Vivía a la ventura, pero encontré un propósito en la vida
IMAGÍNESE mi consternación e inquietud cuando dos hombres corpulentos me despertaron un día muy de mañana y registraron mi dormitorio. Mi madre miraba estupefacta, pálida y asustada. Aquellos hombres eran detectives.
Inmediatamente supe lo que buscaban. Aunque aparenté una actitud valiente y desafiante, en mi interior tenía miedo. Me di cuenta de que la policía estaba estrechando el cerco alrededor de nuestra pandilla de ladrones juveniles en Nueva Jersey (E.U.A.). Los detectives me ordenaron bruscamente que me vistiera, luego me llevaron a empujones a la jefatura de policía para interrogarme.
¿Cómo llegué a encontrarme en esa lamentable situación? Todo empezó siendo yo muy joven. Con solo 15 ó 16 años ya me consideraba un delincuente juvenil habitual. En la década de los sesenta muchos jóvenes veían “moderno” ser un rebelde sin causa, y yo concordaba plenamente con ellos. De ahí que a los 16 años me expulsaran de la escuela y pasara las horas muertas en una sala de billar del barrio, donde empecé a relacionarme con una pandilla juvenil que se dedicaba a robar. Después de acompañarlos en algunos trabajos relativamente sencillos, empezó a gustarme la emoción y el suspenso, y todos los robos me parecían apasionantes.
Ese fue el comienzo de una serie de robos con escalo que duró nueve meses. Nos centrábamos principalmente en oficinas que solían tener grandes sumas de dinero en efectivo. Cuantos más robos cometíamos sin ser prendidos, más temerarios nos volvíamos. Finalmente, decidimos robar una sucursal del banco del condado.
Por primera vez, las cosas empezaron a ir mal. Aunque entramos en el banco sin ninguna dificultad, pasamos una noche frustrante en su interior porque solo pudimos forzar los cajones de los cajeros. Y lo peor fue que nuestro robo introdujo en el caso a la Oficina Federal de Investigación (FBI). Con la FBI siguiéndonos el rastro, no pasó mucho tiempo antes de que nos arrestaran a todos.
Los lamentables resultados de la mala conducta
Me acusaron de 78 robos con escalo y sufrí la vergüenza de oír la lectura de los detalles de cada uno de ellos ante el tribunal. Este hecho, aunado a toda la publicidad que habían recibido nuestros delitos en la prensa local, fue un golpe muy fuerte para mis padres. Pero la humillación y la vergüenza que les estaba causando no me preocupaba mucho en aquel tiempo. Fui sentenciado a un período indefinido de reclusión en un reformatorio estatal, lo que pudo haber significado que permanecería detenido hasta que cumpliera los 21 años. Sin embargo, en gran parte debido a los esfuerzos de un gran abogado, me trasladaron a un correccional de menores especial.
Aunque me había librado de cumplir una pena de reclusión, se estipuló que debía permanecer aislado de la comunidad y de mis anteriores compañeros. Con ese fin me matricularon en una escuela particular de Newark (Nueva Jersey) que se especializaba en jóvenes problemáticos como yo. Además, debía reunirme semanalmente con un psicólogo para recibir ayuda profesional. Mis padres cumplieron con todas estas condiciones a costa de enormes sacrificios económicos.
Trato de reformarme
Seguramente debido a la gran publicidad que había recibido nuestro juicio, apareció en el periódico de nuestra ciudad un artículo editorial titulado “Cuando se retiene la vara”, en el que se criticaba el trato aparentemente blando que había recibido la banda. Estos comentarios sensibilizaron por primera vez mi conciencia. Así que recorté el artículo y me prometí que algún día, de alguna manera, compensaría todos los sufrimientos, bochornos y gastos que había causado a mis padres.
Se me ocurrió que una manera de probarles que podía cambiar sería graduándome en la escuela secundaria con mi grupo original. Empecé a estudiar como nunca lo había hecho. Al final del curso, acompañado del asistente social encargado de vigilarme durante mi libertad condicional, comparecí de nuevo ante el juez que me había sentenciado. Cuando este vio que en cada trimestre había conseguido el promedio de notable alto, su expresión adusta se transformó en una sonrisa. Así que me permitieron regresar a mi anterior escuela, en donde me gradué al año siguiente.
Continúo a la ventura
Transcurría el año 1966, y mientras muchos de mis condiscípulos se iban a la guerra de Vietnam, yo me dirigí al Concord College de Virginia Occidental. Allí empecé a consumir drogas, a participar en manifestaciones por la paz y a asimilar una nueva cultura que me hizo dudar de los valores tradicionales. Estaba buscando algo, pero no sabía qué. Cuando llegaron las vacaciones de Acción de Gracias, en lugar de ir a casa, me fui en autostop hacia el sur, a Florida, más allá de la cadena montañosa Blue Ridge.
Anteriormente no había viajado mucho, y me lo estaba pasando muy bien viendo tantos lugares distintos hasta que, el mismo día de Acción de Gracias, terminé en la cárcel de Daytona Beach acusado de vagabundo. Estaba demasiado avergonzado para llamar a mis padres, pero las autoridades carcelarias lo hicieron por mí. Una vez más, mi padre prefirió pagar una elevada multa antes que verme cumplir una pena de prisión.
Después de aquello abandoné la universidad. Con solo una maleta y mis ansias de viajar recién despertadas, volví a recorrer a la ventura la costa oriental de Estados Unidos en autostop haciendo cualquier trabajito que encontrara para mantenerme. Mis padres casi nunca sabían dónde estaba, aunque de vez en cuando los visitaba. Lo que me sorprendía era que siempre parecían estar contentos de verme, pero yo no podía echar raíces en ningún sitio.
Puesto que dejé de asistir a la universidad, perdí mi clasificación de estudiante y ya no se me concedieron más prórrogas del servicio militar. Mi clasificación pasó a ser 1-A, es decir, apto para el servicio; solo era cuestión de tiempo para que me llamaran a filas. No podía hacerme a la idea de llevar una vida reglamentada y perder la libertad que entonces tenía; así que decidí abandonar el país en barco. Durante los trámites se me presentó la oportunidad de iniciar otra carrera. ¿Sería este, por fin, el verdadero propósito de mi vida?
Mi vida en el mar como mercenario
Un viejo amigo de la familia, capitán de la marina mercante de Estados Unidos, me habló de un programa de formación para ingenieros navales que acababa de iniciar. Me interesó un curso abreviado de dos años que me ofrecía la doble ventaja de recibir prórrogas del servicio militar y el título de ingeniero naval, y enseguida me aceptaron. Me gradué con diploma en 1969 y me enrolé en San Francisco como oficial de tercera en mi primer barco. Zarpamos inmediatamente rumbo a Vietnam con un cargamento de municiones. Tuvimos un viaje sin contratiempos y, cuando llegamos a Singapur, dimití de mi cargo.
Allí me enrolé en un buque insignia que contrataba a los trabajadores no sindicados del puerto. Este barco recorría la costa vietnamita desde la bahía de Cam Ranh, al sur, hasta Da Nang, al norte, cerca de la zona desmilitarizada. En esa ruta nunca dejaba de oírse el resonante estruendo de los incesantes bombardeos, pero había ventajas económicas. Entre mi sueldo y las primas monetarias que de vez en cuando nos daban en compensación por los peligros de la guerra y de los ataques que sufríamos cuando estábamos en plena línea de fuego, ganaba más de 35.000 dólares (E.U.A.) al año como mercenario de guerra. A pesar de aquella prosperidad económica, todavía me sentía desorientado y me preguntaba qué propósito tenía la vida y adónde me dirigía.
Empiezo a verle sentido a la vida
Después de un ataque enemigo particularmente espantoso, Albert —mi ayudante en la sala de calderas— empezó a hablarme de que pronto llegaría el día en que Dios traería paz a la Tierra. Lo que me decía era tan inaudito que agucé el oído. Cuando volvimos a zarpar rumbo a Singapur, Albert me comunicó que había sido testigo de Jehová pero que se había hecho inactivo. Así que juntos tratamos de localizar a los Testigos de Singapur. Parecía que nadie podía ayudarnos, sin embargo, precisamente la noche antes de partir, Albert encontró una revista La Atalaya en el vestíbulo de un hotel. En ella constaba una dirección, pero no teníamos tiempo de buscarla pues a la mañana siguiente zarpábamos rumbo a Sasebo (Japón), donde el barco permanecería en dique seco durante dos semanas.
Una vez allí, pagamos a la tripulación, y Albert dimitió y se marchó. Sin embargo, al cabo de solo una semana, tuve la sorpresa de recibir un telegrama suyo en el que me decía que el siguiente fin de semana se iba a celebrar una asamblea de los testigos de Jehová en la ciudad de Sasebo. Decidí ir para ver cómo era.
Nunca olvidaré aquel día: 8 de agosto de 1970. Llegué al lugar de asamblea en taxi, y me encontré entre centenares de japoneses, todos impecablemente vestidos. Aunque la mayoría de ellos no sabían nada de inglés, parecía que todos querían estrecharme la mano. Nunca había visto algo semejante, y a pesar de que no entendí ni una palabra del programa en japonés, decidí volver al día siguiente, solo para ver si me daban la misma bienvenida. ¡Y así fue!
Contratamos a una nueva tripulación, y una semana después volvíamos a la mar, rumbo a Singapur. Lo primero que hice al llegar fue tomar un taxi e ir a la dirección que constaba en la revista La Atalaya. Salió una señora muy amable y me preguntó qué deseaba. Le mostré la dirección de La Atalaya e inmediatamente me invitó a pasar y me presentó a su esposo. Dijeron que eran misioneros procedentes de Australia y que se llamaban Norman y Gladys Bellotti. Yo les expliqué cómo había conseguido su dirección. Hicieron que me sintiera muy bien recibido y respondieron a muchas de mis preguntas. Salí de su casa con una bolsa llena de publicaciones bíblicas. Durante los siguientes meses, navegando por la costa de Vietnam, leí muchos de aquellos libros, entre ellos La verdad que lleva a vida eterna.
Entonces, por primera vez en mi vida sentí que tenía un verdadero propósito, un objetivo. Cuando volví a Singapur, dimití de mi cargo.
Un regreso decepcionante
Por primera vez también, sentí deseos de ir a casa. Así que unas semanas después regresé muy entusiasmado y con el deseo de contarles a mis padres todo lo que sabía de los testigos de Jehová. Ellos no compartieron mi entusiasmo, y era comprensible, pues mi conducta no les ayudó. Solo llevaba en casa unas semanas cuando, en un arranque de furia, destrocé una sala de fiestas. Recobré el conocimiento en una celda de la cárcel.
Para entonces estaba empezando a creer que jamás podría reformarme y controlar mi genio violento. Quizás yo siempre sería un rebelde sin causa. Sentí que ya no podía quedarme más tiempo en casa, que tenía que marcharme. A los pocos días, reservé un pasaje en un barco de carga noruego que se dirigía a Inglaterra.
Inglaterra y la escuela de arte dramático
Me encantó estar en Inglaterra, pero como no era fácil encontrar trabajo, decidí presentarme a diversas escuelas de arte dramático para que me hicieran una audición y, para mi sorpresa, me aceptaron en La Escuela de Arte Dramático de Londres. Los dos años que estuve en Londres los pasé bebiendo en exceso, haciendo vida social y también consumiendo drogas de toda clase.
De pronto decidí visitar de nuevo a mi familia en Estados Unidos. Pero ¿pueden imaginarse lo sorprendidos que quedaron esta vez cuando me vieron llegar con aquella apariencia tan extravagante? Llevaba una capa negra sujeta al cuello por dos cabezas de león doradas unidas por una cadena también dorada, un chaleco de terciopelo rojo y unos pantalones de terciopelo negro con ribetes de cuero y metidos en unas botas que me llegaban hasta la rodilla. No es de extrañar que a mis padres no les causara una buena impresión y que me sintiera totalmente fuera de lugar en su entorno conservador. Así que regresé a Inglaterra, donde en 1972 recibí un diploma en arte dramático. Había alcanzado otra meta, pero seguía haciéndome la misma pregunta de siempre: ¿Adónde voy ahora? Todavía sentía la necesidad de encontrar un verdadero propósito en la vida.
Por fin dejo de vivir a la ventura
Poco después, noté que por fin mi vida adquiría cierta estabilidad. Todo comenzó con la amistad que había entablado con mi vecina Caroline. Era maestra de escuela, de origen australiano, y tenía una personalidad estable y convencional, totalmente contraria a la mía. Habíamos sido amigos durante dos años sin entrar en una relación romántica. Entonces se fue a Estados Unidos por tres meses, y debido a nuestra buena amistad, pedí a mis padres que la alojaran en casa varias semanas. Probablemente ellos se preguntaban cómo era posible que aquella joven tuviera algo que ver con alguien como yo.
A poco de marcharse Caroline, dije a mis amigos que yo también me iba a casa, y me hicieron una gran despedida. Pero en lugar de regresar a Estados Unidos, simplemente me trasladé al barrio londinense de South Kensington, alquilé un apartamento en un sótano y telefoneé a la sucursal de Londres de los testigos de Jehová. Me había dado cuenta del rumbo que debía tomar mi vida. En menos de una semana me visitó un matrimonio encantador, y enseguida se ofrecieron para ayudarme a estudiar la Biblia. Como ya había leído varias publicaciones de los Testigos, tenía bastante interés, de modo que les pedí dos estudios semanales. Al ver mi entusiasmo, Bob me invitó enseguida al Salón del Reino, y poco tiempo después ya estaba asistiendo a todas las reuniones semanales.
Cuando descubrí que los testigos de Jehová no fuman, decidí dejar el tabaco de inmediato. Pero ¿y mi aspecto? Como no quería sentirme fuera de lugar, me compré una camisa de vestir, una corbata y un traje. Poco después ya satisfacía los requisitos para participar en la actividad de predicar de casa en casa y, aunque bastante nervioso al principio, empezó a gustarme.
‘Caroline se llevará una gran sorpresa cuando regrese’, me decía para mis adentros. Pero me quedé corto. Ella no podía creer que en tan poco tiempo hubiera cambiado tanto, no solo en mi forma de arreglarme y en mi aspecto, sino en muchas otras cosas. Le expliqué cuánto me habían ayudado los estudios de la Biblia y la invité a que estudiara también. Al principio estaba un tanto recelosa, pero finalmente aceptó, aunque con la condición de que yo le condujera el estudio. Me alegró mucho ver lo deprisa que respondía y cómo, al poco tiempo, empezó a captar la verdad de la Biblia.
Después de unos meses, Caroline decidió regresar a Australia, y reanudó su estudio de la Biblia en Sydney. Yo me quedé en Londres hasta que pude bautizarme, lo cual hice siete meses después. Entonces decidí volver a Estados Unidos para ver a mi familia. Pero esa vez estaba resuelto a que todo saliera bien.
Un regreso diferente de los anteriores
Mis padres, totalmente perplejos, querían saber qué me traía entre manos en aquella ocasión, pues parecía demasiado respetable. Pero yo estaba contento de sentirme realmente en casa. Como es natural, mis padres se preguntaban cómo había podido cambiar tanto, pero fueron discretos y reaccionaron con la bondad y tolerancia que los caracterizaba. Durante los siguientes meses tuve el privilegio de ayudarlos a estudiar la Biblia. Además, empecé un estudio con mis dos hermanas mayores, las cuales, sin duda, aceptaron influidas por los cambios que habían visto en mí. Sí, aquel era un verdadero regreso al hogar.
En agosto de 1973 fui a Australia para reunirme con Caroline y tuve la alegría de verla bautizarse, junto con otras 1.200 personas, en la asamblea internacional que los testigos de Jehová celebraron aquel año. El siguiente fin de semana nos casábamos en Canberra, la capital de Australia, donde he servido en la obra de predicar de tiempo completo por los pasados veinte años y en calidad de anciano de congregación durante catorce años.
Juntos, mi esposa y yo hemos criado a tres hijos: Toby, Amber y Jonathan. Aunque se nos presentan los problemas normales de todas las familias, todavía puedo arreglármelas para participar de tiempo completo como precursor en la actividad de predicar y, al mismo tiempo, atender las necesidades materiales de nuestra familia.
Actualmente, mis padres son siervos dedicados de Jehová en Estados Unidos, y aunque los dos tienen más de ochenta años, todavía participan en la predicación pública del Reino. Mi padre es siervo ministerial en su congregación. Mis dos hermanas mayores también manifiestan un gran fervor en su servicio a Jehová.
¡Cuánto le agradezco a Jehová que mis muchos años de vivir a la ventura pertenezcan ya al pasado! No solo me ha ayudado a encontrar la mejor manera de vivir mi vida, sino que también me ha bendecido con una familia unida y cariñosa.—Relatado por David Zug Partrick.
[Ilustración de la página 23]
David y Caroline, su esposa