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¡Despertad! 1995
g95 8/8 págs. 16-20

¿Qué eran las catacumbas?

POR EL CORRESPONSAL DE ¡DESPERTAD! EN ITALIA

Entre galerías tenebrosas, ocultas en las entrañas de la Roma antigua, se hallan las catacumbas. Ahora bien, ¿qué son exactamente? ¿Para qué se construyeron?

LAS catacumbas son, en esencia, túneles excavados en la roca para servir de lugares de enterramiento. Se cree que el término “catacumba”, de etimología incierta (posiblemente “en las cavidades”), era una designación topográfica aplicada a cierto cementerio de la Vía Apia situado en los aledaños de Roma. Con el tiempo se hizo genérico para todas las necrópolis subterráneas. Aunque en la cuenca mediterránea abundan las catacumbas, las mayores —se calcula que alcanzan una longitud total de varios centenares de kilómetros— y más famosas son las de Roma. Se han identificado no menos de sesenta, todas ellas a escasos kilómetros del centro histórico de la ciudad, a lo largo de las vías consulares que enlazaban Roma con las provincias.

Al parecer, los cristianos romanos del siglo I carecían de cementerios privados, de modo que sepultaban a sus muertos junto a los paganos. A mediados del siglo II, cuando los que profesaban el cristianismo ya acusaban la influencia del pensamiento pagano, los conversos adinerados ofrecieron propiedades para que sirvieran de cementerios “cristianos”. Con las excavaciones se aspiraba a resolver el problema del espacio sin alejarse demasiado de la ciudad.

Historia de las catacumbas

Las primeras excavaciones se hacían probablemente a lo largo de las faldas de las colinas o en canteras abandonadas. “Luego —explican Ludwig Hertling y Engelbert Kirschbaum en su obra sobre las catacumbas—, se empezaba a trabajar en una galería no mucho más alta que un hombre. Se practicaban túneles laterales a derecha e izquierda, que podían unirse por los extremos con otra galería paralela a la primera. De este modo fue formándose una red, inicialmente sencilla pero cada vez más complicada.”

El auge de estos cementerios tuvo lugar durante los siglos III y IV; para entonces, la religión que se aceptaba como cristiana estaba saturada de doctrinas y prácticas paganas. La “conversión” de Constantino, en 313, llevó a que las catacumbas pasaran a ser propiedad de la Iglesia de Roma, y algunas adquirieron proporciones descomunales. En conjunto, las catacumbas romanas podían albergar centenares de miles de tumbas, si no millones.

Durante aquel período se adornaron y ampliaron los cementerios, además de construirse nuevas escaleras para facilitar el acceso al creciente número de visitantes. Las supuestas tumbas de los papas y mártires habían adquirido tal renombre (sobre todo en la Europa septentrional), que las catacumbas atraían grandes peregrinaciones. La decadencia de Roma y las primeras invasiones bárbaras, a comienzos del siglo V, hicieron sumamente peligrosa la zona, de modo que estos subterráneos dejaron de utilizarse como necrópolis.

En el siglo VIII, los sepulcros sufrieron un gran deterioro, víctimas no solo del saqueo y expolio de los ejércitos invasores, sino también, según explican Hertling y Kirschbaum, de “mediadores romanos condescendientes” que entregaron gran cantidad de recuerdos sagrados a “los abades germanos y francos, cada vez más ávidos de reliquias” que prestigiaran sus catedrales y monasterios. Incapaz de restaurar y defender las catacumbas, el papa Pablo I puso la mayoría de los huesos que aún quedaban al amparo de las murallas de la ciudad, donde posteriormente se construyeron grandes basílicas sobre las supuestas reliquias de los “santos mártires”. Las catacumbas propiamente dichas cayeron en el abandono y el olvido.

Los antiguos itinerarios de los siglos V a IX, guías para los visitantes de las famosas tumbas, proporcionaron indicios valiosísimos a los estudiosos, quienes durante los siglos XVII y XIX se lanzaron a la búsqueda, identificación y exploración de estos cementerios, que se hallaban ocultos por los desplomes y la vegetación. Desde entonces se han realizado muchas investigaciones y restauraciones, de modo que ahora es posible visitar varios de estos evocadores lugares.

La visita a una catacumba

Nos hallamos en la Vía Apia, la calzada por la que viajó el apóstol Pablo cuando lo llevaron preso a Roma. (Hechos 28:13-16.) A pesar de habernos alejado solo 3 kilómetros de las murallas de la ciudad, estamos en campo abierto, rodeados de magníficos pinos y cipreses que medran entre los monumentos y ruinas de esta vía, antaño muy transitada.

Adquirida la entrada, bajamos a unos 12 metros de profundidad por una escalera empinada. El guía nos explica que la catacumba que visitamos está dispuesta en cinco niveles, que alcanzan una profundidad de 30 metros, a partir de los cuales mana agua. En efecto, Roma está rodeada de extensos depósitos de toba, roca volcánica permeable y fácil de labrar, a la par que fuerte y sólida.

Caminamos por un corredor estrecho, de un metro de ancho y unos dos y medio de alto. Las paredes de color pardo oscuro son ásperas y húmedas y todavía conservan las marcas dejadas por los picos de los fossores, los excavadores de estos angostos túneles. Aunque las tumbas de ambos lados fueron abiertas y saqueadas hace mucho tiempo, algunas todavía conservan fragmentos óseos. Al ir avanzando en la oscuridad, nos percatamos de que nos rodean miles de tumbas.

La forma más barata y práctica de dar sepultura a los muertos era labrar loculi (nichos rectangulares) a lo largo de las paredes, uno encima del otro. Estos nichos normalmente contenían un solo cadáver, aunque a veces recibían dos o tres. Se tapaban con ladrillos, lápidas de mármol o baldosas de terracota, selladas con cal. Muchas no tienen inscripción alguna. Se diferenciaban por los pequeños objetos del exterior: la impronta de una moneda o concha marina en la cal húmeda o, como ocurre en la Catacumba de Priscila, una muñequita de hueso que probablemente dejaron los desconsolados padres que lloraban a su hija, muerta en la flor de la vida. Muchas tumbas son tan reducidas que solo podían albergar recién nacidos.

Preguntamos al guía: “¿Cómo podemos determinar la antigüedad de las catacumbas?”, y este nos responde así: “Este dato no está sujeto a conjeturas. ¿Ven esta marca? [Nos inclinamos para ver una señal estampada en una gran pieza de terracota que cerraba un nicho.] La impronta de esta pieza se hizo al fabricarla. En los tejares, muchos de ellos propiedad del imperio, se estampaban un buen número de datos en los ladrillos y losetas que se producían, datos como los nombres del yacimiento de arcilla, del tejar, del capataz, de los cónsules (magistrados supremos) que gobernaban aquel año, etcétera. Estas marcas son sumamente útiles para determinar la fecha precisa de las tumbas. La más antigua se remonta a mediados del siglo II E.C. y la más reciente es aproximadamente del año 400”.

Popurrí de ideas

Entre los que hacían uso de estos cementerios había algunos que obviamente tenían cierto conocimiento de las Santas Escrituras, pues varias sepulturas están ornamentadas con escenas bíblicas. Sin embargo, no hay rastro del culto a María ni de otros temas habituales del arte “sacro” posterior, como la llamada crucifixión.

También observamos figuras sin relación alguna con la Biblia. “Así es —admite nuestro guía—. Muchas escenas de estas y de otras catacumbas están tomadas del arte pagano. Entre ellas figuran: Orfeo, héroe y semidiós grecorromano; Cupido y Psiquis, que representan la suerte del alma en la vida actual y en la venidera; la viña y la vendimia, conocido símbolo dionisíaco del éxtasis de ultratumba. Según el estudioso jesuita Antonio Ferrua, algunos préstamos evidentes del arte idolátrico comprenden la personificación de seres abstractos: las cuatro estaciones representadas con cupidos o con otras escenas más complejas, como el verano coronado de espigas y lirios, etcétera.”

Entre los temas que más se repiten están: el pavo real, símbolo de la inmortalidad, dado que su carne se creía incorruptible; el fénix, ave mitológica que también simbolizaba la inmortalidad, pues se creía que moría incendiada para renacer de sus cenizas; las almas de los muertos, rodeadas de aves, flores y frutos, celebrando un banquete en el más allá. Sin duda, todo un popurrí de conceptos paganos y bíblicos.

Algunos epitafios son conmovedoras muestras de fe, que al parecer reflejan la convicción de que los muertos están dormidos, a la espera de la resurrección: “Aquilina duerme en paz”. (Juan 11:11, 14.) En contraposición a las enseñanzas bíblicas, otras inscripciones reflejan la idea de que los muertos pueden ayudar a los vivos o comunicarse con ellos: “Acuérdate de tu esposo y de tus hijos”; “Ruega por nosotros”; “Ruego por ti”; “Estoy en paz”.

¿A qué obedece esta mezcolanza de ideas bíblicas y paganas? El historiador J. Stevenson dice: “El cristianismo de algunos cristianos se hallaba embebido de ideas de la antigüedad pagana”. Es patente que los “fieles” de Roma ya no obraban en conformidad con el conocimiento que transmitieron los verdaderos discípulos de Jesús. (Romanos 15:14.)

Al proseguir con el recorrido, vemos cada vez más claro cuánto influyó la práctica antibíblica de dar devoción a los muertos. El deseo de muchos era recibir sepultura cerca de la tumba de quien consideraban un mártir; la intención era que este, desde su bienaventurada posición en los cielos, intercediera por ellos, que eran inferiores, y les ayudara a obtener el mismo galardón.

Muchos se imaginan que las catacumbas yacen justo debajo de la ciudad, pero no es así. Se hallan a unos cuantos kilómetros, fuera del centro urbano. Efectivamente, la legislación romana, prohibía los entierros intramuros. La Ley de las Doce Tablas, promulgada en el siglo V a.E.C. estipulaba: Hominem mortuum in urbe ne sepelito neve urito (El hombre muerto no sea enterrado ni quemado dentro de la ciudad).

Nuestro guía comenta: “Las autoridades conocían muy bien estos cementerios; tanto, que durante la persecución del emperador Valeriano, que prohibió a los cristianos penetrar en las catacumbas, ejecutaron al papa Sixto II al hallarlo en ellas (258 E.C.)”.

Al doblar otro recodo del laberinto, vemos la pálida luz diurna que ilumina el extremo del corredor, por lo que deducimos que la visita toca a su fin. Nos despedimos del guía agradeciéndole la información tan interesante y mientras subimos otra empinada escalera hacia la superficie no podemos dejar de pensar en todo lo que hemos visto.

¿Acaso pueden encuadrarse estos restos en el cristianismo verdadero? No parece concebible. Las Escrituras profetizaron que poco después de la muerte de los apóstoles se produciría una contaminación de las doctrinas de Jesús y sus discípulos. (2 Tesalonicenses 2:3, 7.) Sin duda, los datos expuestos tocante al culto a los difuntos y mártires, y la inmortalidad del alma, en vez de dar testimonio elocuente de una fe cimentada en las enseñanzas de Jesús, denotan la gran influencia que ya ejercía el paganismo en los cristianos apóstatas de la Roma de los siglos II a IV de nuestra era.

[Comentario en la página 18]

Las supuestas tumbas de los papas atrajeron grandes peregrinaciones

[Comentario en la página 19]

Cierta catacumba tiene cinco niveles y alcanza una profundidad de más de 30 metros

[Comentario en la página 20]

Las catacumbas manifiestan la influencia de la predicha apostasía de la verdad bíblica

[Fotografías/Ilustración en la página 17]

Derecha: algunas aves simbolizaban la inmortalidad

Extremo derecho: trazado laberíntico de algunas catacumbas romanas

Sección inferior derecha: sello de un ladrillo, que facilita la datación de las tumbas

Abajo: cripta de los papas

[Reconocimientos]

Archivio PCAS

Soprintendenza Archeologica di Roma

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