Nuestros padres nos enseñaron a amar a Dios
Relatado por Elizabeth Tracy
Los hombres armados que ese mismo día habían dirigido una turba contra nosotros sacaron a mamá y papá del automóvil. Mi hermana y yo nos quedamos en el asiento de atrás, preguntándonos si volveríamos a ver a nuestros padres. ¿Qué nos llevó a sufrir esta aterradora experiencia cerca de Selma (Alabama, E.U.A.), en 1941? ¿Y qué relación tuvieron con ella las enseñanzas que recibimos de nuestros padres?
MI PADRE, Dewey Fountain, se crió con un familiar en una granja de Texas (E.U.A.), tras la muerte de sus padres cuando todavía era niño. Más tarde, trabajó en los pozos petrolíferos. En 1922, a los veintitrés años de edad, se casó con Winnie, una bella joven tejana, y empezaron a hacer planes para establecerse y formar una familia.
Papá construyó una casa en los bosques maderables del este de Texas, cerca de la pequeña ciudad de Garrison. Allí cultivó diferentes productos agrícolas, entre ellos algodón y maíz, además de criar toda clase de animales domésticos. Con el tiempo nacimos nosotros: primero nuestro hermano Dewey, en mayo de 1924; después Edwena, en diciembre de 1925, y en junio de 1929, nací yo.
Aprenden la verdad bíblica
Mamá y papá creían que entendían la Biblia, ya que eran parte de la Iglesia de Cristo. Pero en 1932, G. W. Cook dejó los libros Liberación y Gobierno (editados por la Sociedad Watch Tower) a mi tío paterno, Monroe Fountain. Ansioso por que mis padres conocieran lo que aprendía, a menudo venía a la hora del desayuno, leía un artículo de La Atalaya y, “sin querer”, dejaba olvidada la revista, después de lo cual mamá y papá la leían.
Un domingo por la mañana, el tío Monroe le propuso a mi padre asistir a un estudio bíblico que se dirigía en casa de unos vecinos. Le garantizó que el señor Cook le contestaría todas sus preguntas con la Biblia. Cuando papá volvió, nos dijo entusiasmado: “Me ha respondido todas las preguntas que tenía y muchas más. Yo creía que lo sabía todo, pero cuando el señor Cook empezó a hablar del infierno, el alma, el propósito de Dios para la Tierra y cómo el Reino de Dios lo efectuará, me di cuenta de que en realidad no sabía nada de la Biblia”.
Nuestro hogar era una especie de centro social. Venían a visitarnos familiares y amigos; preparaban dulce de leche y bolitas de maíz, y cantaban mientras mamá tocaba el piano. Poco a poco, estas actividades dieron paso a diálogos sobre temas bíblicos. Aunque nosotros, niños como éramos, no entendíamos todo lo que se decía, fue tan patente el gran amor de nuestros padres a Dios y la Biblia, que todos adquirimos un amor análogo tanto a Dios como a su Palabra.
Otras familias también cedieron sus hogares para tener conversaciones bíblicas semanales, que normalmente se centraban en un artículo de la última revista La Atalaya. Cuando las reuniones se celebraban en casa de familias que vivían en ciudades cercanas, como Appleby y Nacogdoches, nos metíamos en nuestro Ford modelo A y acudíamos allí, lloviera o tronara.
Aplican lo que aprenden
Nuestros padres no tardaron mucho en percibir que tenían que actuar. El amor de Dios exigía que dieran a conocer lo que aprendían (Hechos 20:35). Pero hacer declaración pública de su fe constituía un desafío, especialmente teniendo en cuenta que eran personas retraídas y humildes por naturaleza. Sin embargo, su amor a Dios los motivó y, a su vez, los ayudó a enseñarnos a depositar total confianza en Jehová. Papá decía: “Jehová convierte a los agricultores en predicadores”. En 1933, mis padres se bautizaron en símbolo de su dedicación a Jehová en un estanque cerca de Henderson (Texas).
A principios de 1935, papá escribió a la Sociedad Watch Tower para plantear algunas preguntas concernientes a la esperanza cristiana de la vida eterna (Juan 14:2; 2 Timoteo 2:11, 12; Revelación [Apocalipsis] 14:1, 3; 20:6). Joseph F. Rutherford, por entonces presidente de la Sociedad, le contestó personalmente; pero en lugar de responder a sus preguntas, le invitó a la asamblea de los testigos de Jehová que se celebraría en Washington, D.C., en el mes de mayo.
Papá pensó que aquello era imposible, pues cultivábamos veintiséis hectáreas de terreno plantados con hortalizas que había que recoger y llevar al mercado para esas fechas. No obstante, poco después vino una riada y se llevó todas sus excusas: cosechas, vallas y puentes. Así que nos fuimos con otros Testigos en un autobús escolar alquilado hasta el lugar de asamblea, que estaba a 1.600 kilómetros en dirección nordeste.
Ya en la asamblea, mis padres se emocionaron al escuchar la explicación clara de quiénes forman la “grande muchedumbre” que sobrevive a la “grande tribulación” (Revelación 7:9, 14, Versión Moderna). Durante el resto de su vida, la esperanza de vivir para siempre en la Tierra convertida en un paraíso fue un incentivo para ellos. Nos animaron a ‘asirnos firmemente de la vida que realmente lo es’, lo que para nosotros significaba el don que Dios otorga de vida sin fin en la Tierra (1 Timoteo 6:19; Salmo 37:29; Revelación 21:3, 4). Aunque yo solo tenía cinco años, disfruté mucho de participar con mi familia en aquel feliz acontecimiento.
Tras la asamblea, mi familia volvió a plantar los cultivos. Esta vez tuvimos la mayor cosecha de la historia, lo que de seguro contribuyó a que mis padres se convencieran de que depositar toda la confianza en Jehová siempre se ve recompensado. Ambos emprendieron un servicio especial en la obra de predicar, que consistía en invertir cincuenta y dos horas al mes en el ministerio. Entonces, cuando llegó la temporada de la siembra, lo vendieron absolutamente todo. Papá mandó construir un remolque de seis metros de largo por unos dos y medio de ancho, donde viviríamos los cinco, y compró un Ford sedán de dos puertas nuevo para arrastrarlo. El tío Monroe siguió su ejemplo y también se trasladó con su familia a vivir a un remolque.
Nos enseñan la verdad
Mis padres iniciaron el precursorado, o el servicio de tiempo completo, en octubre de 1936. Empezamos a predicar en familia por las comarcas del este de Texas, donde rara vez llegaba el mensaje del Reino. Durante casi un año nos mudamos de un lugar a otro, pero, en conjunto, nos gustaba esta clase de vida. Papá y mamá nos enseñaron con hechos y palabras a ser como los primeros cristianos, que se dedicaron a difundir la verdad bíblica.
Nosotros, los niños, admirábamos especialmente a nuestra madre por los sacrificios que hizo al renunciar a su casa. Pero había algo de lo que no se desprendió: su máquina de coser, lo cual fue una buena decisión. Como era costurera, siempre íbamos bien vestidos. Estrenábamos ropa elegante en todas las asambleas.
Me acuerdo bien cuando Herman G. Henschel y su familia llegaron a nuestra región con un camión de la Sociedad Watch Tower dotado de equipo de sonido. Lo estacionaban en una zona densamente poblada, ponían un breve discurso grabado y luego visitaban a las personas para darles más información. Mi hermano, Dewey, trabó amistad con el hijo de Herman, Milton, que en aquel tiempo era un adolescente. Ahora Milton es el presidente de la Sociedad Watch Tower.
En la asamblea de 1937 en Columbus (Ohio) se bautizó Edwena, y a mis padres les ofrecieron el privilegio de ser precursores especiales. En aquella época se dedicaban por lo menos doscientas horas al mes a la predicación en este servicio. Al mirar atrás, me doy cuenta de lo mucho que me ha servido el excelente ejemplo de mi madre para que yo apoye a mi marido en sus asignaciones cristianas.
Cuando papá comenzaba un estudio bíblico con una familia, nos llevaba con él para dar un buen ejemplo a los niños de la casa. Buscábamos y leíamos textos bíblicos y contestábamos algunas preguntas fáciles. Como consecuencia, muchos de los jóvenes con los que estudiamos sirven a Jehová fielmente hasta el día de hoy. Es más, también se nos puso a nosotros un fundamento firme para continuar amando a Dios.
Conforme Dewey crecía, se le hacía más difícil vivir en aquel espacio reducido con dos hermanas menores. Así que en 1940 optó por marcharse y emprender el servicio de precursor junto con otro Testigo. Posteriormente se casó con Audrey Barron. De modo que mis padres también le enseñaron muchas cosas a Audrey, lo que le hizo quererlos mucho. Después de que Dewey ingresó en prisión por su neutralidad, ella se mudó a nuestro reducido remolque durante una temporada.
En la gran asamblea de Saint Louis (Missouri) de 1941, el hermano Rutherford se dirigió especialmente a los niños y a los jóvenes con edades comprendidas entre cinco y dieciocho años, que estábamos sentados en una sección reservada ante él. Edwena y yo escuchamos su voz clara y calmada; parecía un padre amoroso instruyendo a sus propios hijos en casa. Animó a los padres diciendo: “Hoy Cristo Jesús ha congregado delante de él a su pueblo del pacto, y le dice con la mayor contundencia que instruya a sus hijos en el camino de la justicia”. Y añadió: “Ténganlos en casa y enséñenles la verdad”. Felizmente, nuestros padres lo hicieron así.
En aquella asamblea se distribuyó el nuevo folleto Defensa de los siervos de Jehová, que resumía los procesos judiciales que habían ganado los testigos de Jehová, especialmente los del Tribunal Supremo de Estados Unidos. Lo estudiamos en familia con papá. No teníamos ni la menor idea de que se nos estaba preparando para lo que sucedería unas semanas más tarde en Selma (Alabama).
Turbas en Selma
La mañana que sufrimos aquella aterradora experiencia, papá había entregado una carta al comisario, al alcalde y al jefe de policía de Selma, en la que se exponía nuestro derecho constitucional a efectuar el ministerio al amparo de la ley. Aun así, decidieron sacarnos de la ciudad.
A última hora de la tarde, cinco hombres armados llegaron a nuestro remolque y nos tomaron a mi madre, mi hermana y a mí como rehenes. Empezaron a registrar todo el interior, buscando algo que incitara a la subversión. A punta de pistola obligaron a mi padre, que estaba fuera, a enganchar el remolque al vehículo. No tuve miedo en aquel momento. Nos pareció tan ridículo que aquellos hombres pensaran que éramos peligrosos que mi hermana y yo empezamos a reírnos, pero enseguida nos pusimos serias ante la mirada de papá.
Cuando estuvimos listos para salir, los hombres pretendieron que Edwena y yo nos montáramos en su automóvil. Papá se puso firme y dijo: “Tendrán que pasar por encima de mi cadáver”. Tras una breve discusión dejaron que la familia viajara junta, y los hombres armados nos siguieron en su automóvil. A unos veinticinco kilómetros de la ciudad, nos hicieron señas para que nos detuviéramos al lado de la carretera y se llevaron a mis padres. Los hombres se turnaron para tratar de convencerles: “Dejen esa religión. Vuelvan a la granja y críen a sus hijas como Dios manda”. Papá intentó razonar con ellos, pero fue en vano.
Al final uno de ellos dijo: “Váyanse, pero si vuelven al condado de Dallas, los mataremos a todos”.
Aliviados y juntos de nuevo, seguimos el viaje durante varias horas hasta que nos detuvimos a pasar la noche. Habíamos anotado el número de matrícula de su automóvil, de modo que papá informó rápidamente a la Sociedad Watch Tower de lo sucedido, y unos meses más tarde se identificó y detuvo a aquellos hombres.
Invitados a la escuela misional de Galaad
En 1946, Edwena recibió una invitación para asistir al curso número siete de la Escuela Bíblica de Galaad en South Lansing (Nueva York). Albert Schroeder, uno de los instructores, hizo mención de las buenas cualidades de mi hermana a su anterior compañero de precursorado, Bill Elrod, que en aquel tiempo servía en Betel, la central mundial de los testigos de Jehová, ubicada en Brooklyn (Nueva York).a Se conocieron y, alrededor de un año después de graduarse Edwena de Galaad, se casaron. Por muchos años permanecieron en el servicio de tiempo completo, sin olvidar los cinco que sirvieron en Betel. Un día de 1959, el hermano Schroeder anunció a la trigésimo cuarta clase de Galaad que su querido amigo había sido padre de gemelos, un niño y una niña.
Mientras servía con mis padres en Meridian (Mississippi), a finales de 1947, nos invitaron a los tres a asistir al curso número once de Galaad. Nos sorprendió porque, según los requisitos, yo era demasiado joven y mis padres demasiado mayores; pero se hizo una excepción en nuestro caso, lo que nos permitió disfrutar del privilegio inmerecido de recibir instrucción avanzada de la Biblia.
El servicio misional con mis padres
Nos asignaron a Colombia, en Sudamérica. Sin embargo, no llegamos al hogar misional de Bogotá, en el que ya vivían otros tres misioneros, sino hasta diciembre de 1949, más de un año después de la graduación. Al principio, papá estaba casi convencido de que sería más fácil enseñar a la gente inglés que aprender él español. Pasamos por situaciones difíciles, por supuesto, pero las satisfacciones fueron enormes. Había menos de cien publicadores en Colombia en 1949, mientras que ahora hay más de cien mil.
Tras cinco años de servicio en Bogotá, trasladaron a mis padres a Cali. Entre tanto, en 1952, me casé con Robert Tracy, otro misionero que estaba en Colombia.b Permanecimos en aquel país hasta 1982, año en el que nos asignaron a México, donde hemos servido desde entonces. En 1968, mis padres tuvieron que regresar a Estados Unidos para recibir tratamiento médico. Una vez recuperada la salud, continuaron como precursores especiales cerca de Mobile (Alabama).
El cuidado de nuestros padres
Con el paso de los años, mamá y papá no podían hacer tanto como antes, por lo que necesitaban más apoyo y atención. A petición suya se les asignó cerca de donde vivían Edwena y Bill, en Athens (Alabama). Posteriormente, mi hermano, Dewey, pensó que sería una buena idea que la familia viviera junta en Carolina del Sur. De modo que Bill trasladó a su familia a Greenwood, con nuestros padres. Este amoroso acto de su parte posibilitó que Robert y yo continuáramos de misioneros en Colombia, sabedores de que mis padres estaban bien atendidos.
En 1985, papá sufrió un derrame cerebral que lo dejó sin habla y postrado en cama. Nos reunimos toda la familia para estudiar cómo cuidar óptimamente de nuestros padres. Se decidió que Audrey se encargaría de la mayor parte del cuidado de papá y que la mejor ayuda que Robert y yo podríamos ofrecer sería enviar una carta todas las semanas que contara experiencias animadoras, así como ir a verlos con la mayor frecuencia posible.
Todavía recuerdo vívidamente la última conversación con papá. Normalmente no articulaba palabra, pero después de decirle que nos volvíamos a México, de alguna manera pronunció, con gran esfuerzo y emoción, una palabra: “Adiós”. Así nos demostró que en su interior apoyaba la decisión de seguir con nuestra labor misional. Papá murió en julio de 1987, y nueve meses más tarde falleció mamá.
Mi hermana Edwena, que había enviudado, me escribió una carta en la que se resume el cariño que todos sentimos por nuestros padres. “Estimo mi rica herencia cristiana, y ni por un instante he pensado que habría sido más feliz si nuestros padres nos hubieran educado de distinta manera. Su ejemplo de fe sólida, abnegación y confianza completa en Jehová me sacó adelante en momentos de depresión a lo largo de mi vida.” Y concluyó: “Le doy gracias a Jehová por haber tenido unos padres que mediante palabra y acción nos demostraron la felicidad que podemos obtener si hacemos girar nuestra vida en torno al servicio de nuestro amoroso Dios, Jehová”.
[Notas]
b Véase La Atalaya del 1 de diciembre de 1960, pags. 717-719.
[Ilustraciones de las páginas 22 y 23]
La familia Fountain: (de izquierda a derecha) Dewey, Edwena, Winnie, Elizabeth, Dewey, hijo; derecha: Elizabeth y Dewey, hijo, sobre el guardabarros del camión dotado de sonido del hermano Henschel (1937); inferior derecha: Elizabeth en la obra con carteles a los 16 años