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La tormenta que se aproxima: ArmagedónLa Atalaya 1960 | 15 de noviembre
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sobre la superficie del suelo.”—Zac. 14:12, 13, Mod; Jer. 25:33.
Con la destrucción de Satanás, de sus demonios y de su organización terrenal, queda preparado el camino para que los sobrevivientes de la batalla, el pueblo de Jehová comiencen la reconstrucción que transformará esta tierra en un paraíso, libre de congoja, enfermedad, dolor y muerte.—Rev. 21:4.
Como en el caso de un huracán, los que hacen caso de la advertencia que ahora se da acerca del acercamiento del Armagedón darán pasos para seguridad y supervivencia, porque la tormenta devastadora ciertamente ha de seguir pronto. “Espera en Jehová y guarda su camino, y él te ensalzará para que tomes posesión de la tierra. Cuando los inicuos sean arrasados tú lo verás.”—Sal. 37:34.
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Siguiendo tras mi propósito en la vidaLa Atalaya 1960 | 15 de noviembre
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Siguiendo tras mi propósito en la vida
Según lo relató María M. Hinds
¡SÍ, PUEDE hacerse! A través de las edades hombres y mujeres fieles lo han hecho. Hoy todavía están haciéndolo hombres y mujeres. Y una de las maneras más satisfacientes de hacerlo—es decir, de dar a Jehová una respuesta a la jactancia de Satanás—es la de estar en el precursorado.—Pro. 27:11.
Mis primeros recuerdos son de padres temerosos de Dios que estudiaban las publicaciones de la Sociedad y que, gracias a ellas, inculcaban en nosotros sus hijos principios correctos. El asistir regularmente al estudio de La Atalaya y tomar parte en éste (ya fuera en nuestra casa o en el hogar del testigo más cercano al cual viajábamos 30 kilómetros en un coche ligero tirado por caballo), el repartir tratados después de las horas de clase—estas buenas costumbres habían llegado a ser parte tan íntegra de mi vida que acepté la verdad por sentada y de alguna manera pasé por alto el hecho de que yo tenía que hacer una decisión personal si quería tener la aprobación del gran Creador.
A la edad de dieciocho me matriculé en una universidad para un curso de entrenamiento de cuatro años. Cara a cara ya con las realidades duras de la vida, estaba aturrullada y desesperadamente nostálgica. Pero metido en el rincón de mi baúl, dando muestra de la previsión—y esperanza—de una madre dedicada estaba un pequeño libro verde, El arpa de Dios. Lo tomé ansiosamente, lo leí, lo estudié junto con la Biblia. ¡Significaba tanto más para mí ahora que nunca antes! Me traía consuelo y esperanza. Este conocimiento dador de vida me puso alerta en cuanto a un futuro mucho más satisfaciente que cosa alguna que jamás pudiera yo haber esperado lograr como resultado de mis propios esfuerzos y condujo a mi dedicación y bautismo en la primera asamblea grande a la cual asistí, en Toronto, Canadá, en 1927. Se avivó en mí un deseo inextinguible de ser precursora. Pero había una deuda universitaria que yo no podía concienzudamente pasar a otra persona para que la pagara, y ésta aumentó antes de que hubiese posibilidad de que yo la cancelase. Cómo estiré yo mis cheques de pago durante un año entero para cancelar esa deuda. Sí, ¡y quedaron ocho dólares a mi haber!
‘Busquen primero el reino y todas estas otras cosas serán añadidas’ fue la promesa aseguradora que seguía repicando
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