otro hermano en una situación similar había ocupado aquella celda, y Jehová Dios lo había fortalecido. Recobré de inmediato el vigor espiritual y le di gracias a Jehová por infundirme ánimos. No quiero olvidar jamás aquella lección; aprendí que aunque no puedo superar las dificultades con mis propias fuerzas, nada es imposible con la ayuda de Jehová Dios.
Mi madre se había mudado a Alemania occidental, de modo que no tenía ningún contacto conmigo por aquel entonces. No obstante, una joven llamada Hanna que había crecido en la misma congregación que yo y era muy allegada a nuestra familia, me visitó durante todos los años que estuve preso y me mandaba cartas animadoras y preciados paquetes de comida. Me casé con ella cuando salí de la cárcel, en 1957, tras cumplir seis de los doce años de condena.
Mi querida esposa Hanna ha servido fielmente a mi lado en nuestras diversas asignaciones y siempre me ha dado todo su apoyo. Solo Jehová puede pagarle lo que ha hecho por mí en todo nuestro servicio de tiempo completo juntos.
El ministerio al salir de la cárcel
Hanna y yo iniciamos el ministerio de tiempo completo juntos en la sucursal que la Sociedad Watch Tower tenía entonces en Berlín occidental. A mí me asignaron trabajos de carpintería relacionados con la construcción. Más adelante empezamos a servir de precursores en Berlín occidental.
Willi Pohl, que entonces supervisaba la obra en Berlín occidental, me animó a seguir aprendiendo inglés. “No tengo tiempo”, le contesté. Sin embargo, qué contento estoy ahora de haber seguido su consejo y haber continuado los estudios de inglés. Como resultado, en 1962 me invitaron al curso de diez meses de la clase 37 de la Escuela de Galaad, con sede en Brooklyn (Nueva York). Tras mi regreso a Alemania, el 2 de diciembre de 1962, Hanna y yo pasamos dieciséis años en la obra itinerante, visitando congregaciones por todo el país. En 1978 nos invitaron a servir en la sucursal de Wiesbaden. A mediados de la siguiente década trasladaron la sucursal a unas nuevas y amplias instalaciones de Selters, y servimos por varios años en este hermoso lugar.
Un valioso privilegio de servicio
En 1989 ocurrió algo totalmente inesperado: cayó el Muro de Berlín, y los Testigos de los países de Europa oriental empezaron a disfrutar de libertad religiosa. En 1992, a Hanna y a mí nos invitaron a mudarnos a Lviv (Ucrania) para dar apoyo a los proclamadores del Reino de aquella zona, cuya cantidad aumentaba rápidamente.
Al año siguiente nos pidieron que fuéramos a Rusia para colaborar en la organización de la obra del Reino en aquel país. En Solnechnoye, un pueblo a unos 40 kilómetros de San Petersburgo, se había abierto una sucursal para hacerse cargo de la predicación en toda Rusia y en la mayoría de las demás repúblicas de la anterior Unión Soviética. Cuando llegamos, ya habían comenzado a construir los edificios de viviendas y un gran complejo destinado para oficinas y almacén.
El 21 de junio de 1997, fecha de la dedicación de las nuevas instalaciones, rebosábamos de gozo. Un total de 1.492 personas de 42 países acudieron a Solnechnoye para el programa especial. Al día siguiente, una multitud de 8.400 se congregó en el Estadio Petrovsky, de San Petersburgo, para escuchar un resumen del programa de dedicación, así como informes animadores de algunos visitantes extranjeros.
¡Qué magníficos aumentos hemos tenido en las quince repúblicas de la anterior Unión Soviética! En 1946 había unos cuatro mil ochocientos proclamadores del Reino en este territorio. Casi cuarenta años después, en 1985, la cantidad había aumentado a 26.905. En la actualidad, hay más de ciento veinticinco mil proclamadores del Reino en las diez repúblicas de la anterior Unión Soviética que están bajo la supervisión de nuestra sucursal de Solnechnoye, y más de cien mil en las otras cinco. Fue muy emocionante saber que en las quince ex repúblicas soviéticas asistieron más de seiscientas mil personas a la Conmemoración de la muerte de Cristo el pasado mes de marzo.
Me maravillo cuando veo la forma tan impresionante en que Jehová Dios ha dirigido el recogimiento y la organización de su pueblo en estos “últimos días” (2 Timoteo 3:1). Como dice el salmista bíblico, Jehová da a sus siervos perspicacia, los instruye en el camino en el que deben ir y les da consejo con su ojo puesto sobre ellos (Salmo 32:8). ¡Considero un privilegio inmenso pertenecer a la organización internacional de Jehová!
[Ilustración de la página 13]
Con mis dos hermanas, en 1943
[Ilustraciones de la página 14]
Mi padre murió decapitado
Mi madre me ayudó a recuperar el equilibrio espiritual
[Ilustración de la página 15]
Con mi esposa, Hanna
[Ilustración de la página 16]
Discurso de dedicación en el Salón del Reino de la sucursal de Rusia
[Ilustraciones de la página 17]
Patio y ventanas del comedor de nuestra nueva sucursal