Secuestrado a Malta... pero sobreviví
ERAN aproximadamente las ocho de la noche del día 23 de noviembre cuando llegué al aeropuerto internacional de Atenas junto con George Vendouris, un compañero de trabajo. Íbamos camino de Dubai, en los Emiratos Árabes Unidos, para inspeccionar uno de los barcos de la compañía para la cual trabajo. Por algunos años he sido el ingeniero jefe de nuestra compañía, y en esta misión de trabajo George venía como mi ayudante.
El vuelo 648 de EgyptAir, con destino a Dubai, hacía escala en El Cairo. Después de pasar los controles de rigor, entramos en el avión, un Boeing 737. Como solo llevábamos equipaje de mano, pudimos entrar en el avión con bastante tiempo de antelación. Si mal no recuerdo, ocupamos los asientos A y B de la fila siete.
Por fin, cuando todos los pasajeros estuvieron a bordo, el avión despegó a la hora indicada, poco después de las nueve de la noche. No iban todas las plazas ocupadas, pues había menos de un centenar de pasajeros. Habiendo emprendido el vuelo, los asistentes de vuelo empezaron a servir algunos refrescos. Debían haber transcurrido unos 25 minutos de vuelo, cuando apareció un hombre frente a la puerta del piloto. Con una pistola en una mano y sosteniendo en la otra una granada, comenzó a gritar en árabe. Al ser yo griego, no le entendí, pero me di cuenta en seguida de que se trataba de un secuestro.
Según la reacción de los pasajeros egipcios así actuamos nosotros, de modo que alzamos las manos. Mientras daba órdenes, el secuestrador intentaba a la vez tirar con los dientes de algo que había sujeto a la granada. Sin embargo, al no conseguirlo, se metió la granada en el bolsillo del chaleco.
El secuestrador, que resultó no estar solo, hizo que todos los que estaban en los asientos delanteros pasaran a la parte trasera del avión y se sentaran donde les fuera posible. A continuación, pidió que le diéramos nuestras corbatas. Seguidamente, los secuestradores empezaron a llamarnos uno a uno hacia el frente, nos quitaron el pasaporte, nos registraron y luego hicieron que nos sentáramos en los asientos delanteros que estaban vacíos.
Cuando a los que habían estado en los asientos delanteros se les hizo pasar hacia atrás, quedó justo a mi lado un pasajero egipcio. Más tarde me enteré de que él estaba a cargo de la guardia de seguridad del avión. Cuando le llamaron a la parte delantera del avión, el secuestrador le quitó el pasaporte, lo obligó a tenderse boca abajo en el suelo y entonces lo ató con unas corbatas. Pero antes, había atado al responsable de los asistentes de vuelo.
Cuando llegó mi turno, después del guardia egipcio de seguridad, el secuestrador sólo me quitó el pasaporte sin registrarme y me indicó que me sentara en los asientos de la derecha, hacia la tercera fila.
Tiroteo en pleno vuelo
Unos minutos más tarde se produjo un tiroteo justo a nuestras espaldas. Inmediatamente nos agachamos. Las máscaras de oxígeno cayeron automáticamente del techo, pues parece que las balas habían ocasionado la descompresión de la cabina. Muchos pasajeros se pusieron las máscaras, pero yo no sentí la necesidad de oxígeno. Creo que el capitán de vuelo hizo descender rápidamente el avión a una altitud más baja.
Cuando terminó el tiroteo, miré hacia atrás y vi tendido en el suelo al secuestrador que parecía haber estado a cargo de la operación. Daba la impresión de estar muerto. También había otro hombre en el suelo, y dos asistentes de vuelo y un pasajero estaban heridos.
Parece que el secuestrador le pidió a uno de los pasajeros su pasaporte y este resultó ser uno de los del cuerpo de seguridad que, en lugar de darle el pasaporte, sacó su pistola y disparó contra el secuestrador. Pero otro secuestrador que estaba en la parte de atrás disparó contra el agente.
La pistola del agente de seguridad fue a caer junto a mis pies, y por un momento estuve tentado a cogerla. Pero tuve la sensatez de no hacerlo, pues de todos modos no hubiera sabido usarla.
Entonces se abrió la puerta del piloto y apareció un hombre alto, enmascarado, con una granada y una pistola en las manos. Se dirigió al secuestrador que estaba a mis espaldas y, luego, mirándome fijamente a los ojos, me indicó con la pistola que me pusiese de pie. Dijo algo, pero yo solo entendí por sus gestos que quería que arrastrara hasta la cabina del piloto al secuestrador herido.
Cuando empecé a hacerlo, me indicó que debería voltear al hombre. Como yo no podía hacerlo solo, el secuestrador enmascarado hizo que alguien me ayudara, y este fue Demetris Voulgaris. Yo conocía a Demetris hacía muchos años, porque él trabajaba para nuestra empresa. Demetris tomó al herido por las piernas, yo lo tomé por los hombros, y lo volteamos. Lo que ellos querían era sacar la granada que tenía en el bolsillo del chaleco.
Cuando uno de los secuestradores cogió la granada, preguntamos si podíamos darle agua al secuestrador herido, pero se nos indicó que no. Posiblemente suponían que ya no había nada que hacer. De modo que lo sentamos junto a la puerta y se nos dijo que trajéramos también al guardia de seguridad. En ese momento, uno de los secuestradores vio las pistolas en el suelo y las recogió.
Según arrastrábamos al guardia de seguridad hacia el frente, pensábamos en quitarle algo de ropa y administrarle los primeros auxilios. Pero cuando estábamos a la altura de la primera fila, el secuestrador hizo que nos detuviésemos. Se me ordenó que vaciara dos bandejas de comida tirando la comida al suelo. El secuestrador me dijo que pusiera las dos bandejas en el primer asiento y me indicó que debería sostener la cabeza del guardia de seguridad sobre las bandejas.
Entonces caí en cuenta de que lo que pretendía era matar a este hombre herido, por lo que grité: “¡No!”. Con mis manos sobre la cara, me volví hacia los pasajeros, diciendo: “¡Quiere matarlo!”. Sorprendentemente, el secuestrador no me hizo nada. Él mismo sostuvo la cabeza del guardia de seguridad, pero no le disparó. Luego se sentó en la primera fila, justo a mi lado.
Pasado un rato, no pude soportar por más tiempo estar allí sentado, de modo que alcé las manos, me levanté, me fui hacia atrás y me senté en la quinta o sexta fila. Mi joven ayudante, George Vendouris, vino y se sentó detrás de mí.
El responsable de los asistentes de vuelo había logrado desatarse y llamó a uno de los asistentes de vuelo a quien habían puesto a recoger los pasaportes. Estábamos a punto de aterrizar. Pero antes de hacerlo, se les instruyó a los asistentes de vuelo que sujetaran y aseguraran al secuestrador que estaba muerto o moribundo.
Aterrizaje en Malta
Haya sido este el punto de destino que los secuestradores se proponían o no, el caso es que después de haber estado volando unas dos horas, aterrizamos en Malta. Poco después de haber aterrizado, se abrió la puerta del avión y un médico subió a bordo. Se le mostró el cuerpo sin vida del secuestrador y se le dijo que lo examinara. El médico así lo hizo y, después de mover la cabeza en señal de que no había nada que hacer, indicó que examinaría al guardia de seguridad. El secuestrador le dijo que no.
Se nos dijo a todos los griegos que nos sentáramos en los asientos de la derecha, donde yo ya estaba. Éramos 17 griegos, de los que solo 5 sobrevivimos.
El responsable de los asistentes de vuelo, anunció por los altavoces del avión que todas las mujeres filipinas que se hallaban a bordo deberían venir hacia el frente. También se pidió que otras mujeres se unieran a ese grupo y un total de 11 de ellas fueron autorizadas a abandonar el avión junto con el médico.
Comienzan las ejecuciones
El responsable de los asistentes de vuelo preguntó por las muchachas israelíes que estaban en el avión. Creyendo que también la dejarían ir, una muchacha respondió rápidamente. Pero, al acercarse a la parte delantera del avión, el secuestrador enmascarado la agarró. Luego la empujó por la puerta hacia la escalera del avión, de tal modo que no pude ver lo que ocurría. Oímos un disparo e instintivamente todos nos agachamos, luego se escuchó un golpe seco. Más tarde, supimos que la muchacha había agachado la cabeza en el último instante, de modo que la bala solo la había rozado. Cayó por las escaleras y pudo esconderse debajo del avión, gracias a lo cual finalmente escapó.
Algún tiempo después supimos que los secuestradores habían amenazado con continuar las ejecuciones si no se les proporcionaba combustible. Transcurridos unos minutos se pidió que la otra muchacha israelí se pusiese de pie, pero no lo hizo. El responsable de los asistentes de vuelo se acercó con el pasaporte de ella en la mano, la identificó, y le pidió que se levantara; pero ella se resistió. Entonces el secuestrador pidió que dos pasajeros a quienes usaba como ayudantes debido a que hablaban árabe la trajeran, y ellos la llevaron por la fuerza hasta el frente. Fue entonces cuando todos empezamos a sentir miedo.
La muchacha estaba llorando. Cayó al suelo y permaneció allí. Cuando el secuestrador salió de la cabina del piloto, de hablar con él, la pateó y la empujó hacia afuera. De nuevo se escuchó un disparo, luego un golpe seco al caer la muchacha herida mortalmente. Era poco más de la medianoche.
Después, llamaron a tres personas más: un joven y dos mujeres. Concluimos acertadamente por sus apellidos que eran americanos. El secuestrador los hizo venir hasta el frente e hizo que sus dos ayudantes les ataran las manos a la espalda con las corbatas. Se les indicó que se sentaran en la fila delantera.
Transcurrió como una hora. El secuestrador llamó al joven americano. Debo decir que me impresionó la calma de aquel joven. Se puso de pie y anduvo hasta donde estaba el secuestrador como si le fueran a entregar un premio o algo así, muy sereno. Después se escuchó otro disparo, un golpe sordo y un portazo. Aunque no pude ver nada, el joven también cayó por la escalera del avión. Sorprendentemente, como en el caso de la primera joven israelí, él también sufrió sólo un rasguño y sobrevivió.
Más o menos otra hora después, el secuestrador llamó a una de las dos americanas. Ella se levantó, y se repitió la misma historia. El disparo y el ruido sordo al caer. Deberían haber sido las tres o las cuatro de la madrugada. Estaba lloviendo, lo cual hacía más tenebroso el ambiente de aquella noche. El miedo nos había clavado a los asientos.
Había una calma tensa, sin llantos ni gritos ni otros ruidos. Pero podía escuchar comentarios ahogados como: “Mira, ha matado a la muchacha israelita”, “Pobre muchacha”, o: “Ahora ha matado al americano”. También se oían en susurros preguntas como: “¿Qué es esto?”, “¿Cómo puede ocurrir algo así?”, “¿Y ahora qué hará?”.
En cuanto a mí, durante cada ejecución oraba a Jehová. Le decía que, si era su voluntad, recordara a esas personas en la resurrección para que pudieran tener la oportunidad de alcanzar la vida en el nuevo sistema de cosas de Dios.
Mientras tanto, comenzaba a amanecer. Se abrió la puerta, y las dos personas que habían estado ayudando a los secuestradores salieron y trajeron bocadillos. Hubo quienes comieron, otros no. También nos dieron agua.
Según se efectuaban las ejecuciones, pensamos que las condiciones impuestas por los secuestradores debían ser muy altas para que los que estaban afuera no las aceptaran. También pensábamos que cualquiera de nosotros podría ser la siguiente víctima. Pero según transcurrían las horas, después del asesinato de la muchacha americana, empezamos a pensar que las condiciones deberían estar negociándose.
Hacia el mediodía, se abrió nuevamente la puerta del avión, llamaron a la otra muchacha americana y la mataron. Cuando esto ocurrió, temimos nuevamente que cualquiera de nosotros podría ser el próximo en ser ejecutado. Pero al hacerse de noche y ver que nadie más fue llamado, nos preguntábamos si tal vez ya se habían arreglado las cosas.
“¡Está demasiado tranquilo!”
Mientras transcurría el día, pensé para mí: ‘Es domingo y ahora estará presentándose el discurso público en nuestra congregación en el Pireo’. Hice una oración en silencio, como si estuviese en la reunión. Luego, cuando según mi reloj el discurso debió haber terminado, saqué la revista La Atalaya y me imaginé que estaba en el estudio de la congregación. Me vino al pensamiento el Salmo 118:6, en el que se dice que si Jehová está de nuestra parte, ¿por qué temer al hombre terrestre?
George Vendouris, mi joven ayudante que estaba detrás de mí, me dijo: “Jefe, sabía que usted era una persona tranquila, ¡pero es que está demasiado tranquilo!”.
“Mira hijo —contesté—, el problema que tenemos ahora es muy sencillo: o salimos con vida o morimos. Este problema no está en nuestras manos. Confía en Dios y si él permite que muramos, por algo será. De modo que, deja de preocuparte.”
“¿Por qué no me da usted algo para leer?”, dijo, y le di la revista La Atalaya.
A la hora en que el estudio debió terminar en el Pireo, la congregación en la que sirvo como anciano cristiano, hice otra oración poniéndome en las manos de Jehová y diciéndole que estaba preparado para aceptar lo que él permitiera que ocurriera.
Pensé en escribirle una breve nota a mi esposa: ‘Katie, e hijos míos: nos veremos en el Reino’. Pero al sacar la pluma para escribirla, pensé: ‘¿Qué estás haciendo? ¿Jugando a ser juez? ¿No has dicho antes que lo has puesto todo en manos de Jehová?’. Razoné que no tenía derecho a escribir una nota diciendo que iba a morir. Por consiguiente, guardé la pluma sin escribir nada.
Rescate y fuga
Súbitamente, a eso de las 8.30 de la noche, se escucharon ráfagas de ametralladora fuera del aparato. Entonces, se oyeron otros disparos provenientes de la parte trasera del avión, tal vez de los propios secuestradores. Nos tiramos al suelo. Seguidamente se oyó una explosión y se apagaron todas las luces.
Me dije a mí mismo: ‘Ahora que se han apagado las luces, podré marcharme’. Me incorporé, pero al hacerlo sentí una quemazón. Era algún tipo de gas, de modo que contuve la respiración. Oí que George decía: “¡Eh!, nos van a quemar”. Yo no podía hablar, de modo que procuré respirar lo menos posible a fin de sobrevivir.
Hacia donde yo miraba todo estaba oscuro. Pero entonces oí una voz: “Hacia el otro lado”. Me volví, y vi un rayo de luz, de modo que corrí en esa dirección. En unos instantes, me encontré ante una abertura. Puede que haya sido una salida de emergencia que daba a una de las alas. No recuerdo si salté al ala o me resbalé.
Lo próximo que recuerdo es que estaba tendido en el suelo y alguien estaba junto a mí sujetándome la cabeza. Me di cuenta de que estaba fuera del avión y que, seguramente, estos eran nuestros rescatadores.
Empecé a respirar de nuevo. Pero aunque corría aire fresco, yo tenía la impresión de que aún respiraba gas. Tuve esa sensación por varios días. Junto con otros que cayeron después de mí intentamos levantarnos, pero no se nos permitió. Así que, nos arrastramos a gatas hasta ocultarnos tras unas cajas. Allí nos registraron. Luego nos metieron en un automóvil y nos condujeron a un hospital.
Más tarde supimos que la mayoría de las casi 60 personas que murieron en el intento de rescate, aparentemente murieron a causa del humo de los explosivos que habían lanzado los comandos egipcios que asaltaron el avión. Lamentablemente, mi compañero George Vendouris estaba entre los que murieron.
En el hospital
Al llegar al hospital —el hospital de San Lucas— alguien gritó “¡Emergencia!”. Nos pusieron en camillas y un médico vino a ver lo que ocurría. Me dejaron en ropa interior y me condujeron a una de las salas. Estaba dolorido y tenía molestias en los ojos. Poco después, perdí la visión y empecé a gritar, de modo que vino un médico y me puso algo en los ojos.
Me vendaron y me dieron alimentación intravenosa. Me dieron un lavado de toalla y me pusieron inyecciones para calmar el dolor. Con mi escaso inglés, les dije que no quería que me pusieran sangre porque era testigo de Jehová. Alguien me informó que en la ambulancia que había ido al aeropuerto había un Testigo, un Testigo maltés. Él vino a hablarme después y me dijo: “No te preocupes, no te pondrán sangre”.
Finalmente, vino una doctora muy amable. Yo no la podía ver pero recuerdo su voz. Le pregunté si ella podía hacer una llamada a cobro revertido a mi casa e informarle a mi familia que estaba vivo. Estaba preocupado por ellos.
Vino alguien que, si mal no recuerdo, dijo ser el director del hospital. Me cogió de la mano y preguntó: “¿Cómo se llama usted?”. Le contesté. Después me enteré de que Testigos de la sucursal de la Sociedad Watch Tower en Grecia habían telefoneado y estaban esperando una respuesta. Por eso había venido el director del hospital para asegurarse de que yo estaba con vida y poder informárselo. Esto ocurrió el lunes al despuntar el día.
El martes, mi esposa y mi hijo vinieron a Malta. Cuando sentí su mano sobre la mía, supe que era mi esposa. La abracé y di gracias a Jehová. Mi hijo también estaba allí, así como el director de la empresa para la cual trabajo.
Durante todo este tiempo me estuvieron administrando oxígeno para que pudiera respirar. Además, una enfermera venía y me colocaba la cabeza boca abajo, dándome unos golpecitos para que echase la flema. Cuando pude recobrar la vista, pude ver que la flema era negra. Debió ser consecuencia de los gases. El miércoles me quitaron el vendaje, pero aún no podía soportar la luz.
Vinieron algunos periodistas ese día, pero el médico les ordenó que se marcharan. Mientras tanto, también había venido la policía para decirme que tenía que hacer una declaración. Luego me dijeron: “Usted conoce tantos detalles sobre lo ocurrido que podría escribir un libro”. Entonces vinieron un delegado del consulado y un abogado, y tomaron mi declaración en un magnetófono con la ayuda de un traductor.
Después, mi esposa y mi hijo abandonaron el hospital. Se quedaron en Malta con unos Testigos malteses hasta que yo estuviese suficientemente recuperado como para viajar, y pudiésemos marcharnos juntos de Malta. Estoy profundamente agradecido por haber sido uno de los pocos sobrevivientes de aquel espantoso secuestro del vuelo 648 de EgyptAir.—Según lo relató Elias Rousseas.
[Comentario en la página 6]
Sacó su pistola y disparó contra el secuestrador
[Comentario en la página 8]
Llamaron a la otra muchacha americana y la mataron
[Fotografía en la página 9]
Había perdido la vista y tenía mucho dolor
[Reconocimiento]
Reuters
[Fotografía en la página 10]
Mi esposa y mi hijo fueron a verme al hospital
[Reconocimiento]
Reuters