Marcaban el rumbo el mar, el cielo y el viento
¿TIENE usted miedo a caerse por los bordes de la Tierra? Seguramente no. Pues bien, parece que en el pasado había marineros que sí abrigaban dicho temor, ya que solían navegar cerca de las riberas. Sin embargo, algunos valientes olvidaron sus recelos y se adentraron en alta mar.
Hace ya tres milenios, los comerciantes fenicios viajaban desde los puertos de su país, en la costa oriental del Mediterráneo, hasta Europa y el norte de África. En el siglo IV antes de nuestra era, un explorador griego llamado Piteas recorrió el litoral de Bretaña, llegando, según se cree, a Islandia. Y mucho antes de que los europeos penetraran en el océano Índico, ya habían surcado sus aguas marineros de Arabia y China. De hecho, Vasco da Gama, el primer europeo que fue en barco a la India, llegó sano y salvo gracias a la ayuda de un piloto árabe, Ibn Māŷid, quien guió sus naves durante la travesía de veintitrés días por el Índico. ¿Cómo encontraban su rumbo estos viajeros de la antigüedad?
La estima les salvó la vida
Los antiguos marineros dependían de un procedimiento denominado estima, que, como se ilustra debajo, requería conocer tres datos: 1) el punto de partida del buque, 2) su velocidad y 3) su rumbo. Saber el primer dato era fácil, pero ¿cómo determinaban el rumbo?
En 1492, Cristóbal Colón se valió de una brújula. Sin embargo, este medio no estuvo al alcance de los europeos sino hasta el siglo XII. Los pilotos anteriores tuvieron que orientarse por el Sol y las estrellas y, si el cielo estaba nublado, por olas oceánicas de gran longitud producidas a intervalos regulares por vientos constantes. Anotaban la alineación de dichas olas con respecto al Sol naciente, el ocaso y las estrellas.
¿Cómo calculaban la velocidad? Un método consistía en medir el tiempo que tardaba el barco en sobrepasar un objeto lanzado desde la proa. Más tarde se ideó un sistema más preciso en el que se arrojaba por la borda un pedazo de madera atado a un cordel con un nudo cada cierto tramo. Al ir avanzando la nave, la madera flotante tiraba de la cuerda. Cuando se cumplía cierto plazo, se recogía la soga y se contaban los nudos, lo que permitía calcular la velocidad en nudos (millas náuticas por hora), unidad de medida aún vigente. Una vez conocida la velocidad, el navegante determinaba la distancia recorrida en un día y reflejaba el progreso realizado en dirección al punto de destino trazando una línea en la carta (mapa marino).
Claro, las corrientes oceánicas y los vientos laterales podían sacar de trayectoria al barco, por lo que periódicamente había que calcular y anotar las modificaciones de pilotaje requeridas para mantener el rumbo. El navegante proseguía cada día donde lo había dejado la jornada anterior: midiendo, calculando y dibujando. Cuando el barco fondeaba en su destino, las anotaciones diarias pasaban a formar un registro permanente de cómo había llegado al puerto deseado. Gracias al procedimiento de la estima, Colón logró ir y volver de España a América hace más de quinientos años, y sus detalladas cartas permiten que los marineros actuales reproduzcan su extraordinaria travesía.
Se orientaban por el cielo
¿Cómo conseguían los antiguos navegantes guiar sus embarcaciones por los cuerpos celestes? Los puntos por donde salía y se ponía el Sol señalaban el este y el oeste, respectivamente. Al alba, observaban cuánto había variado de posición el astro rey comparándolo con las estrellas a punto de ocultarse. De noche tomaban como referencia la Estrella Polar (o Estrella del Norte), que a la hora del crepúsculo parece estar situada directamente sobre el polo Norte. Y la Cruz del Sur, constelación ubicada en el extremo opuesto, les ayudaba a localizar el polo Sur. De este modo, en las noches despejadas podían establecer su rumbo en cualquier mar si disponían al menos de una referencia en el firmamento.
Pero estos no eran los únicos indicadores celestes. Para los polinesios y otros navegantes del Pacífico, por mencionar algunos, los cielos nocturnos eran tan fáciles de leer como un mapa de carreteras. Una de sus técnicas consistía en trazar su trayectoria hacia una estrella cuya salida o puesta tuviera lugar en dirección a su destino. A lo largo de la noche examinaban también la alineación de otros astros para corroborar el rumbo. Si lo perdían, los cielos les indicaban cómo recuperarlo.
¿Era fiable este método? En una época en que los marineros europeos se aferraban a la orilla por miedo a precipitarse por los extremos de una Tierra plana, hay indicios de que los navegantes del Pacífico realizaban largos viajes transoceánicos entre islas relativamente pequeñas. Así, hace más de mil quinientos años, los polinesios partieron de las islas Marquesas y se dirigieron hacia el norte a través de la inmensidad del Pacífico. Cuando pusieron pie en Hawai, habían recorrido 3.700 kilómetros. Además, las tradiciones isleñas hablan de antiguas travesías polinesias entre Hawai y Tahití. Aunque algunos historiadores tachen estos relatos de legendarios, en fechas recientes se ha conseguido repetir su hazaña sin instrumento alguno, orientándose únicamente por las estrellas, el oleaje y otros fenómenos naturales.
En busca del viento propicio
Los veleros se hallaban a merced del aire. Si la brisa era de popa, se desplazaban a buen ritmo, mientras que si era de proa, andaban mucho más lentos. Además, la ausencia de viento —fenómeno habitual en la zona de las calmas ecuatoriales— se traducía en inmovilidad. Con el tiempo, los marineros descubrieron vientos oceánicos dominantes, lo que les permitió establecer rutas en alta mar que los aprovecharan bien.
Los vientos contrarios, sin embargo, ocasionaban muchas veces dolor y muerte. Por citar un caso: en 1497, cuando Vasco da Gama partió de Portugal hacia la legendaria costa de Malabar, los vientos dominantes lo empujaron al Atlántico sur y luego lo llevaron en dirección sudeste bordeando el cabo de Buena Esperanza, y, al llegar al Índico, se vio ayudado por los monzones. (Estos vientos cambian de dirección según la estación del año. El de verano se forma temprano en la región sudoeste del Índico y durante meses acerca a Asia todo objeto flotante. Pero a finales del otoño asume el control el monzón de invierno que, con gran ímpetu, sopla del nordeste en dirección contraria, hacia África.) No obstante, cuando el navegante partió de la India era agosto, por lo que no tardó en encontrarse con vientos desfavorables. De este modo, a diferencia del viaje de ida a oriente, que tomó veintitrés días, el de regreso consumió casi tres meses, con la consiguiente escasez de alimentos frescos, lo que llevó a que muchos de sus hombres murieran de escorbuto.
Los diestros navegantes del Índico aprendieron que tenían que mirar con un ojo a la brújula y con el otro al calendario. Quienes viajaran a la India bordeando el cabo de Buena Esperanza debían zarpar a principios del verano, pues si no, les sería preciso esperar durante meses la llegada de vientos favorables. Por el contrario, los que partieran de la India rumbo a Europa habrían de hacerlo a finales del otoño para no tener que lidiar con el monzón de verano. Por lo tanto, el Índico era como un carril cuyo sentido cambiaba periódicamente. En efecto, el tráfico marítimo entre Europa y la costa de Malabar seguía una única dirección en cada temporada.
La navegación avanza viento en popa
Con el paso de los siglos, este arte tomó nuevos derroteros. Gracias al instrumental mecánico, los navegantes dejaron de depender en exclusiva del ojo y las suposiciones. El astrolabio —y posteriormente el sextante, que era más exacto— determinaba la elevación del Sol u otra estrella con respecto al horizonte. Así era posible establecer la latitud norte o sur con respecto al ecuador. El cronómetro marino —reloj de mucha precisión usado en los buques— permitía establecer la longitud, es decir, la posición este u oeste. Estos aparatos ofrecían una exactitud muy superior a la del método de la estima.
En la actualidad, el girocompás apunta al norte sin usar aguja magnética. El sistema de posicionamiento global indica la localización exacta del usuario con tan solo pulsar unos botones. Las pantallas electrónicas suelen reemplazar a las cartas náuticas de papel. En efecto, la navegación es ahora una ciencia exacta. Pero todos sus adelantos no logran sino que respetemos aún más el valor y la habilidad de los antiguos marinos que surcaban el ancho océano guiándose por el mar, el cielo y el viento.
[Ilustraciones de las páginas 12 y 13]
(Para ver el texto en su formato original, consulte la publicación)
Navegación por estima
Los datos obtenidos mediante la estima se documentaban para los viajes futuros
1 Punto de partida
↓
2 La velocidad se calcula mediante un trozo de madera,
un cordel con un nudo cada cierto tramo y un reloj
↓
3 El rumbo se determina tomando en cuenta las corrientes,
las estrellas, el Sol y el viento
[Ilustraciones]
Brújula
Sextante
[Ilustraciones de la página 14]
Gracias a los instrumentos ultramodernos, la navegación es hoy una ciencia exacta
[Reconocimiento]
Kværner Masa-Yards