Ayudamos a nuestra familia de creyentes de Bosnia
LOS testigos de Jehová no intervienen en los conflictos políticos. (Juan 17:16.) No obstante, siguen el consejo del apóstol Pablo de hacer el bien “especialmente a la familia de los creyentes”, y acuden con presteza en ayuda de sus compañeros cristianos que viven en zonas desgarradas por la guerra. (Gálatas 6:10, Biblia del Peregrino.) Al acercarse el invierno de 1993-1994, algunos Testigos de Austria y Croacia arriesgaron su vida para ayudar a la familia de creyentes de Bosnia. Este es su informe.
Entre marzo y octubre de 1993 no hubo oportunidad de mandar ayuda a Bosnia. Sin embargo, a principios de octubre las autoridades indicaron que sería posible transportar provisiones. Aún sería una empresa peligrosa, pues seguía la lucha encarnizada en todos los frentes bosnios.
Pese a la situación, el martes 26 de octubre de 1993 nuestros camiones partieron de Viena con 16 toneladas de alimento y leña para nuestros compañeros cristianos de Bosnia. Llevábamos las tarjetas de solapa de la asamblea de distrito como identificación.
Cuando llegamos a la frontera de Croacia y Bosnia nos escoltaron hasta una base militar, donde registraron a fondo los camiones. No se nos concedió permiso para viajar por territorio serbio. Solo podríamos pasar por la parte central de Bosnia, directamente a través de la zona de combate.
¿Esfuerzo inútil?
Mientras las escoltas militares nos llevaban de un control a otro, oíamos las detonaciones ensordecedoras de los tanques y la artillería. Por la noche viajamos a través de los bosques escoltados por dos tanques y un jeep. Nuestros camiones avanzaban lentamente por la zona de combate. Todo fue bien hasta la mañana, cuando nos pasaron unos disparos por encima de la cabeza y tuvimos que escondernos detrás de una colina. Al rato cesaron los disparos y pudimos proseguir el viaje.
Cuando llegamos a un campamento, el comandante nos preguntó quiénes éramos y qué queríamos. “Su cometido está condenado al fracaso —nos dijo después de explicarle nuestro propósito—. No tienen ninguna posibilidad de salir del campamento a salvo, ni siquiera unos cuantos metros. Hay tanta hambre en el país, que la gente los atacará y les robará las provisiones.” Nos recomendó que diéramos la vuelta y regresáramos.
¿Estaba nuestro cometido “condenado al fracaso”? ¿Era inútil creer que podíamos viajar por zonas desgarradas por la guerra y azotadas por el hambre, y no perder ni las provisiones ni la vida? Teníamos que tomar una importante decisión. Ya habíamos oído fuego de artillería y atronadoras explosiones de bombas. Cuando pasamos la noche con los soldados, advertimos que estaban preparados para el rigor de la batalla. Llevaban chalecos antibala e iban fuertemente armados. Incluso el cocinero llevaba una ametralladora a la espalda. ¡Y nosotros con camisa, corbata y tarjetas de solapa! ¿Era prudente continuar el viaje?
Llegamos a Travnik
Parecía que nuestra única esperanza era negociar con el tercer bando de esta guerra. A la mañana siguiente preguntamos a una joven si sabía dónde estaba el cuartel general de este bando. “No está lejos —dijo—. Se halla al otro lado del bosque, en un edificio que había sido un hospital.” No podíamos esperar. A los soldados les sorprendió que nos atreviéramos a salir del campamento desarmados.
El edificio estaba en ruinas, pero había un oficial de guardia. Quería ayudarnos, aunque nos dijo que primero debíamos hablar con su comandante. Nos montó en su vehículo desvencijado y cruzó a gran velocidad la línea de fuego. Nos detuvimos en un edificio donde nos recibió el comandante en un cuarto oscuro.
“Anoche quisimos abrir fuego contra ustedes —dijo—. ¿Qué quieren?”
“Somos testigos de Jehová, y queremos llevar un cargamento de socorro a nuestros hermanos.”
Le sorprendió —e impresionó—, pues hacía semanas que ningún convoy de socorro se había aventurado a entrar en Bosnia. Después de un meticuloso registro, se nos dio una confirmación escrita. La noche anterior pensábamos que no teníamos ninguna posibilidad de continuar el viaje, ¡y ahora podíamos proseguir sin escolta!
Condujimos a través de los bosques, pasando por numerosos controles, y a veces tuvimos que cruzar líneas de fuego. A pesar del peligro, llegamos a salvo a Travnik. Un soldado que se enteró de nuestra llegada corrió a una casa donde estaban reunidos los hermanos. “Su gente está aquí con los camiones”, gritó. Puede imaginarse su alegría. Llevamos alimento a la casa, les dijimos unas palabras y luego reanudamos el viaje. Estaba oscureciendo y aún teníamos que recorrer treinta y dos peligrosos kilómetros.
Nos dirigimos a Zenica
Un vehículo escolta nos dirigió a través de los bosques a toda velocidad. Hubo quien dijo que no llegaríamos a Zenica a salvo, pero lo conseguimos. El pueblo ofrecía un aspecto sombrío. No había luces ni automóviles en la carretera. Zenica estaba sitiada por todos lados, lo que había causado mucha hambre y desesperación.
Cuando entramos en una calle, vimos algo sorprendente: ¡dos hermanas cristianas predicando! Luego supimos que el día anterior los hermanos habían decidido en la reunión salir a los bosques en busca de alimento, pues ya se les habían agotado las existencias. ¡Llegamos justo a tiempo! Descargamos uno de los camiones a las cuatro de la mañana, cuando no había nadie en la calle.
Al día siguiente nos pusimos en contacto con un general, que se sorprendió mucho de que hubiéramos llegado a Zenica. Le preguntamos en cuanto al viaje a nuestro próximo destino: Sarajevo.
“Hace meses que nadie se ha aventurado a ir en camión”, dijo el general, aunque finalmente nos dio permiso para cruzar por las montañas. “Pero les digo que va a ser duro —nos advirtió—. No estoy seguro de que sus camiones puedan aguantarlo.”
El general no había exagerado. Cuando estábamos a solo 40 kilómetros de Sarajevo, tuvimos que dar un rodeo de 140 kilómetros a través de los bosques. Nunca olvidaremos este trayecto de Zenica a Jablanica, vía Sarajevo, que nos tomó tres días y dos noches, viajando muchas veces a una velocidad de 5 kilómetros por hora. La “carretera” era un sendero que se había formado por el paso de vehículos armados. Condujimos sobre rocas y agujeros temibles. En varios tramos fue necesario ir con las luces apagadas, por lo que en dos ocasiones casi se despeñan los camiones por la ladera de una colina. Un camión del ejército que nos seguía encendió un momento las luces e inmediatamente le dispararon. A veces tuvimos que reparar puentes derrumbados y cambiar neumáticos.
Cuando llegamos a las afueras de Sarajevo, pedimos hablar con el general al mando. Mientras esperábamos, vimos en la calle un camión que llevaba diez cadáveres y un saco de cabezas; los soldados estaban negociando la entrega de los cuerpos: una desagradable escena que nos hizo anhelar el día en que ya no exista la guerra. (Isaías 2:4.)
Por fin, a las diez de la mañana, permitieron que uno de nosotros se entrevistara con el general y sus oficiales en una habitación oscura, iluminada por una vela.
“¿Quiénes son?”, preguntó el general.
“Somos testigos de Jehová. Queremos llevar alimento a nuestros compañeros Testigos de Sarajevo.”
“¿Saben que hay muchos testigos de Jehová en Sarajevo?”
“Sí, por eso estamos aquí.”
Entonces el general mencionó el nombre de un Testigo. “¿Lo conocen?”
“Sí, es nuestro amigo.”
“Es amigo mío también —dijo el general—. Fuimos a la escuela juntos. Desde que se ha hecho Testigo aún lo aprecio más. Ha hecho mucho por ustedes. Por favor, háblenos de los testigos de Jehová.”
Conversamos durante una hora, y aceptaron más de una decena de revistas y folletos. Después de una segunda reunión, el general hizo preparativos especiales para que entregáramos las provisiones a los hermanos de Sarajevo.
No fue una tarea fácil. Unas treinta personas, entre ellas algunas que no eran Testigos, cargaron paquetes que pesaban unos veintisiete kilogramos cada uno. Trabajaron dos noches distintas desde las ocho de la noche hasta las cinco de la mañana, es decir, un total de dieciocho horas. Un anciano contó que a sus vecinos les conmovió tanto la labor de socorro, que se arrodillaron con los hermanos y dieron gracias a Jehová. Claro está, ellos también recibieron parte del alimento.
Imagínese el gozo de nuestros hermanos al recibir unos once mil kilogramos de provisiones de auxilio. La situación era desesperada. Un kilogramo de harina costaba entre 300 y 660 dólares (E.U.A.). Un saco de leña costaba 260 dólares, y un litro de gasóleo, 20 dólares.
Parecía que se nos estuviera recompensando por cada uno de los peligros que habíamos afrontado durante el viaje. Nos complació contemplar la alegría de nuestros hermanos cuando recibieron este cargamento de socorro. Fue una experiencia que no olvidarán nunca, ni nosotros tampoco. Pero ahora teníamos que empezar a pensar en el reto de volver a casa.
El regreso a casa
“¿Qué camino tomamos para regresar?”, preguntamos al general.
“El mismo por el que vinieron”, contestó.
Estábamos extenuados, nos quedaba poco combustible y no teníamos neumáticos de repuesto. Además, empezó a llover, y no podíamos viajar por el barro. Preguntamos al general si podíamos volver por el sur.
“Se están librando fuertes batallas en esa zona —dijo—. Ni un ratón podría pasar por allí.” No obstante, al cabo de un rato, lo reconsideró. “Pruébenlo —dijo—. Después de todo, llegaron hasta aquí.”
Tuvimos que dejar atrás un camión y distribuir el combustible entre los otros tres. Partimos a medianoche en dirección a los bosques.
Nuestro viaje de regreso no estuvo exento de problemas. Nos encontramos un camión del ejército volcado que obstruía parcialmente un puente que debíamos cruzar. Vimos que con tan solo quitarle una rueda, tendríamos suficiente espacio para pasar.
Preguntamos a un soldado armado: “¿Podemos desmontar la rueda y montarla de nuevo después de cruzar el puente?”.
“Si tocan la rueda, van a darle trabajo a mi fusil”, contestó el soldado, apuntándonos con el arma.
Decidimos que sería mejor preparar un poco de café y ofrecerle una taza al soldado. Durante varias horas le contamos experiencias de las asambleas internacionales de 1991, como la que se celebró en Zagreb. Al final su actitud se ablandó, y nos permitió desmontar la rueda.
En Jablanica, uno de nosotros le dijo al comandante la ruta que pensábamos tomar. No podía creer lo que oía. “¿Quieren viajar por el valle de Neretva?”
Era comprensible que se alarmara. Las laderas del valle de Neretva estaban en poder de diferentes ejércitos. El fuego entre ellos era constante. Dieciséis kilómetros de esa carretera eran sumamente peligrosos. “Así están las cosas —dijo el general—, ¿y aún quieren pasar por allí?”
Después de sopesar la situación, el general dijo que podíamos ir, pero solo si nos acompañaban algunos oficiales. Sin embargo, estos se mostraron reticentes a ir con nosotros. Finalmente, pedimos que tan solo se pusieran en contacto con el otro lado para anunciar nuestro paso. Nosotros cruzaríamos sin escolta a la mañana siguiente.
Indicamos con grandes letras en los camiones que llevábamos ayuda humanitaria. Después de orar a Jehová, partimos para el valle. Nos resolvimos a no aumentar la velocidad aunque oyéramos disparos, a fin de no levantar sospechas.
Cruzamos el puente hacia el otro lado del río y continuamos hacia el siguiente valle entre cadáveres de animales y camiones y tanques destrozados. De repente, detectamos en la carretera unas minas que nos imposibilitaban el paso. Tocamos las bocinas hasta que dos soldados se asomaron por detrás de un peñasco. “¿Quiénes son? ¿Qué quieren?”, preguntaron.
Después de identificarnos, les pedimos que retiraran las minas, y lo hicieron. Finalmente, llegamos al otro lado.
Allí los soldados se sorprendieron al vernos. Salieron cautelosamente de sus escondites y se acercaron a los camiones apuntándonos con los fusiles. Les mostramos nuestros permisos y placas de matrícula, que habíamos quitado por razones de seguridad cuando cruzamos la zona de guerra.
“Nadie los esperaba —dijo un soldado—. ¿Cómo pudieron pasar?”
Contrario a lo que habíamos pedido, no se había informado de nuestra llegada a ninguno de estos puestos avanzados. El oficial continuó: “Teníamos las armas cargadas y estábamos a punto de disparar”.
Preguntamos por qué no lo hicieron.
“No tengo idea —contestó el soldado—. Creo que era su destino. Cuando los miramos con los prismáticos vimos el letrero ‘ayuda humanitaria’, y no supimos qué hacer con ustedes. Por eso llegaron.” Después ofrecimos una sentida oración de agradecimiento a Jehová por su protección.
Aunque están viviendo en condiciones muy difíciles, el espíritu de nuestros hermanos y hermanas de Bosnia es alentador. Comparten sus bienes materiales y se animan con palabras de fe y estímulo. En Zenica hay 40 Testigos activos, entre ellos 2 precursores especiales, 11 precursores auxiliares y 14 nuevos bautizados. Los 65 Testigos y 4 precursores auxiliares que aún quedan en la ciudad de Sarajevo dirigen 134 estudios bíblicos. Los Testigos dedican un promedio de veinte horas todos los meses a hablar a otras personas de las buenas nuevas del Reino de Dios.
Los testigos de Jehová constituyen en verdad una familia mundial de creyentes. Arriesgan la vida de buena gana para hacer el bien a los que están relacionados con ellos en la fe, aunque no los hayan visto nunca antes. ¿Por qué? Porque los aman. Jesucristo dijo: “En esto todos conocerán que ustedes son mis discípulos, si tienen amor entre sí”. (Juan 13:35.) Así ha sido en lo relacionado con nuestra familia de creyentes de Bosnia.
[Fotografía en la página 26]
Pasando lentamente por el lado de un camión volcado
[Fotografías/Mapa en la página 24]
Se llevan provisiones de socorro a Bosnia-Herzegovina
[Mapa]
(Para ver el texto en su formato original, consulte la publicación)
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