Una bala cambió mi vida
LO MEJOR que los padres pueden hacer por sus hijos es enseñarles acerca de su Creador e inculcarles el deseo de servirle. La tragedia que me ocurrió cuando solo era una adolescente me ha ayudado a comprender esta verdad.
Antes de relatar lo sucedido —hace ya más de veinte años—, permítame contarle un poco sobre mi crianza, en el sur de Estados Unidos, pues esta ha repercutido directamente en la manera como he superado terribles adversidades.
Factores que moldearon mi vida
Nací en enero de 1955 en Birmingham (Alabama, E.U.A.) —parte del llamado Deep South [los estados del sureste del país], donde existía una intensa política segregacionista—. Cuando tenía 8 años, no muy lejos de casa estalló una bomba que destruyó una iglesia durante la clase dominical. Los niños negros, muchos más o menos de mi edad, salieron corriendo y gritando despavoridos. Algunos sangraban y se quejaban de dolor. Cuatro murieron, asesinados por personas blancas.
Desgracias como esta no eran incidentes aislados en el Sur. El siguiente verano, tres defensores de los derechos civiles fueron asesinados en el estado de Misisipí. Eran tiempos espantosos, llenos de disturbios raciales que nos afectaban a todos.
Mi madre era testigo de Jehová, y mi padre llegó a serlo en 1966. En poco tiempo, toda la familia estuvo participando en comunicar a los vecinos la esperanza bíblica de un nuevo mundo de paz. (Salmo 37:29; Proverbios 2:21, 22; Revelación [Apocalipsis] 21:3, 4.) A finales de los sesenta, durante los meses veraniegos, íbamos todos los sábados a territorios fuera de Birmingham, donde la población nunca había oído hablar de los testigos de Jehová ni del mensaje del Reino que proclamábamos. Ni siquiera sabían el nombre de Dios, Jehová. (Salmo 83:18.) En aquellos tiempos difíciles, yo realmente disfrutaba hablando a otros del propósito de Jehová de reemplazar este viejo mundo corrupto por un paraíso terrenal. (Lucas 23:43.)
Me pongo una meta en la vida
Simbolicé mi dedicación a Jehová por medio del bautismo en diciembre de 1969, y le oré expresándole mi deseo sincero de seguir la carrera de ministra de tiempo completo (precursora). Unas semanas más tarde, mi padre fue enviado a ayudar a la pequeña congregación de Adamsville, a unos cuantos kilómetros de Birmingham. El cambio de territorio intensificó mi deseo de ser precursora. Durante la secundaria, siempre que podía, servía de precursora temporera, lo que significaba que dedicaba un mínimo de setenta y cinco horas al ministerio cada mes.
Decidí aprender un oficio que me permitiera iniciar el ministerio de tiempo completo al terminar la secundaria. Pero el último año surgió una situación que supuso un reto para mí. Yo figuraba en el grupo de alumnos sobresalientes. Cierto día me llevaron a una universidad cercana para someterme a unas pruebas académicas, después de lo cual la consejera escolar me llamó a su oficina. Esta estaba muy emocionada. “¡Les has ganado a todos! —exclamó—. ¡Puedes entrar en la universidad que elijas!” Ella quería que empezara a llenar las solicitudes para una beca cuanto antes.
Aquello me desconcertó, pues no me lo esperaba. Inmediatamente le expliqué mis planes de ser ministra de tiempo completo y ganarme el sustento mediante un empleo. Incluso le dije que más adelante podría ser misionera en un país extranjero, como han hecho otros jóvenes Testigos. Pero, como si no me hubiera oído, me sugirió especializarme en ciencias, y agregó que si asistía a una de las universidades de la ciudad, ella se encargaría de conseguirme trabajo en un instituto científico.
“Deja tu religión para los fines de semana, Gloria —me dijo—. Tus padres seguirán estando orgullosos de ti.” Me dolió mucho que pensara que mi meta se debía a que mis padres me incitaban. Me hizo sentir presionada, como si le estuviera volviendo la espalda a la entera raza negra por rechazar esta magnífica oportunidad. A pesar de todo, me mantuve firme. Después de graduarme, en lugar de ir a la universidad, empecé a trabajar de tiempo parcial como secretaria.
Traté inútilmente de conseguir una compañera para el precursorado. Cuando el superintendente viajante visitó nuestra congregación, le mencioné mi problema. “No necesitas una compañera”, respondió. A continuación, elaboró un horario que me permitiría ejecutar mi trabajo seglar y a la vez ser precursora. Me pareció perfecto. Estaba tan contenta que fijé el 1 de febrero de 1975 como la fecha en que empezaría.
Sin embargo, poco después, el 20 de diciembre de 1974, me hirió una bala perdida mientras volvía de una tienda a casa.
Al borde de la muerte
Tendida en el suelo, vi que estaba desangrándome. Pensé que iba a morir. Le rogué a Jehová que me concediera vivir lo suficiente para ayudar a mi madre a comprender que un accidente tan terrible puede acaecerle incluso a una familia totalmente dedicada a su servicio. Aun cuando conocíamos el texto bíblico que dice que “el tiempo y el suceso imprevisto les acaecen a todos”, me parecía que no estábamos preparados para afrontar esta tragedia. (Eclesiastés 9:11.)
La bala penetró por el lado izquierdo del cuello y me destruyó varios nervios de la médula espinal, afectándome la respiración y el habla. Me dieron dos días de vida; luego “dos semanas”. Pero seguí viviendo. Cuando contraje neumonía, me transfirieron a un respirador más complejo. Con el tiempo mi condición se estabilizó, y comenzaron los planes de rehabilitación.
Aflicciones de la rehabilitación
No me sentí abatida durante las primeras semanas, pero sí algo aturdida. En el Spain Rehabilitation Center de Birmingham me trataron con mucha amabilidad y pusieron gran empeño en ayudarme. Por el personal me enteré de que los médicos me habían diagnosticado parálisis total de por vida. Fui clasificada cuadripléjica a nivel C2, lo que significaba que pasaría el resto de mi vida conectada a un respirador, sin poder comunicarme más que con susurros.
Los médicos me insertaron una cánula en la tráquea para que respirara. Más tarde, el neumólogo la reemplazó por una más delgada para ver si me dejaba hablar, pero no se operó ningún cambio. Esto los llevó a concluir que mi imposibilidad de hablar se debía a una lesión nerviosa. Para entonces empecé a deprimirme. Nada de lo que me decían me consolaba; hasta las palabras amables me caían como un insulto. Lloraba mucho.
Sabía que si algo perjudicaba la espiritualidad de uno, había dos ayudas disponibles: la oración constante a Jehová y la participación activa en el ministerio, comunicar a otros las verdades bíblicas. (Proverbios 3:5.) Pues bien, orar era fácil; eso podía hacerlo. Pero ¿cómo estar más activa en el ministerio en mi condición?
Pedí a mis familiares que me trajeran ejemplares de las revistas La Atalaya y ¡Despertad! y otras ayudas para el estudio bíblico que utilizábamos en el ministerio, como La verdad que lleva a vida eterna, Verdadera paz y seguridad... ¿de qué fuente? y ¿Es esta vida todo cuanto hay?, y que las pusieran en varios lugares de la habitación. Los empleados me miraban con compasión y me preguntaban: “¿Se te ofrece algo?”.
Entonces yo señalaba con la vista a una de las publicaciones y, moviendo los labios, les pedía que me la leyeran. Contaba el tiempo que pasaban leyéndomelas como parte de mi ministerio. Muchas veces, en señal de gratitud, les regalaba el libro o la revista, y lo informaba como publicaciones colocadas. Si alguien me leía por segunda vez, era una revisita. Esta forma de participar en el servicio me mantenía animada, lo mismo que las tarjetas, las flores y las visitas que recibía de muchos de mis hermanos cristianos.
Al cabo de varios meses de rehabilitación podía mover la cabeza solo un poco. Determinada a conseguir mayor movilidad, solicité más tiempo de terapia física y ocupacional. Cuando pedí que me pusieran en una silla de ruedas, me dijeron que era imposible porque no podría sostener la cabeza lo suficientemente alta como para sentarme. Les rogué que lo intentaran de todos modos.
Con la aprobación de los médicos, la terapeuta a cargo me ayudó a sentarme en una silla de ruedas. Me envolvieron con vendas elásticas del pecho a la cintura, los muslos y de las rodillas a los pies. Parecía una momia. Con esta medida precautoria buscaban mantener la presión arterial estable y evitarme un shock. ¡Funcionó! Aun así, solo me permitían permanecer sentada una hora cada vez. Pero al menos me sentaba, después de haber permanecido totalmente postrada durante cincuenta y siete días.
¡Por fin en casa!
Finalmente, en mayo de 1975, después de cinco largos meses, me quitaron la cánula traqueal y me dieron de alta. Seguí yendo al centro de rehabilitación para recibir tratamiento. A principios del verano de aquel año comencé a participar en el ministerio cristiano en silla de ruedas. Aunque no podía hacer mucho, por lo menos estaba con mis amigos.
A comienzos de 1976 me llamaron del VRS (siglas en inglés para Servicios de Rehabilitación Vocacional), la entidad que financiaba mi programa de rehabilitación. Yo creía que estaba progresando, pues estaba aprendiendo a pintar con un pincel entre los dientes, a mecanografiar sosteniendo una varilla del mismo modo e incluso a escribir así con un lápiz. En vista de que el VRS costeaba la mayor parte del tratamiento, querían ayudarme a encontrar un empleo y a ser un miembro útil de la sociedad.
El asesor me pareció considerado al principio, pero luego comenzó a pedirme que intentara hablar más alto. Para ese tiempo solo podía emitir algo más que un susurro. Después me preguntó: “¿No puedes sentarte erguida?”.
No podía.
“Mueve aunque sea un dedo”, me dijo.
Cuando vio que ni siquiera eso podía hacer, tiró el lápiz sobre el escritorio y exclamó frustrado: “¡No sirves para nada!”.
Me enviaron de vuelta a casa y me dijeron que esperara la llamada del asesor. Entendía su dilema. Hasta entonces, ninguno de los pacientes del Spain Rehabilitation Center había tenido impedimentos tan graves como los míos. El costo del equipo era elevadísimo y el encargado de tomar las decisiones no tenía pautas que le indicaran qué hacer con una paciente tan limitada como yo. Con todo, me dolió que me dijeran que no servía para nada, pues ya había comenzado a sentirme así.
A los pocos días me informaron por teléfono que quedaba excluida del programa. Me sentí abandonada. La depresión volvió a apoderarse de mí.
Me sobrepongo a la depresión
Pensé entonces en Salmo 55:22, que dice: “Arroja tu carga sobre Jehová mismo, y él mismo te sustentará”. Una de mis preocupaciones era la carga económica que llevaban mis padres, de modo que oré sobre el particular.
La depresión repercutió en mi condición física. Durante la asamblea de distrito de aquel verano fui incapaz de sentarme, y tuve que escuchar el programa acostada. En aquella asamblea de 1976 se introdujo lo que conocemos como el precursorado auxiliar, el cual llamó mi atención. Consistía en dedicar únicamente sesenta horas mensuales al ministerio, un promedio de solo dos horas al día. Me pareció que podía hacerlo, de modo que pedí a mi hermana Elizabeth que me ayudara. Al principio pensó que yo estaba bromeando, pero cuando entregué la solicitud para ser precursora durante el mes de agosto, ella también entregó la suya.
Elizabeth se levantaba temprano y atendía todas mis necesidades personales. Luego comenzábamos a dar testimonio por teléfono. Llamábamos a las personas y conversábamos con ellas sobre las bendiciones que Dios tiene reservadas para la gente bajo el gobierno de su Reino. Además, escribíamos cartas, sobre todo a quienes necesitaban consuelo. Los fines de semana, mi familia o mis amigos me llevaban en silla de ruedas al ministerio de casa en casa. Por supuesto, con las extremidades paralizadas, solo podía hablar del mensaje del Reino, citar textos bíblicos o pedir a alguien que leyera de la Biblia.
El último día del mes aún me faltaban seis horas para alcanzar las sesenta requeridas. Como Elizabeth no me podía ayudar, pedí a mi madre que me levantara el espaldar de la silla de ruedas para sentarme erguida. Luego, con una varilla en la boca, pasé seis horas escribiendo cartas a máquina. No hubo efectos adversos, pero sí terminé exhausta.
La respuesta a mi oración
A la semana siguiente fui al Spain Rehabilitation Center para un chequeo, sentada derecha en la silla de ruedas. El médico, que no me había visto desde que había sido excluida del programa a comienzos de año, se quedó asombrado. No podía creer que hubiera progresado tanto. “¿Qué has estado haciendo?”, me preguntó. Antes de que siquiera terminara de contarle sobre mi ministerio, me ofreció un empleo.
Cuando su asistenta me entrevistó, se impresionó mucho al conocer mis logros en el ministerio. Me pidió que participara en un programa modelo en el que tendría que ayudar a otra paciente. “Al fin y al cabo, eso es lo que hacen en su religión, ¿no?”, dijo la asistenta refiriéndose a nuestro ministerio. Me asignaron a ayudar a una paciente casi tan impedida como yo.
De alguna manera, el VRS se enteró de los logros que estaba obteniendo en el ministerio con la ayuda de mi familia. Aquello los impresionó tanto que recomendaron mi readmisión en el programa. Ello significaba que mi familia recibiría dinero para pagar el equipo y los cuidados especiales que requería para llevar a cabo mi actividad. Sentí que Dios había contestado mis oraciones.
Mi condición se estabiliza
Mi recuperación física ha sido tal que puedo levantar la cabeza, girarla e incorporarme. Gracias a Dios recuperé prácticamente la totalidad del habla. Con la ayuda de una varilla puedo escribir, mecanografiar, manejar un teléfono con altavoz y pintar. Algunos de mis cuadros han aparecido en exposiciones de pinturas hechas con la boca. Me desplazo en una silla de ruedas motorizada que controlo con la barbilla. Como mi furgoneta está equipada con un aparato para subir la silla, pueden llevarme prácticamente a todo sitio adonde desee ir.
He sufrido muchas afecciones respiratorias; la neumonía es una amenaza constante. Algunas noches tienen que ponerme oxígeno. En 1984 casi muero a consecuencia de las complicaciones de una infección. Tuve que ingresar en el hospital varias veces. Pero de entonces acá he mejorado de salud. A partir de 1976 me las arreglé para ser precursora auxiliar una o dos veces al año. Pero aún no me sentía realizada. Seguía pensando en los planes que tenía de joven y que aquella bala había interrumpido.
Alcanzo mi meta
Por fin, el 1 de septiembre de 1990 ingresé en el grupo de los precursores de tiempo completo, realizando así el deseo que tuve desde niña. Durante los meses de invierno, cuando hace mucho frío, doy testimonio por carta o por teléfono. Cuando la temperatura sube, también participo en el ministerio de casa en casa. Conduzco estudios bíblicos todo el año desde casa por medio del teléfono.
Anhelo de toda alma que llegue el tiempo maravilloso cuando, en el Paraíso terrenal, Cristo Jesús y Jehová Dios me liberen de esta silla de ruedas. Doy gracias a Jehová todos los días por sus promesas de que disfrutaremos de salud perfecta y podremos ‘trepar como lo hace el ciervo’. (Isaías 35:6.) En ese tiempo correré hasta que recupere el tiempo perdido, y también aprenderé a montar a caballo.
Mientras espero que llegue ese día, ya siento una dicha indescriptible al estar en el pueblo feliz de Jehová y al participar al máximo en el ministerio.—Relatado por Gloria Williams.
[Fotografía en la página 16]
Mis cuadros han aparecido en exposiciones de pinturas hechas con la boca
[Fotografías en la página 15]
Mi ministerio cristiano: de casa en casa, por teléfono, por carta