El mundo del espectáculo era mi dios
UN APLAUSO fuerte y prolongado era un sonido maravilloso para mí. Me levantaba el ánimo y hacía que las interminables horas de ensayo merecieran la pena. Era trapecista, y estaba embriagado por el éxito.
Parte de mi número consistía, además, en dar saltos mortales sobre elefantes, mantenerme de cabeza sobre una pértiga sostenida en equilibrio inestable encima de los hombros de otro equilibrista, realizar un complicado número malabar y arrancar las carcajadas del público haciendo de payaso.
Tenía 17 años de edad; han pasado cuarenta y cinco años desde entonces. Ahora me maravillo de ver lo que puede lograr un cuerpo joven y ágil con práctica disciplinada y un régimen de vida cuidadoso. De hecho, por más de veinte años el mundo del espectáculo era toda mi vida y mi dios.
Cómo llegué al circo
Nací en Kempsey (Nueva Gales del Sur, Australia) en el seno de una familia pobre. Las paredes de nuestra casa estaban hechas de sacos de maíz blanqueados, y el tejado, con trozos viejos de lata. Algunos años después, nos mudamos al sur, a Taree. Nuestra familia no era religiosa, aunque éramos miembros nominales de la Iglesia de Cristo.
En 1939 mi padre se alistó en el ejército, así que mamá puso en las maletas lo único que poseíamos, nuestra ropa, y se trasladó a Sydney conmigo y mis tres hermanas. Allí asistí a una escuela de acróbatas, y demostré tener una destreza natural sorprendente. En solo unos meses me convertí en un hábil acróbata. En 1946 me ofrecieron trabajo en un circo para prepararme como trapecista.
Casi todas las noches el circo actuaba en una ciudad diferente. Numeroso público acudía atraído por el hechizo de la gran carpa, ajeno, desde luego, a las peleas y borracheras que tenían lugar entre bastidores, y desconocedor también de la conducta moral relajada de muchos de los artistas a los que tanto admiraban.
Siempre andaba en fiestas y envuelto en peleas. Me alegro de que, al menos, nunca me atrajese la bebida. También procuraba no utilizar lenguaje obsceno, y no podía soportar que nadie dijera palabrotas delante de una mujer. En muchas ocasiones esa fue la causa de mis peleas.
En toda ciudad importante en la que actuábamos, se enviaba a alguien para que llevara pases gratuitos al sacerdote católico local y una donación para la Iglesia. Se suponía que aquello traería buena suerte y garantizaría la afluencia de público.
Cambio a los espectáculos de variedades
En 1952, algunos artistas de variedades me dijeron que la única manera de ganar más fama y dinero era trabajando en ese tipo de espectáculos. Así que emprendí varias giras de variedades. Durante una temporada trabajé en clubes nocturnos y finalmente en muchos de los teatros principales de Australia y Nueva Zelanda. Actuaba con artistas de renombre, y, al mismo tiempo, adquiría fama como malabarista y acróbata.
Pensaba que el cambio a los espectáculos de variedades había sido acertado, pero me molestaba que las fiestas, la inmoralidad y el exceso de alcohol fueran aún peores que en el circo. Además, entré en contacto con homosexuales y lesbianas, y también aparecieron en escena las drogas, aunque, afortunadamente, nunca llegué a utilizarlas.
En lo único en que pensaba era en ser famoso y mejorar mi número. El mundo del espectáculo y la adulación que recibía eran todo lo que deseaba. Me proporcionaban todo el estímulo necesario. Incluso decidí que nunca me casaría. No quería ninguna responsabilidad, pues me lo estaba pasando muy bien. El mundo del espectáculo era mi dios. No obstante, hasta los planes mejor preparados pueden frustrarse.
Matrimonio
Un día, mientras buscaba bailarinas con talento para un espectáculo de variedades ambulante, conocí a una de las chicas más bonitas que había visto en mi vida. Se llamaba Robyn. No solo bailaba ballet, sino que era una buena contorsionista. Para mi alegría, aceptó rápidamente el trabajo y llegó a ser mi compañera en un dúo que tuvo éxito. Cinco meses después, en junio de 1957, nos casamos. Durante los tres años siguientes trabajamos en clubes, salimos de gira con los espectáculos y actuamos en televisión.
Después de nuestra boda, nos aislamos todo lo que pudimos y evitamos al máximo las reuniones sociales con otros artistas. Incluso cuando actuábamos en clubes, me aseguraba de que Robyn no saliera del camerino hasta que tuviéramos que aparecer en escena. Los cómicos contaban chistes indecentes y algunos de los músicos utilizaban drogas. La mayoría de ellos bebían continuamente y empleaban lenguaje obsceno.
Trabajo en otros países
En 1960 nos ofrecieron un contrato para actuar en el extranjero. “Es nuestra gran oportunidad”, pensé. Sin embargo, entonces teníamos una hija, Julie, de la que ocuparnos. A pesar de todo, llevé a mi familia por el Lejano Oriente, viviendo entre maletas y realizando hasta cinco funciones por noche. Vivimos así durante más de un año, y después regresamos a Australia.
Para entonces ya habíamos conseguido un número de categoría internacional, y nuestras actuaciones eran muy solicitadas. No obstante, como Australia es un país relativamente poco poblado, las oportunidades eran muy limitadas. Por eso, en 1965 salimos de nuevo al extranjero. Para entonces, además de Julie, teníamos otra hija, Amanda. Durante los cinco años siguientes trabajamos en dieciocho países distintos.
Mi obsesión por ser el mejor fue la causa de que mi familia sufriera terriblemente. En una ocasión pagué a un guardaespaldas armado para que protegiera a las niñas, que se encontraban a tan solo sesenta metros de donde actuábamos. A menudo discutía con los propietarios de los clubes que querían que Robyn se sentara con los clientes para estimularlos a beber, pues sabía que aquellos juerguistas siempre esperaban algo más. Trabajábamos en clubes junto con mujeres que se desnudaban en el escenario, prostitutas y homosexuales, algunos de los cuales nos hacían proposiciones lascivas. Y los músicos de las bandas de rock solían estar drogados.
Durante las giras tenía mucho tiempo para hacer turismo de día. Siempre visitaba zoológicos, mezquitas, templos e iglesias, o presenciaba fiestas religiosas. En realidad, lo hacía por curiosidad, no por inclinación religiosa. Me asombraba ver que se adoraran tantas cosas diferentes. Había estatuas de hombres con cabeza de animal y animales con cabeza de hombre o de mujer. En un país, la gente adoraba incluso los genitales masculinos y femeninos, creyendo, al parecer, que así aumentaría la potencia sexual y reproductora de los adoradores.
En otro país, hombres y muchachos se golpeaban la espalda con cuchillos de tres filos hasta sangrar. El día que lo presencié, murieron tres hombres como consecuencia de la hemorragia. En una catedral muy conocida vi con disgusto el siguiente anuncio en los confesionarios: “Una confesión, 1 franco; dos confesiones, 2 francos; tres confesiones, 2,5 francos”. Me dije: “Si esto es la religión, que se la queden”.
Regreso a Australia
En 1968 enviamos a Julie a casa, pero todavía tardamos dieciocho meses en ahorrar lo suficiente para pagar los pasajes del resto de la familia. En 1970 regresamos a Australia con muy poco dinero o fama para lo mucho que habíamos trabajado. La mayor parte del dinero la habíamos gastado en vestuario, partituras, viajes, alojamientos y la mediación de representantes corruptos. Nuestras posesiones se limitaban a la tramoya de nuestros números y lo que cabía en las maletas.
Tras volver a Australia, amplié mis actividades y llegué a ser también representante teatral. Obtuve un contrato de payaso en una serie de televisión muy conocida llamada The Yellow House. Realicé los guiones y la producción de cuentos infantiles y números de payasos para varios clubes, además de seguir trabajando con Robyn en nuestro número. El mundo del espectáculo seguía siendo mi dios. Robyn y las niñas comenzaron a sufrir; era como si no tuvieran padre ni esposo.
Interviene la religión
Un día, mi suegra, que vivía por entonces con nosotros, le enseñó a Robyn el libro La verdad que lleva a vida eterna. “Léelo —le dijo—, habla de religión, pero es diferente.” Robyn no quiso; le dijo que después de lo que habíamos visto en el extranjero, no tenía ningún interés en la religión. Sin embargo, su madre no se dio por vencida. Estuvo una semana detrás de ella insistiéndole para que leyera el libro. Por fin, Robyn cedió, más que nada por complacerla.
Fue como si sus ojos se abrieran de repente, explicó ella después. Estaba tan impresionada por las respuestas a tantas de sus preguntas, que quería saber más. Dos semanas después, su madre hizo planes para que dos Testigos nos visitaran. Tras un par de visitas, nos invitaron a una de sus asambleas, que se iba a celebrar cerca de allí. Accedí a ir no muy convencido, pero me impresionó tanto que comenzamos a asistir a las reuniones en el Salón del Reino.
Pese a todo, el mundo del espectáculo continuaba siendo mi dios, por lo que enseguida me di cuenta de que no tenía futuro con los Testigos. Sin embargo, Robyn deseaba seguir aprendiendo las verdades bíblicas aunque yo no lo hiciera. Estaba furioso. Pensaba: “¿Qué derecho tienen estas personas a interponerse entre nosotros y llenarle la cabeza a mi mujer de basura religiosa?”.
Mis amenazas de romper el matrimonio no sirvieron de nada. Robyn se mantuvo firme y continuó estudiando. Hasta empezó a predicar sus creencias de casa en casa. La gota que colmó el vaso llegó cuando me dijo que quería bautizarse y convertirse en una Testigo dedicada. Sin embargo, le aconsejaron esperar hasta que dejase de trabajar en el mundo del espectáculo.
Pensé: “¡Ajá!, he ganado. No lo conseguirán. Ella nunca dejará su número”. Pero me equivoqué. Robyn me dio un año de plazo, después del cual abandonaría el número. Me reí pensando que jamás dejaría algo que le gustaba tanto, pero volví a equivocarme. Un año después dejó el mundo del espectáculo y se bautizó al mismo tiempo que su madre y nuestra hija Julie.
Me opongo a la verdad
Después de aquello, insultaba a Robyn y le decía que me había abandonado, que yo no le importaba. “El mundo del espectáculo es toda mi vida. No sé hacer ninguna otra cosa —me lamentaba—. Tienes la culpa de todos mis problemas.” Incluso amenacé con golpear a los Testigos, a los que acusaba de haber desbaratado nuestro número y ser la causa de todas nuestras dificultades.
Robyn empezó a dejar revistas bíblicas por la casa con la esperanza de que yo las leyera. Pero no sirvió de nada, así que dejó de hacerlo. Sin embargo, nunca se cansó de orar a Jehová para que yo aprendiera la verdad de alguna manera y todos estuviéramos juntos como familia en el nuevo mundo.
Con el tiempo, comencé a permitir que los Testigos visitaran nuestra casa, y a veces me dejaba convencer por las niñas para asistir a alguna reunión. Pero criticaba todo lo que oía, si bien reconocía en mi interior que las personas que veía en el Salón del Reino —de muchas nacionalidades: árabes, griegos, italianos, ingleses y australianos— parecían llevarse muy bien. Siempre eran amigables, y nadie usaba lenguaje obsceno ni hablaba de temas inmorales.
Un verdadero cristiano me ayuda
Por fin decidí estudiar la Biblia de forma regular con Ted Wieland, un hombre sorprendentemente amable y humilde. Trabajaba en Betel, la sucursal de los testigos de Jehová. Cierto día que le estaba haciendo pasar un mal rato a Robyn, Ted me dijo que le acompañara al automóvil, abrió el maletero y me regaló una caja de mangos. Los mangos son mi fruta favorita, pero no creo que él lo supiera. Hizo esto durante semanas: cada vez que nos visitaba, llevaba una caja de mangos. Un día abrió el maletero para sacar lo que yo pensaba que sería la caja de fruta acostumbrada, se dio la vuelta tranquilamente y me dijo: “¿Te importaría colgar esto en la pared?”. Era el texto bíblico del año, que los Testigos suelen exhibir en sus casas. ¿Qué podía decir? Lo colgué en la pared.
A medida que mi estudio bíblico con Ted avanzaba, él me mostraba con la Biblia que el mundo del espectáculo no ofrece un futuro verdadero. La única esperanza segura de un futuro feliz —me explicaba— era el cumplimiento de las profecías bíblicas respecto al Reino por el que Cristo nos enseñó a orar. (Mateo 6:9, 10.) Aunque todavía tenía contratos que cumplir, empecé a asistir con regularidad a las reuniones de congregación. Me matriculé en la Escuela del Ministerio Teocrático e incluso comencé a participar en el ministerio de casa en casa.
Empecé a darme cuenta de que el mundo del espectáculo no tenía cosa alguna que ofrecer. No había ganado nada en sentido material durante todos los años dedicados a lo que había sido mi dios. Mi familia había sufrido recorriendo el mundo con las maletas a cuestas. Es más, el espectáculo casi había roto mi matrimonio. Pero en ese momento el Soberano del Universo me ofrecía la oportunidad de vivir para siempre en una tierra paradisíaca bajo la gobernación de su Reino.
Así que tomé la decisión más importante de mi vida. Al terminar mis contratos, corté definitivamente toda relación con el mundo del espectáculo. No volví a visitar un club ni a relacionarme con los que hacían del espectáculo su forma de vida. Ted repasó conmigo las preguntas para los candidatos al bautismo. Sin embargo, murió poco antes de mi bautismo, el 26 de julio de 1975. Anhelo volver a reunirme con aquel hombre maravilloso cuando resucite en el nuevo mundo. (Juan 5:28, 29.)
Bendiciones abundantes
Jehová nos ha dado mucho más de lo que recibimos en todos los años que estuvimos en el mundo del espectáculo. Nos ha librado de aquel ambiente corrupto e inmoral. Ha recompensado las oraciones de mi fiel esposa, que jamás dejó de apoyarme. Nos ha bendecido al permitir que tanto la madre de mi esposa como nuestras dos hijas mayores y sus esposos estén activos en el ministerio cristiano. Nuestra hija menor, Letitia, y el mayor de nuestros tres nietos, Micah, son publicadores no bautizados de las buenas nuevas. Jehová me ha bendecido también con el privilegio de servir de anciano en la congregación cristiana.
Robyn y yo nunca podremos pagarle a Jehová todo lo que ha hecho por nosotros, pero podemos advertir a otros, sobre todo a los más jóvenes, de los peligros del mundo del espectáculo y el entretenimiento indebido. Por nuestra experiencia personal podemos prevenirles de la tristeza que emana de la inmoralidad, las drogas, el abuso de la bebida, la música impropia y las canciones que realzan las relaciones sexuales ilícitas, así como de los peligros de asistir frecuentemente a clubes o conciertos de rock. Todas estas cosas forman parte de un mundo que está completamente controlado por Satanás el Diablo. (2 Corintios 4:4.)
Es fácil quedar atrapado por el lazo del culto a Satanás sin darse apenas cuenta, como cuando hice del mundo del espectáculo mi dios. Ahora, sin embargo, mi esposa y yo nos alegramos de estimular a los más jóvenes a adorar a Jehová, el único Dios que puede satisfacer todos los deseos del corazón, el Dios que realmente se preocupa por nosotros en todo respecto.—Relatado por Vivian A. Weekes.
[Fotografía en la página 14]
La muchacha con la que me casé era contorsionista
[Fotografía en la página 15]
Robyn y yo en la actualidad