Sembramos con lágrimas y segamos con gozo
“DISFRUTE de su jubilación tomando el sol en España.” Millones de europeos han aceptado esa tentadora oferta y se han ido a vivir a ese país. Cuando cumplí 59 años, yo también decidí vender todo y mudarme de Inglaterra a España, aunque no fue por interés en el sol ni el ocio.
Decidí ir a Santiago de Compostela, una de las ciudades más lluviosas de España, pues mi objetivo era servir de ministro de tiempo completo en vez de tomar el sol plácidamente. Veintidós años antes las circunstancias me habían obligado a abandonar la obra de evangelizador en España, adonde había ido porque la necesidad de dicho servicio era mayor. Desde entonces tuve la intención de regresar, y por fin lo había logrado.
Pero la adaptación no resultó tan sencilla como imaginaba. El primer mes fue una pesadilla. No recuerdo haberme sentido más cansado en la vida. Vivía en el quinto piso de un edificio de apartamentos sin ascensor. Todos los días tenía que subir y bajar las empinadas calles de Santiago, así como muchísimas escaleras, con el fin de predicar las buenas nuevas al mayor número de personas posible. Después de aquel mes agotador, empezaron a asaltarme las dudas. ¿Habría tomado la decisión correcta? ¿Sería demasiado viejo para esta tarea?
No obstante, en el segundo mes noté que me volvían las fuerzas, poco más o menos como el segundo aire que le viene a un corredor de fondo. De hecho, aquel fue el comienzo de uno de los períodos más felices de mi vida. Empecé a sentir el gozo de segar, después de muchos años de haber sembrado con lágrimas. (Salmo 126:5.) Me explicaré.
Una época gozosa
Mi esposa Pat y yo nos trasladamos a España en 1961. En aquel entonces no se reconocía oficialmente la actividad ministerial de los testigos de Jehová en este país. Se nos asignó a predicar en la soleada ciudad de Sevilla, donde solo participaban en aquella obra unas veinticinco personas.
Cierto día hablé en el ministerio con un francés que estaba pintando una casa. Al día siguiente, una señora se nos acercó a mi esposa y a mí y nos preguntó si habíamos hablado con un pintor el día anterior. Dijo que se trataba de su esposo, Francisco, quien le había dado una descripción tan detallada de nosotros que nos reconoció de inmediato. “Ahora mismo está en casa, si desean visitarlo”, nos dijo.
Aceptamos de inmediato su invitación, y no pasó mucho tiempo antes de que toda la familia estudiara la Biblia con nosotros. Poco después, Francisco tuvo que regresar a Francia por motivos económicos, lo cual nos dejó preocupados. ¿Perdería el contacto con los Testigos? Al poco tiempo de marcharse nos envió una carta que nos tranquilizó. Decía que su nuevo jefe le había preguntado cuántas religiones había en España.
“Bueno, hay dos: la católica y la protestante”, dijo Francisco con cautela. Como nuestra obra no era legal aún, creía que no era prudente decir más.
“¿Está seguro?”, insistió su jefe.
“Bueno, en realidad hay tres —respondió Francisco—, y yo pertenezco a la tercera: los testigos de Jehová.”
“Estupendo —repuso su jefe—. Yo soy siervo de su congregación.” Aquella misma noche Francisco asistió a una reunión de los testigos de Jehová.
En 1963 nos transfirieron de Sevilla a Valencia, y poco después, a Barcelona. Allí recibí preparación para servir de superintendente viajante. Luego, volvieron a enviarnos a Valencia para que sirviera de superintendente viajante en aquella zona. Pero tras dos años en aquel agradable campo de actividad, Pat comenzó a tener problemas para mantener el equilibrio. Al poco tiempo, le costaba caminar. De este modo comenzó una época en la que ‘sembramos con lágrimas’. (Salmo 126:5.)
Una época de lágrimas
Muy a pesar nuestro, nos marchamos de España para recibir tratamiento médico en Inglaterra. ¿Qué causaba los síntomas de Pat? La esclerosis múltiple, una enfermedad degenerativa que va incapacitando progresivamente a la persona. Con el tiempo, debido a los efectos secundarios y a las complicaciones relacionadas con la enfermedad, el resultado puede ser la muerte.
Pasamos una época muy difícil haciendo ajustes en nuestra vida y adaptándonos a la enfermedad. Pero al pasar por todo aquello, aprendimos lo ciertas que son las palabras del salmista: “Jehová mismo lo sustentará [a cualquiera que obre con consideración para con el de condición humilde] sobre un diván de enfermedad”. (Salmo 41:3.)
Durante unos diez años nos mudamos de una casa a otra. A Pat le afectaban mucho los ruidos, así que nos pusimos a buscar un lugar ideal donde ella pudiera vivir, pero con el tiempo nos dimos cuenta de que era imposible. Pat tuvo que acostumbrarse a utilizar una silla de ruedas. Aunque podía cocinar y realizar muchas otras tareas, le deprimía no poder moverse bien. Como había sido muy activa, su incapacidad física le causaba una angustia constante.
Fortaleza con lágrimas
Aprendí a ayudar a Pat a levantarse, sentarse, vestirse, lavarse y a entrar y salir de la cama. Asistir con regularidad a las reuniones cristianas constituía un verdadero reto. Prepararnos requería un esfuerzo supremo. Pero sabíamos que la única forma de mantenernos fuertes espiritualmente era reuniéndonos con nuestros hermanos cristianos.
Cuidé de Pat por once años en casa, mientras trabajaba de delineante. Finalmente nos dimos cuenta de que, como su salud se deterioraba, necesitaba atención especializada que yo no podía suministrarle. De modo que entre semana se quedaba en un hospital y yo la cuidaba en casa los fines de semana.
Todos los domingos después de comer la llevaba a la Reunión Pública y al Estudio de La Atalaya, que para ese tiempo eran las únicas reuniones a las que ella podía asistir. Después, volvía a llevarla al hospital. Toda aquella actividad me dejaba muy cansado, pero valía la pena, porque mantenía a Pat fuerte espiritualmente. A veces me preguntaba cuánto tiempo aguantaría aquel ritmo, pero Jehová me dio la fortaleza para continuar. Todos los sábados por la mañana sacaba un grupo a predicar antes de recoger a Pat en el hospital. Durante esta época tan traumática, la actividad cristiana me ayudó a seguir adelante.
Mientras tanto, Pat hacía cuanto podía para predicar las buenas nuevas. Comenzó dos estudios bíblicos en el hospital con las enfermeras que la cuidaban. Una de ellas, llamada Hazel, progresó al grado de dedicarse a Jehová. Desgraciadamente, Pat no pudo estar presente en el bautismo de Hazel, pues murió poco antes, el 8 de julio de 1987.
La muerte de Pat trajo alivio y dolor al mismo tiempo. Fue un alivio ver el fin de su sufrimiento, pero sentí un inmenso dolor al perder a mi compañera. Su muerte dejó en mí un vacío muy grande.
Gozo de nuevo
Aunque parezca extraño, Pat y yo ya habíamos decidido lo que yo haría una vez que ella falleciese. Puesto que ambos sabíamos que su vida estaba acabándose, conversamos sobre cómo serviría yo mejor a Jehová después de su muerte. Ambos decidimos que debía volver a España, la asignación que nos habíamos visto obligados a dejar.
Tres meses después de la muerte de Pat, viajé a la sucursal de los testigos de Jehová de España para averiguar dónde podría servir mejor. Recibí la asignación de ministro precursor especial en la antigua y lluviosa ciudad de Santiago de Compostela.
Al poco tiempo recibí una notificación de la sucursal en la que se me daba la dirección de un hombre interesado de nombre Maximino. Después de pasar tres semanas tratando de encontrarlo en casa, di finalmente con él. Maximino, que trabajaba de conserje en un hospital, había obtenido el tratado La vida en un pacífico nuevo mundo, y luego había pedido el libro Usted puede vivir para siempre en el paraíso en la Tierra.a Para cuando lo visité, había leído el libro tres veces. Se disculpó por no haber leído mucho la Biblia: la ‘sección antigua’, solo una vez, y la ‘nueva’, dos. Todo ello lo hizo mientras esperaba que alguien lo visitara.
También me dijo que había ido al Salón del Reino con la intención de asistir a una de las reuniones, pero, como era muy tímido, no había entrado. Comencé un estudio bíblico con él, y asistió a las reuniones aquella misma semana. Aunque embebía la verdad, se le hizo muy difícil vencer su adicción al tabaco. Con la ayuda de Jehová, por fin logró dejarlo, y ahora es Testigo bautizado.
Más gozo y más lágrimas
Solo un año después de volver a España me invitaron nuevamente a servir de superintendente viajante. Pero antes de emprender aquella asignación, mi vida dio un giro inesperado. Conocí a una precursora llamada Paquita, que servía cerca de Santiago. Era viuda y llevaba muchos años en el ministerio de tiempo completo. No tardamos en darnos cuenta de que teníamos mucho en común. Me casé con ella en 1990, solo seis meses después de comenzar la obra de superintendente viajante. Me sentía alegre una vez más.
Al igual que yo, Paquita había ‘sembrado con lágrimas’. Su primera asignación de precursora especial estuvo marcada por la tragedia. Mientras su esposo transportaba algunos muebles a Orense, su nuevo hogar, un camión que pasaba de frente cruzó a su carril, lo que provocó un accidente que le costó la vida. Paquita y su hija de 10 años ya estaban en Orense cuando recibieron las noticias de su muerte. Pese a la terrible pérdida, Paquita empezó su asignación dos días después del funeral, tal como tenía pensado.
Paquita siguió en el ministerio de tiempo completo, pero sufrió una segunda tragedia: otro accidente automovilístico acabó con la vida de su hija, que contaba entonces 23 años. Fue un golpe muy fuerte para Paquita, y lloró mucho tiempo su muerte. Al igual que antes, la actividad cristiana y el apoyo que recibió de sus compañeros cristianos fueron factores claves en su recuperación. Yo la conocí en 1989, dos años después de que falleció su hija.
Desde que nos casamos, en 1990, Paquita me ha acompañado en mi labor de superintendente viajante en España. Aunque estos últimos años han sido uno de los períodos más gratificantes de nuestra vida, no lamentamos haber afrontado pruebas. Estamos convencidos de que han tenido un efecto provechoso en nosotros. (Santiago 1:2-4.)
Lecciones que he aprendido
Creo que hasta las pruebas más severas tienen aspectos positivos, pues nos enseñan algunas lecciones. Las pruebas me han enseñado sobre todo la importancia de la empatía, una cualidad fundamental para el superintendente cristiano. Por ejemplo, hace poco hablé con un hermano cristiano que tiene un hijo incapacitado. Entendí perfectamente el enorme trabajo que suponía cada semana llevar a su hijo a todas las reuniones. Después de nuestra conversación, me dio las gracias y me dijo que era la primera vez que alguien comprendía realmente las dificultades por las que atravesaban él y su esposa.
Otra importante lección que he aprendido es la de confiar en Jehová. Cuando todo nos va bien, pudiéramos tender a confiar en nuestra propia fortaleza y capacidad. Pero cuando uno no puede afrontar por sus propias fuerzas una prueba severa que persiste año tras año, aprende a apoyarse en Jehová. (Salmo 55:22.) La ayuda de Dios me ha permitido seguir adelante.
Por supuesto, no quiero decir que las cosas hayan sido siempre fáciles. Debo admitir que durante la enfermedad de mi primera esposa, hubo ocasiones en las que me enojé y frustré, especialmente cuando estaba cansado. Luego me sentía culpable por ello. Hablé del asunto con un anciano comprensivo que tenía experiencia profesional en tratar a enfermos crónicos. Me aseguró que estaba haciendo las cosas bien dentro de mis circunstancias, y que es muy normal que los seres humanos imperfectos cometan estos errores cuando afrontan tensión emocional por mucho tiempo.
Aunque actualmente Paquita y yo disfrutamos inmensamente de nuestro servicio de tiempo completo, no creo que jamás demos por sentadas nuestras bendiciones. Jehová nos ha recompensado de muchas maneras y nos ha dado una labor gratificante que podemos efectuar juntos. A lo largo de los años hemos sembrado con lágrimas, pero ahora, gracias a Jehová, estamos segando con un clamor gozoso.—Relatado por Raymond Kirkup.
[Nota]
a Editados por Watchtower Bible and Tract Society of New York, Inc.
[Ilustración de la página 21]
Paquita y yo disfrutamos juntos del ministerio