Me regí por la fe en un país comunista
RELATADO POR ONDREJ KADLEC
EN EL verano de 1966, mientras servía de guía a un grupo de turistas en Praga (Checoslovaquia), mi ciudad natal, el fervor que sentía por mi nueva religión me impulsó a hablarles de Dios a la vez que les mostraba nuestras impresionantes iglesias y los demás edificios religiosos.
“¿Es testigo de Jehová?”, me preguntó un profesor de Economía.
“No —repliqué—. Nunca he oído hablar de los testigos de Jehová. Soy católico.”
Cómo llegué a creer en Dios
Mis padres se destacaron en la educación, la política y la medicina. Un año después de mi nacimiento en 1944, cuando terminó la II Guerra Mundial, mi padre se hizo comunista; de hecho, fue uno de los fundadores del movimiento reformista comunista. En 1966 fue nombrado rector de la Universidad de Economía de Praga, y dos años después, Ministro de Educación de Checoslovaquia, a la sazón país comunista y ateo.
Mi madre, mujer de gran talento e intachable honradez, era la oftalmóloga de mayor prestigio de la nación. Aun así, empleaba sus conocimientos para ayudar de forma gratuita a los necesitados. Decía: “Todos nuestros dones deben ponerse al servicio de la comunidad y la nación”. Cuando nací, ni siquiera pidió licencia por maternidad a fin de seguir trabajando en su clínica.
Era de esperarse que yo destacara en la escuela. Mi padre me preguntaba: “¿Hay algún alumno que te aventaje?”. Llegó a gustarme la competencia, pues con frecuencia ganaba premios por mi aprovechamiento escolar. Aprendí ruso, inglés y alemán, y viajé mucho dentro y fuera del bloque comunista. Me encantaba refutar las ideas religiosas tildándolas de supersticiones ridículas. Aceptaba los postulados del ateísmo, pero detestaba su aplicación al ámbito de la política.
En un viaje que realicé a Inglaterra en el año de 1965, cuando apenas tenía 21 años, algo me impactó enormemente: Conocí a personas que defendían su creencia en un Ser Supremo con convicción y lógica. Cuando regresé a Praga, un conocido que era católico me dijo: “No leas sobre el cristianismo; lee la Biblia”. Seguí su recomendación. Me tomó tres meses leerla.
Lo que más me impresionó fue la forma en que los escritores de la Biblia presentaron su mensaje. Fueron sinceros y autocríticos. Me convencí de que el maravilloso futuro del que hablaron solo podría ser previsto y realizado por un Dios real.
Después de leer la Biblia y meditar en ella durante algunos meses, concluí que debía hablar de mi decisión a mi padre y a mis amistades, aunque sabía que pondrían en entredicho mi nueva fe. Después de hacerles frente me convertí en un proselitista muy activo. Todo el que estuviera cerca de mí —como el profesor estadounidense que mencioné al principio—, tenía que escuchar mis ideas. Hasta colgué un crucifijo sobre la cabecera de mi cama para que todos supieran de mi fe.
Mi madre, por su parte, pensaba que yo difícilmente podía ser cristiano, pues no era diferente de mi padre, un comunista muy activo, pero eso no me desanimó. Leí la Biblia por segunda y tercera ocasión. Entonces me di cuenta de que necesitaba orientación para progresar.
Mi búsqueda se ve recompensada
Me acerqué a la Iglesia Católica. Un sacerdote joven se interesó en enseñarme principalmente las doctrinas de la Iglesia, las cuales acepté sin reservas. Después, en 1966 —para vergüenza de mi padre—, fui bautizado. El cura me roció agua, y después me aconsejó que leyera la Biblia, pero añadió: “El Papa ya aceptó la teoría de la evolución, así que no te preocupes: hay que separar el trigo de la paja”. Me sorprendió mucho que se pusiera en tela de juicio el libro que era el fundamento de mi fe.
En aquel entonces, el otoño de 1966, comenté mis creencias a un amigo que pertenecía a una familia católica. Él también conocía la Biblia, y me habló del Armagedón. (Revelación [Apocalipsis] 16:16.) Dijo que había entrado en contacto con los testigos de Jehová, de quienes oí hablar un par de meses antes, en la gira turística que mencioné al principio. No obstante, pensé que solo eran un grupo insignificante en comparación con mi poderosa, rica y enorme Iglesia Católica.
En aquella conversación hablamos de tres temas candentes. El primero: ¿Es la Iglesia Católica la sucesora del cristianismo del siglo primero? El segundo: ¿A qué debía considerarse la máxima autoridad, a la Iglesia o a la Biblia? Y el tercero: ¿Es verdad el relato de la creación, o la teoría de la evolución?
Como ambos creíamos en la Biblia, a mi amigo no le fue difícil convencerme de que las doctrinas de la Iglesia Católica diferían mucho de las de los primeros cristianos. Aprendí, por ejemplo, que hasta fuentes católicas reconocen que la doctrina central de la Trinidad no se fundamenta en las enseñanzas de Jesucristo y los apóstoles.
Eso nos llevó a otra cuestión relacionada: ¿Cuál debía ser nuestra principal autoridad? Le cité la máxima de San Agustín: “Roma locuta est; causa finita est”, que quiere decir “Roma ha hablado; la cuestión está zanjada”. Pero él sostuvo que la Palabra de Dios, la Biblia, debía ser la autoridad suprema. Tuve que concordar con las palabras del apóstol Pablo: “Sea Dios hallado veraz, aunque todo hombre sea hallado mentiroso”. (Romanos 3:4.)
Finalmente me mostró las gastadas páginas mecanografiadas del folleto La evolución contra el nuevo mundo. Los testigos de Jehová, proscritos en Checoslovaquia desde finales de los cuarenta, elaboraban copias de las publicaciones y las distribuían con mucha cautela. Cuando lo leí supe que contenía la verdad. Mi amigo empezó a darme clases de la Biblia. En cada sesión repasábamos varias páginas del libro “Sea Dios veraz”, y las examinábamos juntos.
Poco después de comenzar estas sesiones, en la época navideña de 1966, unos amigos de Alemania Occidental vinieron a Praga a visitarme. En una de nuestras conversaciones llamaron despectivamente a los cristianos hipócritas belicistas. “Como soldados de la OTAN, pelearíamos contigo, que profesas ser cristiano en un país integrante del Pacto de Varsovia”, dijeron. Luego añadieron: “Es mejor ser cínico que hipócrita”. Pensé que tenían razón, así que en el siguiente estudio le pregunté a mi amigo cómo veían los cristianos auténticos la guerra y el entrenamiento militar.
Decisiones que tuve que tomar
La clara explicación me dejó atónito. Amoldarme al precepto bíblico de ‘batir las espadas en rejas de arado’ cambiaría drásticamente mi vida y mi carrera. (Isaías 2:4.) Al cabo de cinco meses terminaría la carrera de medicina, y después tendría que realizar el servicio militar. ¿Qué debía hacer? Me sentí aturdido, de modo que le oré a Dios.
Después de meditar detenidamente en la situación, no vi ninguna razón para eludir la obligación cristiana de ser un hombre de paz. Cuando me gradué de la universidad decidí aceptar un puesto en cierto hospital hasta que se me sentenciara como objetor de conciencia, pero entonces aprendí lo que dice la Biblia en cuanto a abstenerse de sangre. Consciente de que en este empleo me involucraría en transfusiones de sangre, opté por renunciar. (Hechos 15:19, 20, 28, 29.) Esta decisión hizo que mi reputación cayera por los suelos.
Mi padre, después de cerciorarse de que no estuviese tratando de causar problemas para arruinar su carrera política, logró que me concedieran la prórroga de un año para rendir servicio militar. Aquel verano de 1967 fue muy difícil para mí. Considere mi situación: Era un estudiante de la Biblia cuyo instructor, el único Testigo que conocía, estaba fuera durante las vacaciones de verano. Solo me había dejado algunos capítulos del libro “Sea Dios veraz” para mi estudio personal. Estos, y la Biblia, eran mis únicas fuentes de guía espiritual.
Más tarde conocí a otros Testigos, y el 8 de marzo de 1968 simbolicé mi dedicación a Jehová Dios mediante el bautismo. Al año siguiente me ofrecieron un curso de posgrado de dos años en la Universidad inglesa de Oxford. Hubo quienes me recomendaron que lo aceptara y fuera a aquel país, pues los Testigos no estaban proscritos allí y podría progresar espiritualmente. A la vez, tendría oportunidad de prepararme en una buena carrera profesional. Sin embargo, como mencionó un anciano cristiano, mis servicios no serían tan útiles en Inglaterra como en Checoslovaquia. Así que dejé pasar esa oportunidad de adquirir una mayor educación seglar y permanecí en Checoslovaquia para colaborar en la predicación clandestina.
En 1969 se me invitó a la Escuela del Ministerio del Reino, que presentaba información especial para los superintendentes cristianos. Ese mismo año gané una beca por ser el mejor farmacólogo joven de Checoslovaquia, lo que me permitió asistir a la convención de la Asociación Internacional de Farmacología en Suiza.
Un científico cambia de parecer
En 1970 escuché una conferencia del científico Frantis̆ek Vyskočil, en la que explicó el complicado mecanismo de transmisión de impulsos nerviosos. Expresó que en los organismos cada necesidad recibía una extraordinaria solución. “La Naturaleza, esa maga, sabe como lograrlo”, dijo.
Cuando terminó la conferencia, me acerqué a él y le pregunté: “¿No le parece que Dios debería recibir el reconocimiento por la maravillosa complejidad de los seres vivos?”. Puesto que era ateo, mi pregunta le sorprendió. Contestó planteando diversas preguntas como “¿de dónde proviene la maldad?” y “¿quién tiene la culpa de que tantos niños queden huérfanos?”.
Cuando le di respuestas lógicas basadas en la Biblia, su interés aumentó. Pero entonces preguntó por qué la Biblia no suministra información científica específica, como la descripción de una célula, a fin de que todos reconozcamos fácilmente al Creador como su Autor. “¿Qué es más difícil —le pregunté—, describir o crear?” Entonces le dejé el libro ¿Llegó a existir el hombre por evolución, o por creación?
Tras una lectura superficial, Frantis̆ek lo catalogó de simplista e incorrecto. Criticó también lo que menciona la Biblia sobre la poligamia, el adulterio de David y la muerte que este tramó de un hombre inocente. (Génesis 29:23-29; 2 Samuel 11:1-25.) Rebatí sus argumentos recalcando que la Biblia relata con honradez los errores y los pecados rotundos que hasta los siervos de Dios cometieron.
Por último, en una de nuestras conversaciones le dije que si uno carece del motivo correcto, si adolece de falta de amor por la verdad, no habrá argumento ni razonamiento que pueda convencerlo de la existencia de Dios. Cuando estaba a punto de retirarme, me detuvo y me pidió que estudiáramos la Biblia. Dijo que volvería a leer el libro, pero esta vez sin prejuicios. Después de eso, su actitud cambió diametralmente, como se percibe en esta cita que incluye en una de sus cartas: “La altivez del hombre terrestre tiene que inclinarse, y la altanería de los hombres tiene que ser rebajada; y solo Jehová tiene que ser puesto en alto en aquel día”. (Isaías 2:17.)
En el verano de 1973, Frantis̆ek y su esposa se bautizaron como testigos de Jehová, y hasta la fecha él es anciano en una de las congregaciones de Praga.
Predico en la clandestinidad
Durante la proscripción se nos advirtió que fuéramos muy precavidos en el servicio del campo. En cierta ocasión, un joven me pidió que predicara con él. Dudaba que quienes dirigen la organización de los testigos de Jehová realmente participaran en el ministerio. Tuvimos muy buenas conversaciones en la predicación informal. Sin embargo, nos topamos con un hombre que, sin saberlo nosotros en ese momento, reconoció mi cara en un álbum fotográfico de la policía secreta. Aunque no se me arrestó en esa ocasión, pasé a estar bajo estrecha vigilancia oficial, lo que redujo mi eficiencia en la predicación clandestina.
En el verano de 1983 organicé, como tenía por costumbre, un grupo de Testigos jóvenes para dedicar algunos días a dar el testimonio informal en una zona aislada del país. Pasando por alto un consejo prudente, utilicé mi auto porque era más cómodo que el transporte público. Cuando nos detuvimos brevemente a comprar unas cosas, lo dejé estacionado enfrente de la tienda. Mientras pagaba los artículos, señalé a unos trabajadores jóvenes y le dije a una empleada de mayor edad: “En el futuro, todos podríamos ser jóvenes”. Como ella sonrió, proseguí: “Pero eso no está al alcance del hombre, necesitamos ayuda de arriba”.
Como no vi ninguna respuesta, me retiré. No me di cuenta de que la empleada había sospechado que hacíamos ‘proselitismo religioso’ y que me había visto por la ventana cuando puse el paquete en el auto. Así es que me denunció a la policía. Horas más tarde, después de dar testimonio en otros lugares, mi compañero y yo regresamos al automóvil. Dos policías se presentaron de repente y nos detuvieron.
En la comisaría nos interrogaron durante varias horas, y luego nos dejaron ir. Lo primero que pensé fue deshacerme de las direcciones que habíamos anotado ese día; de modo que fui al baño para tirarlas, pero el brazo fuerte de un policía me lo impidió. Las sacó del inodoro y las limpió. Aquello me hizo sentir muy mal, pues las personas que me habían dado su dirección ahora estaban en peligro.
Luego nos llevaron a nuestro hotel, donde otros policías ya habían hecho una redada sin encontrar más direcciones, a pesar de que no las habíamos escondido muy bien. Posteriormente, en mi empleo de neurofarmacólogo se me reprendió públicamente por participar en actividades clandestinas. Además, el superintendente de la obra de predicar en Checoslovaquia, quien me había advertido que no usara el automóvil en el ministerio, me disciplinó.
Acepto la disciplina
En 1976 se me había asignado a formar parte del comité que supervisaba la obra de los testigos de Jehová en Checoslovaquia, pero cuando la policía secreta comenzó a vigilarme estrechamente por la imprudencia que cometí, se me relevó de este puesto y de otros más. Valoraba mucho estos privilegios, sobre todo el de enseñar en las escuelas de superintendentes viajantes y de precursores, como se conoce a los ministros de tiempo completo.
Aunque acepté la disciplina en aquel tiempo, la segunda mitad de los ochenta, me fue muy difícil hacerme un autoanálisis. ¿Aprendería a trabajar con más discreción y a evitar las imprudencias? El Salmo 30:5, versículo 5 dice: “Al atardecer puede alojarse el llanto, pero a la mañana hay un clamor gozoso”. En mi caso, esa mañana llegó tras la caída del régimen comunista de Checoslovaquia en noviembre de 1989.
Magníficas bendiciones
Participar en el ministerio con libertad y gozar de libre comunicación con la sede mundial de los testigos de Jehová en Brooklyn fueron grandes cambios. Pronto se me nombró superintendente viajante, obra que empecé en enero de 1990.
Posteriormente, en 1991, tuve el privilegio de asistir a la Escuela de Entrenamiento Ministerial en Manchester (Inglaterra). Fue una bendición disfrutar durante dos meses del compañerismo y la instrucción de cristianos maduros. Todos los estudiantes realizábamos diariamente tareas que eran un agradable paréntesis en nuestra intensa preparación. Mi asignación consistía en lavar ventanas.
En cuanto regresé de Inglaterra, comencé a ayudar en los preparativos de la trascendental reunión de los testigos de Jehová que se celebró del 9 al 11 de agosto en el amplio Estadio Strahov de Praga. En ella se dieron cita 74.587 personas de muchos países para adorar libremente a nuestro Dios, Jehová.
Al año siguiente dejé mi trabajo de neurofarmacólogo. Durante casi cuatro años he trabajado en la sucursal de Praga, donde nuevamente formo parte del comité que supervisa la obra de los testigos de Jehová en la República Checa. Recientemente se renovó un edificio de diez pisos que fue donado a los testigos de Jehová y comenzó a utilizarse como sucursal. El 28 de mayo de 1994 se dedicó esta magnífica construcción al servicio de Jehová.
Entre mis mayores bendiciones puedo contar el privilegio de comunicar las verdades bíblicas al prójimo, lo que incluye a mis parientes. Hasta la fecha mis padres no se han hecho Testigos, pero ahora ven mis actividades con buenos ojos. Desde hace unos años, asisten a algunas reuniones.
Pero mi deseo más ferviente es que ellos, así como otros millones de personas honradas, se sometan humildemente al gobierno de Dios y disfruten de las bendiciones eternas que aguardan a los que optan por servirle.
(Las publicaciones que se mencionan en este artículo son editadas por Watchtower Bible and Tract Society of New York, Inc.)
[Ilustración de la página 12]
Cuando estudiaba en la universidad
[Ilustración de la página 15]
Frantis̆ek Vyskočil, científico ateo que se hizo Testigo
[Ilustración de las páginas 16 y 17]
Desde la caída del comunismo, los testigos de Jehová han celebrado muchas asambleas grandes en Europa oriental. Más de setenta y cuatro mil asistieron a esta de Praga en 1991
[Ilustraciones de la página 13]
Mi padre, ex ministro de educación de Checoslovaquia, y mi madre, oftalmóloga de prestigio
[Ilustraciones de la página 18]
En mi asignación de trabajo durante la Escuela de Entrenamiento Ministerial en Inglaterra
Nuestra sucursal de Praga fue dedicada el 28 de mayo de 1994