El leopardo: solitario felino
POR EL CORRESPONSAL DE ¡DESPERTAD! EN KENIA
SE ESTABA poniendo el sol. Llevábamos todo el día haciendo fotos del espectáculo fáunico al que estábamos asistiendo en la reserva de animales de Masai Mara (Kenia). Antes de retirarnos a dormir a la tienda de campaña del hospedaje, íbamos a presenciar otra impresionante función. El escenario quedó listo cuando un empleado del albergue, con una pata de cabra al hombro, cruzó parsimonioso un puente de cuerda sobre el río Talek y ató la carne en la bifurcación de una rama alta de una acacia.
Al irse apagando los colores del breve crepúsculo tropical, un gran leopardo macho se encaramó silenciosamente al árbol y empezó a arrancar jirones de carne. Lo iluminaban los focos del mirador, desde donde lo contemplábamos absortos, mientras él, sin inmutarse por nuestra presencia, se entregaba al festín. Luego nos dijeron que todas las noches, desde hacía seis años, acudía al árbol en busca de la carnaza. Así que a la noche siguiente presenciamos la repetición del mismo número.
Se nos había hecho patente por qué llamaban al leopardo “el más perfecto de los felinos mayores, de hermosa apariencia y gráciles movimientos”. Es uno de los animales más musculosos, con un peso que puede rebasar los 60 kilos, una altura promedio que supera los 60 centímetros al nivel de la paletilla, y una longitud de dos metros desde la nariz hasta la punta de la cola. Al observar las típicas manchas oceladas que tachonan su pelaje pardo rojizo, no podemos menos que pensar en la pregunta del profeta Jeremías: “¿Puede un cusita cambiar su piel?, ¿o un leopardo sus manchas?”. (Jeremías 13:23.)
Nos cautivan sus ojos verdes y luminosos, provistos del tapetum, una capa celular que les otorga una extraordinaria visión nocturna, por lo que precisa una cantidad de luz seis veces menor que el hombre. Dicha capa de células, que refleja la luz y la devuelve a través de la retina, crea un efecto fluorescente cuando un rayo de luz ilumina sus ojos de noche.
Si observáramos al leopardo durante su descanso diurno, notaríamos que jadea como si estuviese exhausto. Sin embargo, la respiración agitada forma parte de un eficaz sistema de refrigeración. Al resollar hasta ciento cincuenta veces por minuto, se evapora la humedad de la lengua, la boca y las vías nasales.
El leopardo es el más adaptable de los grandes felinos, de modo que vive en desiertos y bosques; en montañas y al nivel del mar; en países tan distintos como China, la India y Kenia. Pese a que el hombre ha invadido gran parte de su hábitat, los científicos creen que ronda el millón de especímenes tan solo en África y Asia. Aun así, ha eludido por siglos el estudio riguroso de la ciencia. Tómese por ejemplo el leopardo del Sinaí, que se había creído extinto ya por mucho tiempo hasta que hace poco volvió a vérsele en el desierto de Judea.
El felino solitario
¿Cómo evita este félido que lo vea el hombre? Siendo un animal eminentemente nocturno, además de muy sigiloso. En las zonas en que el ser humano constituye una amenaza, extrema el silencio y la cautela. Solo emite gruñidos y toses cuando se enfurece. En circunstancias normales, su vocalización es mucho menos intimidadora: un ruido áspero y chirriante que semeja el aserrar de madera. Según el libro Animals of East Africa, de C. T. Astley Maberly, suena más o menos así: “Grrr-ja, grrr-ja, grrr-ja, grrr-ja; acabando normalmente con un resoplido brusco”. Es tal su pasión por el secretismo, que varios de los sonidos que emite son de baja frecuencia, la mayoría inaudibles para el oído humano.
A diferencia del león, que es un animal gregario, el leopardo no gusta de la vida en sociedad. Aunque ocasionalmente vaya en parejas, es un cazador solitario. Con objeto de reducir el número de encuentros hostiles o inesperados, acota su territorio personal, que viene a abarcar de 25 a 65 kilómetros cuadrados. Para delimitar su feudo, rocía el terreno con la secreción de unas glándulas especiales. Esta marca olorosa informa a sus congéneres del sexo, edad, situación sexual y, tal vez, identidad del “terrateniente”.
Realiza la caza con su habitual sigilo. En la época bíblica, era sabido que se situaba al acecho cerca de las ciudades, listo para abalanzarse sobre los animales domésticos con una ligereza mortífera. (Jeremías 5:6; Oseas 13:7; Habacuc 1:8.) Para proteger sus presas de las bestias carroñeras, como las hienas y los chacales, guarda las mayores en la horquilla de un árbol, a diez o doce metros del suelo. ¿Cómo se las arregla para subir tan alto el cuerpo sin vida de un antílope o de una cría de jirafa que mide metro y medio? Aunque el leopardo no revela este secreto así como así, los observadores pacientes dicen que lo logra simplemente con la fuerza de sus músculos. Le gusta comer tranquilo, con el cuerpo colgando relajado entre las ramas de los árboles, en total secreto, camuflado por las ramas y el follaje.
A menos que se le provoque, el leopardo tiende a ser huraño, huidizo y poco dado a enfrentarse con el hombre. Por esta razón, no suele encerrar mucho peligro para el ser humano, aunque en ocasiones le ha perdido el miedo y se ha convertido en devorador de hombres. Ahora bien, si lo hieren o acorralan, no se arredra ante nadie. “Un leopardo furioso —escribe Jonathan Scott en The Leopard’s Tale— es la encarnación de la ferocidad, [...] capaz de concentrar toda su gran energía en un ataque de corto alcance a la velocidad del relámpago.”
La leopardo madre
Conociendo sus hábitos, no extraña que la crianza de los hijos se haga con relativa discreción. Durante sus dos primeros meses de vida, vivirán ocultos, normalmente en una cueva. A diferencia de la hembra, que se vincula estrechamente a ellos, alimentándolos, aseándolos y evitando que pasen frío, el padre no participa en su cuidado. Con el tiempo, la madre puede trasladar la camada de dos o tres cachorros a un nuevo cubil, llevándolos en las fauces si son pequeños o llamándolos para que la sigan si están crecidos.
La hembra también procura mantener a sus pequeños fuera de la vista de los enemigos, entre ellos los babuinos. Pero si estos simios atacan a las crías, arremeterá contra ellos, exponiéndose al peligro para facilitar la huida de su prole. También correrá grandes riesgos a la hora de buscarles comida. A fin de conseguir carne para su hambrienta camada, este felino, de por sí huidizo, se atreverá a pasar por en medio de una manada de elefantes aunque estén barritando.
Es curioso que las crías de leopardo no tienen al principio una actitud independiente. Aunque el destete tiene lugar a los seis meses de nacer, el cachorro matará su primera presa cuando cumpla un año. Los machos no se vuelven adultos solitarios hasta los dos años y medio de edad. Las hembras a veces comparten el territorio con su madre al hacerse adultas.
¿Vivirá algún día en paz el leopardo?
No obstante, estos adorables cachorritos se convertirán en fieras carniceras. Por esta razón, la mente pudiera resistirse a creer que algún día se cumplirán estas palabras del profeta Isaías: “El lobo realmente morará por un tiempo con el cordero, y el leopardo mismo se echará con el cabrito”. (Isaías 11:6.)
Los últimos intentos de domesticar leopardos han tenido escasos resultados. La Sra. Sieuwke Bisleti van der Laan y su marido criaron una camada en su granja de África. Los cachorros tenían “libertad plena” y comían de su mano, pero nunca fueron domesticados realmente. La Sra. Sieuwke Bisleti escribe: “Cuando el leopardo alcanza la adultez, se va por su camino. El león siempre quiere a uno y le obedece; el leopardo, en cambio, siempre te reconocerá, pero será él quien decida cómo reaccionar ante las circunstancias”.
Con el tiempo se vio que era peligroso que corretearan por la granja las crías ya crecidas, de modo que resolvieron devolverlas a la vida salvaje. ¿Se les había malcriado con los cuidados del hombre? En absoluto. A los tres días de haberlos soltado, vieron al macho sentado encima de un antílope acuático que había cazado.
Ahora bien, el limitado éxito en la domesticación de este felino no invalida la profecía inspirada en la que Isaías anuncia que habrá paz entre el leopardo y el cabrito. Este portento no se deberá a la acción del hombre, sino a la intervención divina. La dominación de Dios no se limitará, sin embargo, a pacificar el reino animal. “La tierra ciertamente estará llena del conocimiento de Jehová”, vaticinó el profeta. (Isaías 11:1-9.) Hasta los hombres abandonarán la brutalidad que produce guerras y divisiones. Al mismo tiempo, también cambiará la actitud de la humanidad hacia el mundo animal. Las bestias ya no serán masacradas por capricho, y el hombre ya no expoliará su hábitat ni pondrá en peligro su existencia, pues Jehová habrá ‘causado la ruina de los que están arruinando la tierra’. (Revelación [Apocalipsis] 11:18.)